AMANECER DE LOS MUERTOS  
 
Título orginal: Dawn of the Dead
País, Año:

EE.UU., 2004

Dirección: Zack Snyder
Intérpretes: Sarah Polley, Ving Rhames. Jake Weber. Mekhi Phifer. Kevin Zegers. Lindy Booth.
Guión: James Gunn
Producción: Richard P. Rubinstein
Música: Tyler Bates
Fotografía: Matthew F. Leonetti
Montaje: Niven Howie
Distribuidora: United International Pictures
Duración: 97 minutos
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

28 días antes

Alejándose de aquella revisión soft-gore de La casa de la pradera que no hace mucho propuso Danny Boyle, Zack Snyder y el guionista James Gunn resuelven la difícil papeleta de encararse con el remake de la segunda película que George A. Romero dedicó a los muertos vivientes: Zombi (Dawn of the dead, 1978).

Y los resultados son, efectivamente, satisfactorios: las novedades aplicadas sobre el argumento primario permiten valorar el filme más allá del original, obviando la comparación odiosa para centrarnos en el análisis de una pieza que consigue funcionar más allá de su predecesora, aún cuando no deje de rendirle tributo, gracias a una feliz comunión entre las viejas ideas y las nuevas formas de manipular la imagen.

Seguramente dando cuenta de los primeros diez minutos de película, hasta los créditos, podemos aprehender en síntesis todo aquello que se nos ofrece. En primer lugar, unos zombis dinámicos, huérfanos del estatismo imbeciloide con que los imaginó Romero. Esta idea de velocidad impregna todo el filme y, paradójicamente, no se constituye como una traba, pues la rapidez va unida a la corporalidad y no afecta, salvo en el tramo final, a lo mecánicamente visual, es decir, a la cámara y sus movimientos.

Ésta es, además, una de las pocas ocasiones en que el cine y la publicidad (no olvidemos que Snyder procede de este mundo) no sólo no se contraponen, sino que, a la vista de la propuesta final, necesitan el uno del otro. El empleo de forzados planos cenitales (y volviendo a los diez minutos iniciales, piensen en aquél en que vemos la reticulada ciudad a vista de pájaro) y el excelente uso del plano general, en muchas ocasiones subvirtiendo las enseñanzas clásicas, permiten hacer del mundo una especie de idílica postal (el director de fotografía Matthew F. Leonetti, también tiene buena parte de culpa) que, instantes después, se verá arrasada por una inexplicable plaga de muertos vivientes. Así pues, el artificioso mundo publicitario (la primera subida de Sarah Polley al coche está fabricada como un anuncio) se ve masacrado por un mal incontrolable, por una suerte de virus letal que se extiende sin compasión. Maldad activada por los zombis, pero latente en el ser humano, capaz de destruir su propio paraíso tras ser carcomido por el terror: siguiendo con éstos diez minutos iniciales, recordar al vecino que, pistola en mano, aniquila a todo aquel que se le acerca, sea zombi o no; o la secuencia, de nuevo en plano general, en la que la furgoneta se estrella contra la gasolinera, para luego ver que la ciudad entera se ha convertido en un amasijo de humo, fuego y escombros, provocado tanto por la irrefrenable invasión como por el descontrol psicótico que afecta a sus ciudadanos.

El filme se beneficia, además, de un excelente tratamiento de los personajes, que dejan de ser simples marionetas al servicio de la acción (Resident Evil) para, ulteriormente, ofrecer un reflejo de ciertos (arque)tipos existentes en la sociedad, pues en eso y no en otra cosa es lo que se conforma dentro de ese fortín-centro comercial. Ana (Sarah Polley), la enfermera a la que no le importa alargar su turno y le quita los zapatos a su marido cuando llega a casa; Ken (Ving Rhames), el policía malencarado capaz de dejar su individualismo atrás para participar del grupo; André (Mekhi Phifer) otro prototipo americano capaz de defender a su familia ante todo y ante todos, aunque sus hijos sean delincuentes o, a la postre, zombis; Steve (Ty Burell) un triunfador tan cínico como inútil; Michael (Jake Weber) el buen hombre que, sin embargo, fracasa en la vida (se ha divorciado tres veces y ha pasado por mil empleos espantosos)... Todo el elenco de roles, algunos más que otros, queda descrito con breves pero certeros retazos que servirán para justificar plenamente sus acciones posteriores: la búsqueda del perro por una niña a la que le acaban de matar a su padre ante sus narices, la no aparición de Steve para abrir una puerta, el hecho de que André oculte a su mujer zombi de los demás hasta que tenga su ansiado bebé... nada deja de estar justificado.

Amanecer de los muertos posee dos virtudes más al margen de las mencionadas: la primera hace referencia a su capacidad para, en momentos de calma, imbricar de modo pertinente un sano y necesario sentido del humor; la segunda se relaciona con la vehiculación de un cierto discurso sobre la violencia jamás rehuido.

La capacidad para entender un género desde cierta comicidad no remite directamente a la parodia, sino que, más bien, se relaciona con la incorporación de cierto distanciamiento humorístico dentro de las películas, distancia que a su vez permite apaciguar al espectador, un tanto saturado de emociones fuertes, para después volver a ahogarlo en un mar de tensión, sangre y aniquilación. Por eso se agradecen ciertos diálogos, en los que suele estar presente Steve, y, sobre todo, el tiro al zombi al que juegan con Andy, su vecino situado en la azotea de su armería, frente al centro comercial, resguardado de los zombis (al igual que todo el inteligente juego de las pancartas).

El segundo punto hace referencia a las distintas formas de encarar la violencia en el seno de una sociedad: los tres guardias de seguridad, con C. J. (Michael Kelly), se hacen portadores de tres visiones del asunto: el jefe no habla, discute con su pistola, o estáis conmigo o contra mí; uno de sus subalternos Bart (Michael Barry) sería incapaz de encontrar su nariz con la luz apagada, así que sigue a su jefe y se pone antes el cinturón con su pistola que los pantalones. Por el contrario, Terry (Kevin Zegers), el novato, dista mucho de compartir las estrategias bushistas de sus compañeros, así que en esa discusión sobre la violencia que tienen en la azotea, acabará traicionando a sus compañeros.

No obstante, la última parte, previa a la coda final, resulta un tanto aturrullada, ciertamente influida por la estética publicitaria (con partes cortadas, cámara en mano y en constante movimiento,...), aunque, bien es cierto que los personajes, a esas alturas, no están menos convulsos que aquello que los observa.

La coda final, apósito lógico y necesario, devolverá al género a sus orígenes, enterrando a dos metros bajo tierra aquel estúpido anuncio de detergente, con niñas ondeando blancas sábanas al viento, con que Danny Boyle nos obsequio en su aburrida, confusa y blandengue 28 días después.

Enric Albero Moltó