Adiós, señor Haffmann (3)

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La ocupación nazi en Francia: la persecución a los judíos

adios-señor-haffmann-0Hace algunos días, en La Plata (Argentina), en unas curiosas multisalas de nombre Cinema Paradiso, en las cuales por cierto reponen películas como Taxi Driver (1976), de Scorsese, fui a ver esta película cuyo título en Argentina es: El dilema del señor Haffmann.

Y quedé gratamente impresionado, pues es una cinta muy interesante, tanto sobre aspectos humanos, como sobre la ignominiosa invasión alemana sobre Francia (consentida por el gobierno de Vichy, mariscal Philippe Pétain de por medio, tras la entrevista con Hitler en Montoire en 1940), y el subsiguiente acoso a los judíos franceses, que fueron perseguidos, expoliados y exterminados, con la colaboración de muchos ciudadanos galos que se aprovecharon de la situación y arramblaron con lo que pudieron. O sea, con toda la codicia imaginable se llevaron parte del patrimonio de aquellos pobres judíos franceses caídos en desgracia.

Este lamentable capítulo de la historia, de la Francia ocupada y la persecución a los judíos, la rapacería, el aprovechamiento de los más pérfidos, este entorno psico-socio-tóxico, recuerdo haberlo visto en otras películas, entre las que destaco Lacombe Lucien (1974), de Louis Malle, que recreaba este ambiente en un joven analfabeto que colaboraba con los alemanes (era muy joven y me enseñó mucho); también de Malle, Adiós, muchachos (1987), historia autobiográfica de amistad entre un chico católico de familia acomodada y otro adolescente de padres judíos, separado de la familia y oculto en un internado religioso (magnífica).

Está igualmente asociada en mi memoria la obra Monsieur Batignole (2001), donde Gérard Jugnot es un charcutero tibio y pusilánime que acaba quedándose con la casa y las pertenencias de una familia judía en la Francia del momento. La redada (2010), polémica película de Roselyne Bosch en la que 13.152 judíos fueron arrestados y posteriormente encerrados en condiciones infrahumanas, en el Velódromo de invierno de París. O La dama de oro (2015), de Simon Curtis, historia real de Maria Altmann, una mujer judía quien sesenta años después reclama las propiedades que los nazis confiscaron a su familia (esta vez en Austria).

Películas a las que se ha calificado en ocasiones de film-mémoire (cine-memoria) versus el cine amnésico que presidió la posguerra e incluso los años posteriores, hasta la década de los 70, cuando ya la filmografía francesa empieza a hablar, no sin resistencia social y administrativa, del colaboracionismo de los franceses con los nazis invasores, que condujo al exterminio a más de setenta y cinco mil judíos, miles de propiedades robadas y el expolio de obras de arte y otros objetos de gran valor.

Esta película viene a sumarse a la lista de obras cinematográficas que han abordado el tema en toda su crudeza.

Para dotarla de mayor verismo, el entramado se mete en la privacidad de la vida de los personajes y cuantos capítulos escabrosos y vergonzantes se sucedieron, con toda probabilidad reales en muchos casos.

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Una historia de infamia y ambición

París, 1942. François Mercier es un hombre corriente que solo aspira a formar una familia con la mujer que ama, Blanche. También es el empleado de un talentoso orfebre, el señor Haffmann, dueño de una joyería de barrio en una esquina de Montmartre, que se da cuenta de que París no tardará en convertirse en una ratonera para los suyos y para él mismo. Ante la ocupación alemana, los dos hombres no tendrán más remedio que concluir un acuerdo cuyas consecuencias, a lo largo de los meses, alterará el destino de ambos.

Fred Cavayé a la dirección, junto a Sarah Kaminsky en el guion, con diálogos de Cavayé y Kaminsky, adaptación de la obra teatral homónima de Jean-Philippe Daguerre (amigo de Cavayé) estrenada en 2016, se centra en uno de los males del espíritu humano, la codicia, la avaricia cotidiana, una inclinación en la que cae Mercier, el típico ayudante acomplejado del prestigioso joyero judío Haffmann. Hay que decir que la adaptación al cine de la obra es tan buena, que el origen teatral ni se advierte.

Por cierto, Jean-Philippe Daguerre, en la historia del Señor Hoffman, habla del amor, el coraje y el miedo, aunque, como él ha declarado, no recuerda exactamente de dónde surge escribir esta obra, dice que está enraizada en el pasaje real de la ocupación alemana: «Probablemente de mis primeros recuerdos de infancia, cuando mi abuelo me llevaba a pasear al cementerio de Montauban. Nos parábamos delante de cada tumba, me contó la vida de cada muerto… y me encantó», explica el Daguerre que firma la obra de teatro originaria.

Ante el peligro nazi, Haffmann busca refugio en la zona libre de Francia para su familia. Una vez se han marchado su esposa e hijas. El joyero le propone a Mercier traspasarle la titularidad del negocio, con la idea de restablecer de nuevo, cuando sea posible y todo haya pasado, la propiedad a su nombre; o sea, el contrato deja a Mercier dueño de la joyería y la vivienda familiar, que está en el piso de arriba, hasta que él pueda volver.

Esta proposición ya da materia de duda y sospecha al espectador. Pero, como iremos viendo, la cinta toma algunos caminos que envuelven y ahondan sobre lo que parecía una historia previsible. Caminos relacionados con la relación de pareja, con la fertilidad, con la capacidad y el talento en el oficio de las joyas y con esa dificultad tan humana de tener unos principios sólidos, criterio, juicio y sensatez.

