28 días antes
Alejándose de aquella revisión soft-gore
de La casa de la pradera que no hace mucho propuso Danny
Boyle, Zack Snyder y el guionista James Gunn resuelven la difícil
papeleta de encararse con el remake de la segunda película
que George A. Romero dedicó a los muertos vivientes: Zombi
(Dawn of the dead, 1978).
Y los resultados
son, efectivamente, satisfactorios: las novedades aplicadas sobre
el argumento primario permiten valorar el filme más allá del original,
obviando la comparación odiosa para centrarnos en el análisis
de una pieza que consigue funcionar más allá de su predecesora,
aún cuando no deje de rendirle tributo, gracias a una feliz comunión
entre las viejas ideas y las nuevas formas de manipular la imagen.
Seguramente dando cuenta de los primeros
diez minutos de película, hasta los créditos, podemos aprehender
en síntesis todo aquello que se nos ofrece. En primer lugar, unos
zombis dinámicos, huérfanos del estatismo imbeciloide con que
los imaginó Romero. Esta idea de velocidad impregna todo el filme
y, paradójicamente, no se constituye como una traba, pues la rapidez
va unida a la corporalidad y no afecta, salvo en el tramo final,
a lo mecánicamente visual, es decir, a la cámara y sus movimientos.
Ésta es, además, una de las pocas ocasiones
en que el cine y la publicidad (no olvidemos que Snyder procede
de este mundo) no sólo no se contraponen, sino que, a la vista
de la propuesta final, necesitan el uno del otro. El empleo de
forzados planos cenitales (y volviendo a los diez minutos iniciales,
piensen en aquél en que vemos la reticulada ciudad a vista de
pájaro) y el excelente uso del plano general, en muchas ocasiones
subvirtiendo las enseñanzas clásicas, permiten hacer del mundo
una especie de idílica postal (el director de fotografía Matthew
F. Leonetti, también tiene buena parte de culpa) que, instantes
después, se verá arrasada por una inexplicable plaga de muertos
vivientes. Así pues, el artificioso mundo publicitario (la primera
subida de Sarah Polley al coche está fabricada como un anuncio)
se ve masacrado por un mal incontrolable, por una suerte de virus
letal que se extiende sin compasión. Maldad activada por los zombis,
pero latente en el ser humano, capaz de destruir su propio paraíso
tras ser carcomido por el terror: siguiendo con éstos diez minutos
iniciales, recordar al vecino que, pistola en mano, aniquila a
todo aquel que se le acerca, sea zombi o no; o la secuencia, de
nuevo en plano general, en la que la furgoneta se estrella contra
la gasolinera, para luego ver que la ciudad entera se ha convertido
en un amasijo de humo, fuego y escombros, provocado tanto por
la irrefrenable invasión como por el descontrol psicótico que
afecta a sus ciudadanos.
El filme se beneficia, además, de un
excelente tratamiento de los personajes, que dejan de ser simples
marionetas al servicio de la acción (Resident Evil) para,
ulteriormente, ofrecer un reflejo de ciertos (arque)tipos existentes
en la sociedad, pues en eso y no en otra cosa es lo que se conforma
dentro de ese fortín-centro comercial. Ana (Sarah Polley), la
enfermera a la que no le importa alargar su turno y le quita los
zapatos a su marido cuando llega a casa; Ken (Ving Rhames), el
policía malencarado capaz de dejar su individualismo atrás para
participar del grupo; André (Mekhi Phifer) otro prototipo americano
capaz de defender a su familia ante todo y ante todos, aunque
sus hijos sean delincuentes o, a la postre, zombis; Steve (Ty
Burell) un triunfador tan cínico como inútil; Michael (Jake Weber)
el buen hombre que, sin embargo, fracasa en la vida (se ha divorciado
tres veces y ha pasado por mil empleos espantosos)... Todo el
elenco de roles, algunos más que otros, queda descrito con breves
pero certeros retazos que servirán para justificar plenamente
sus acciones posteriores: la búsqueda del perro por una niña a
la que le acaban de matar a su padre ante sus narices, la no aparición
de Steve para abrir una puerta, el hecho de que André oculte a
su mujer zombi de los demás hasta que tenga su ansiado bebé...
nada deja de estar justificado.
Amanecer de los muertos posee dos virtudes más al margen de
las mencionadas: la primera hace referencia a su capacidad para,
en momentos de calma, imbricar de modo pertinente un sano y necesario
sentido del humor; la segunda se relaciona con la vehiculación
de un cierto discurso sobre la violencia jamás rehuido.
La capacidad para entender un género
desde cierta comicidad no remite directamente a la parodia, sino
que, más bien, se relaciona con la incorporación de cierto distanciamiento
humorístico dentro de las películas, distancia que a su vez permite
apaciguar al espectador, un tanto saturado de emociones fuertes,
para después volver a ahogarlo en un mar de tensión, sangre y
aniquilación. Por eso se agradecen ciertos diálogos, en los que
suele estar presente Steve, y, sobre todo, el tiro al zombi al
que juegan con Andy, su vecino situado en la azotea de su armería,
frente al centro comercial, resguardado de los zombis (al igual
que todo el inteligente juego de las pancartas).
El segundo punto hace referencia a las
distintas formas de encarar la violencia en el seno de una sociedad:
los tres guardias de seguridad, con C. J. (Michael Kelly), se
hacen portadores de tres visiones del asunto: el jefe no habla,
discute con su pistola, o estáis conmigo o contra mí; uno de sus
subalternos Bart (Michael Barry) sería incapaz de encontrar su
nariz con la luz apagada, así que sigue a su jefe y se pone antes
el cinturón con su pistola que los pantalones. Por el contrario,
Terry (Kevin Zegers), el novato, dista mucho de compartir las
estrategias bushistas de sus compañeros, así que en esa discusión
sobre la violencia que tienen en la azotea, acabará traicionando
a sus compañeros.
No obstante, la última parte, previa
a la coda final, resulta un tanto aturrullada, ciertamente influida
por la estética publicitaria (con partes cortadas, cámara en mano
y en constante movimiento,...), aunque, bien es cierto que los
personajes, a esas alturas, no están menos convulsos que aquello
que los observa.
La coda final, apósito lógico y necesario,
devolverá al género a sus orígenes, enterrando a dos metros bajo
tierra aquel estúpido anuncio de detergente, con niñas ondeando
blancas sábanas al viento, con que Danny Boyle nos obsequio en
su aburrida, confusa y blandengue 28 días después.
Enric Albero Moltó