En un lugar de La Mancha

Bodegón con fantasmas es el debut en el largometraje de Enrique Buleo. La película se presentó en la pasada edición del festival de Sitges y desde entonces ha recorrido distintos festivales (Warsaw Film Festival, Abycine, Semana de cine fantástico y de terror de San Sebastián, etc.) cosechando diferentes premios.
Esta ópera prima discurre por el camino que el guionista y realizador conquense ha ido elaborando a través de su trayectoria en el cortometraje (Decorosa, El infierno y tal, Las visitantes); unos trabajos que oscilan entre la comedia y el drama, con un punto costumbrista y un tono surreal.
Un estilo propio, que remite a ese universo que hemos visto en ciertas obras de autores como José Luis Cuerda (Amanece, que no es poco), Chema García Ibarra (Espíritu sagrado) o Juan Cavestany –cuyo nombre está vinculado a Bodegón con fantasmas en calidad de productor–, un cine donde la imaginación invade el terreno de la realidad y que complementa esa otra cara de la comedia española que atiende a parámetros más clásicos.
La película se desarrolla a través de una estructura capitular formada por cinco episodios, que pueden ser considerados como relatos independientes, aunque finalmente lo que ofrecen es un panorama –como ese bodegón al que hace referencia en el título– donde las partes terminan componiendo una unidad coherente agrupada en torno a las vivencias de una serie de personajes en un pequeño pueblo de La Mancha, eso territorio que forma parte de lo que llamamos la España vaciada.
Una comedia costumbrista que se entremezcla con el cine fantástico. El costumbrismo se plasma a través de la descripción de un entorno, de unas gentes y de unas situaciones fácilmente reconocibles. Son esas familias de gente mayor, esos personajes solitarios y aislados en su soledad, las calles y las plazas tranquilas, con su iglesia y el cura. Un lugar donde el tiempo pasa con lentitud. Una visión de la realidad pero que bajo la mirada de Enrique Buleo se tamiza con un toque surreal, absurdo, con situaciones que rayan el esperpento.
Un tono irónico que se cimenta a través de la introducción de los elementos sobrenaturales. Así tenemos a una jubilada a la que se le aparece el fantasma de su padre para decirle que siempre se sintió una mujer; un hombre, enfermo terminal, que quiere preparar su regreso convertido en fantasma; un cura que ha perdido la fe en la Iglesia, ve cómo dos fantasmas le solicitan que Dios vuelva a abrir el limbo; una mujer madura que quiere ser poseída por el espíritu de su vecino muerto; o dos hermanos que pintan en un muro las caras de las hijas muertas de unos vecinos.
Pero la presencia fantasmal, con ese efecto sobrenatural, no utiliza los recursos del cine fantástico –oscuridad, miedo, sobresalto– para crear una tensión sino que más bien se integra con naturalidad en ese discurso costumbrista como si fuera un elemento más de la definición de un paisaje, de unas gentes. Lo sobrenatural se naturaliza, lo fantasmagórico se hace real, lo extraño se reviste de normalidad, para conformar un lienzo donde la línea que define la realidad se torna difusa. Y aunque parezca contradictorio, es precisamente desde ese territorio impreciso donde más claramente nos acercamos a la realidad de unos personajes entrañables y sencillos.
Una sencillez que Buleo traslada al estilo cinematográfico con el que está construida la película. Una serie de planos fijos –la cámara se mueve en contadas ocasiones con alguna panorámica o un travelling que sigue a los personajes que atraviesan todo el cuadro– donde el juego estético se traslada al interior del plano. La película opta por una simetría muy evidente (Kubrick en la distancia), convirtiendo el centro en el lugar destacado donde transcurre la acción.
De esta forma se produce un choque entre el minimalismo formal a la hora de plantear el hecho fílmico –los planos utilizados–y el juego abigarrado de elementos costumbristas propios de la ambientación de esa España rural donde conviven muebles y enseres viejos, los colores llamativos de las cortinas, las paredes y los azulejos, o el uso del paisaje rural. Incluso hay un juego de muchos de los elementos tradicionales que potencian la comicidad (la güija que en realidad es el típico mantel de décadas pasadas).
Estos elementos comunes unifican formalmente los diferentes episodios, dando una apariencia homogénea a toda la película, aunque como es lógico en una estructura capitular, no todos los episodios tienen la suficiente entidad ni el mismo nivel.

La combinación de todos estos elementos hace que desde el principio tengamos claro que nos encontramos ante un relato que va más allá de lo concreto para erigirse en una especie de metáfora sobre el mundo rural, sobre un mundo –que desde la ciudad– parece distante. De esta forma la película, partiendo de todos los tópicos de la España profunda, consigue mostrar una imagen tierna y sincera de estos peculiares personajes. Hay humor negro, hay comicidad, pero nunca se traspasa el límite que termina en la burla de esos propios personajes. Contribuye a esa sensación la mezcla de actores profesionales y no profesionales que aportan ese equilibrio entre la frescura y la competencia actoral.
A pesar de su apariencia amable, por esa ternura que destilan los personajes, Bodegón con fantasmas también muestra un lado más oscuro, donde se confunde lo absurdo y lo macabro, mostrando los problemas que implica la vida en ese entorno de la España vaciada como es el envejecimiento de las personas, la falta de oportunidades laborales o la dificultad económica que facilita la despoblación. De hecho, la película recoge la problemática actual trasladada al entorno de los pequeños pueblos (el personaje del padre que se siente mujer o la presencia de la inmigración).
En el fondo, la conexión entre vida y muerte a través del hilo de la presencia de fantasmas que irrumpen en la realidad no deja de ser un recordatorio de la fragilidad del ser humano o de la infelicidad, pues en muchos de los personajes hay una necesidad de satisfacer los deseos incumplidos. Al final incluso hay un cierto paralelismo entre los personajes que deambulan por el pueblo y esos fantasmas; esos habitantes de los pueblos, esos mayores, que en realidad no dejan de vivir en pueblos cuya mejor época ya pasó.
Al igual que ocurre con alguno de los ejemplos que hemos citado –el referente más reciente sería Espíritu sagrado–, Bodegón con fantasmas, bajo su aparente sencillez, destila una visión particular, un universo creativo que hace de este largometraje una curiosa experiencia que contrasta con el cine estandarizado que habitualmente asociamos a la comedia. Quizá sea desde este punto de vista absurdo y fantástico la mejor forma de traducir la realidad de ese universo tan local como particular que habla de la soledad o de la muerte en ese entorno tan localizado.
Escribe Luis Tormo