Pero hete aquí que la gran vigilancia desplegada por los alemanes impide a Haffmann huir y queda atrapado en París, vuelve y se ve obligado a ocultarse de nuevo en la joyería. El matrimonio Mercier, que ya había empezado a hacer uso de la vivienda, la ropa, la vajilla de la casa o la cama matrimonial, decide que el mejor lugar para que se esconda es en el sótano, por la amenaza nazi, quedando así a la sombra del que un día fue su subordinado y a merced del matrimonio.

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Lo quiere todo

Mientras el joyero permanece escondido, es testigo de cómo su empleado asume la que antes era su vida. Es más, François empieza a cumplir su sueño de presentar diseños propios, congraciándose incluso con las cúpulas invasoras. Pero, como se irá viendo, sus dotes artesanales y como diseñador de alhajas, dejan que desear.

El filme sitúa a sus personajes en unas circunstancias extremas y con ello nos cuenta de qué somos capaces las personas cuando nos domina el miedo, la codicia y otras opciones de comportamiento no muy recomendables, en un hábitat amoral.

«Fue un error ofrecerle esta tienda. Antes no tenía nada, ahora lo quiere todo», le dice Blanche Mercier al Sr. Haffmann. Esta frase está a tono con un filme que, poco a poco, va ahondando por entre capas cada vez más oscuras, formadas de avaricia, y la sed de confort y reconocimiento de Mercier, un empleado a priori fiel y leal, pero cuya fidelidad y lealtad el contexto pondrá a prueba, tanto que acabará claudicando y quedará atrapado por su propia ambición y sus escasas cualidades.

Ese «lo quiere todo» incluye la apropiación total del negocio, la amistad por conveniencia con un oficial alemán que no sólo es cliente sino proveedor de piedras preciosas robadas a los judíos parisinos; incluye la ilusión de ser padre, de promover el aumento del amor de su esposa, prosperar y convertirse en un patrón en toda regla. El tipo no es mala persona. Al menos no lo era. Pero parecen haber cambiado las cosas y se ha vuelto ambicioso: «c’est la vie».

Mercier también se pregunta ¿qué ha de hacer con su ex patrón que está abajo, en el sótano? Él tampoco es mala persona, además le es de utilidad, pues aporta a la joyería la pericia y el arte que él no tiene. De modo que aquella persona supuestamente buena que era Mercier acaba por convertirse en un sinvergüenza oportunista ante la tragedia de los demás, combinando con la violencia psicológica y la perversidad que hace mella en los tres personajes, todo lo cual crea un clima asfixiante sin muchos artificios y con algunos giros de notable interés en el filme.

El espectador asiste a esta historia con inquietud. Historia que además es reveladora del carácter humano, en lo bueno, lo dudoso y lo censurable. Finalmente, la cosa acabará bien, aunque no digamos de qué manera. «Este es un thriller íntimo», ha dicho el director Cavayé.

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Reparto y cierre

En la interpretación, son principales dos actores sólidos, Gilles Lellouche y, especialmente, Daniel Auteuil, que hacen comprensible toda la complejidad moral que arrastran los personajes, dadas las circunstancias.

Sin embargo, es Sara Giraudeau (con cara de mosquita muerta), quien introduce la mayor carga dramática, capaz de expresar con notable sensibilidad la problemática tremenda que se le plantea frente a las colisiones éticas de la historia, también como mujer y como esposa, y como persona honrada con tendencia al equilibrio, aún en los momentos más difíciles del filme, cuando la caída parece inminente.

Especial fuerza tiene Nikolái Kinski (hijo del peculiar Klaus) que interpreta a un oficial nazi que sabe hacer titubear y amedrentar («la suerte, como la guerra, dura poco», le dice el oficial a Mercier). En el sentido familiar, como actor es más armónico que su padre, más comedido que él e incluso más eficiente, manejando muy bien los clichés propios de los militares alemanes.

Película que revela esos nocivos riegos del corazón humano, la ambición, el temor del joyero, la angustia de una esposa que ve cómo su marido se desliza por una pendiente peligrosa de amigos y clientes nazis, marido que se da cuenta de sus limitaciones para la profesión y que debe recurrir de nuevo a quien fue su jefe y maestro. Como incompetente operario que se ve en la obligación de cumplir con sus clientes nazis.

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Pero hay más, Mercier también busca la paternidad que a él le es negada. Para sorpresa de su mujer y de su jefe les propone una paternidad subsidiada, en que el propio Hoffmann debe ofrecerse a fecundar a la señora. Mucha angustia, mucha tensión y la vivencia de locura total que la tal idea tiene para los convocados a la unión: esposa y joyero.

Mercier se ha convertido en un hombre que lentamente empieza a mostrar una faceta irreconocible para su antiguo jefe. Los chantajes, los juegos verbales, el hurto y las manipulaciones están a la orden del día. Una cinta que muestra cómo la monstruosidad puede estar donde menos se la espera.

Resumiendo, Cavayé cuenta con gran habilidad un relato acerca del resentimiento, el poder y la pérdida de humanidad que mantiene la tensión de principio a fin. Hay virajes y cambios en la trama que van dando las claves de por qué los personajes hacen lo que hacen.

No creo exagerado afirmar que estamos ante un producto francés al más clásico estilo, clásico en cuanto a narración, y clásico según la idea de ofrecer un cine de calidad, a lo que hay que añadir el hecho de contar una parte de la historia francesa no bien recordada, unido a estar basado en una obra de teatro, algo común en esta clase de películas.

Escribe Enrique Fernández Lópiz | Imágenes Vértigo Films

  

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