La persistencia de la alegría

Los totalitarismos, sean del cuño que sean y sea cual sea su alcance, a nada le temen más que a la alegría. Nos lo mostró de manera precisa Jorge de Burgos, aquel bibliotecario ciego con el que nos obsequió Umberto Eco en El nombre de la rosa, cuando todos sus esfuerzos iban dirigidos al secuestro de la Comedia, el supuesto segundo libro de la Poética aristotélica, del que temía su poder destructivo.
Nos lo muestra también esta película de Walter Salles, un ajuste de cuentas con la dictadura militar brasileña, que se extendió desde mediados de los sesenta a mediados de los ochenta del siglo pasado.
Pero no es un ajuste de cuentas al uso. No se trata de un listado de agravios ni de una enumeración minuciosa de sus horrores. Claro que todo eso se trasluce en las imágenes, pero no ocupa el primer plano, y cuando lo hace transmite más la sensación de que se trata antes de una concesión a lo esperable que de una pieza bien engarzada con las que la acompañan.
Poque la dictadura, tal y como nos la presenta la película en sus mejores momentos, es una amenaza que viene a enturbiar la plácida vida de los brasileños. Sí, se trata de un segmento social privilegiado, pero también de una familia que se ha significado por una posición política contraria al régimen vigente. Vaya una cosa por la otra.
La primera escena es muy significativa, y marca el devenir de las más de dos horas que restan. La protagonista se baña relajadamente en el mar mientras sus hijos juegan en la playa. Esa paz se ve tibiamente truncada por la aparición de un helicóptero que sobrevuela sobre ellos. Un helicóptero oscuro que contrasta con la luminosidad del día. Esta misma idea está presente en otros momentos, como el control de carretera en el que se ven involucrados Vera y sus amigos cuando vuelven a casa, control que tiene lugar en un túnel, otra vez la oscuridad, que será también el tono sobre el que se construye la detención de Eunice, frente al radiante sol de los días y de sus vidas.
Pero la alegría no se detiene ahí. Pasa de ser un estado en quiebra por la represión militar a un elemento de resistencia. La magnífica escena en la que los periodistas piden a la familia, ya sin el padre, secuestrado y desaparecido, que mantengan una actitud circunspecta para la foto que pretenden publicar y que explicaría el drama vivido, mientras todos ellos se niegan y ríen sin control, es de lo mejor de la película, y marca perfectamente el tono que la recorre. Con ser el momento más significativo de esta posición, no es el único, por cuanto las reuniones familiares que tienen lugar en distintas épocas dan cuenta asimismo de la rebelión contra la tristeza que esta familia ejerce, la forma más efectiva de enfrentarse al horror.
Desde esta perspectiva, todo el tramo de la detención de Eunice resulta bastante impostado. Tanto por su excesiva duración (la película reitera este defecto, no sólo en la parte señalada sino también en la precedente, así como en el estirado final. Sin duda podría haberse acortado mucho sin merma de calidad; más bien lo contrario) como por la ruptura del planteamiento general que la guía.
Pero aún así es fiel a la presentación de la dictadura como una amenaza latente y sugerida más que exhibida. Cierto que Rubens es secuestrado y asesinado, pero nunca se recrea en imágenes de estos hechos, como tampoco cede a mostrar las torturas en el lugar de detención de su esposa e hija, las cuales se hacen presentes únicamente por los gritos que se escuchan, como un ruido de fondo. Si a eso añadimos la amabilidad con la que se comportan policías y hasta torturadores, tanto en la casa donde detienen al exdiputado, como en los mismos interrogatorios o traslados de Eunice y su hija, todo acaba siendo como una nebulosa que bordea lo irreal, como un mal sueño que no puede borrar la felicidad de las playas cariocas.
Otra de las grandes escenas de la película lo muestra con delicadeza y a la vez con contundencia. La amputada familia come en un restaurante, y la cámara se desplaza a mostrar otros comensales que hacen lo propio, otras familias que parecen ajenas no sólo a lo que a ellos les ocurre, sino a la situación misma del país. La dictadura, en definitiva, invisible.
Y desde aquí se plantea el segundo gran tema de la película. ¿Qué hacer para dejar constancia de que aquello ocurrió?

La memoria no es un aséptico notario de la realidad. Más bien es una herramienta evolutiva cuyo propósito, como el de todas, es contribuir a una adaptación al medio que permita la supervivencia. Eso bastaría para descalificar a tantos apologetas de la memoria que lo único que persiguen es perdurar, mejorar su propia adaptación. Sin embargo, esta concepción no conduce al borrado de la realidad. La memoria, sobre todo cuando se invoca como norma, puede falsearla, manipularla, pero es deudora de ella. La realidad, pese a los atentados que sufre continuamente, es tozuda.
En ese sentido la película se constituye como un recordatorio, uno más que, al menos, deje constancia de lo que supuso para esa familia, y de la necesidad de preservarlo cuando todo se diluye. El recuerdo de la dictadura es el anclaje que da sentido a los últimos días de Eunice (personaje interpretado por Fernanda Montenegro, madre en la vida real de Fernanda Torres, la actriz que fue nominada al Oscar por este papel y que la encarna en edad más temprana) asaltados por el Alzheimer. Su enfermedad es la de todo un país, pero su reacción cuando observa en televisión los días pasados es la que dota de sentido a esa vida crepuscular, la que explica la historia de una familia y, por extensión, del mismo Brasil.
Walter Salles hace suya esta tarea a través de su película. Con ella aporta un elemento más a los muchos que pueblan el relato como recordatorio de lo que ocurrió; lo que ocurrió para ellos, en la forma en que ellos lo vivieron. La constante presencia de fotografías, las cuales van punteando el paso del tiempo como forma de aferrarse a él, así como de recortes de periódicos o incluso de las películas caseras que muestran lo que fueron, dan cuenta de la realidad, de la suya, la que les ha constituido. Y ahí es donde esta película quiere también ocupar su lugar.
Con su afán voluntarista en ocasiones, que no logra despegar del todo el vuelo, y con el precio que a veces da la impresión de que se obliga a pagar, aunque el deudor no se lo exija, por momentos Aún estoy aquí plantea una visión que va más allá de lo trillado, que sugiere caminos originales, y que es una lástima que no profundice más en esos apuntes que no pasan de ser esbozos, tenues tentativas.
Quizá sea precisamente por eso, por los límites que se autoimpone y por las obligaciones a las que se somete, por lo que ha obtenido el Oscar.
Escribe Marcial Moreno | Fotos Vértigo films