Esperanzas frustradas

Nadie suponga que Civil War pueda contarle una historia sobre el posible conflicto interno al que se conducen –según algunos quieren hacernos creer, de forma irremediable– los Estados Unidos. No esperen nada que se parezca a una trama política, a una metáfora del presente, a una reflexión sobre la polarización y el encanallamiento de la ciudadanía inducido por una cada vez más infame clase política. Fuera de alguna pincelada anecdótica, como el preludio en que un presidente aparentemente autoritario y populista se dirige a la nación, apenas hay nada de eso.
Quienes eso esperan corren el riesgo de equivocar no solo su esperanza, sino también su análisis: Civil War no es, como algunos descontentos han interpretado, una mediocre película bélica, sino un bienintencionado –aunque en mi opinión fallido– filme sobre periodismo de guerra.
Asumiendo esto, debemos entender que al hablar sobre un posible conflicto civil en los EEUU la tentación de querer establecer paralelismos con la realidad puede ser muy fuerte. Afortunadamente Alex Garland es británico y quizá por ello se ha resistido a caer en un ombliguismo autocompasivo. En este sentido, me parece un acierto el señalar implícitamente, por elusión, que en una guerra así no importa tanto qué bando lleve razón como mostrar la ruina absoluta de los baluartes de la convivencia. Pero eso no es excusa para obviar la construcción de un contexto mínimamente creíble en el que se desarrolle la historia para no menguar la verosimilitud dramática del resto de la trama.
Tuve clara mi opinión en lo que respecta a la solidez narrativa de la película desde el principio: una buena premisa, no siempre mal desarrollada, cuyas vigas maestras se sostienen a veces sobre clichés de cartón piedra. Pero si esta crónica se ha demorado tanto antes de dar un veredicto es porque un servidor estaba pendiente de recabar la opinión de algún experto en materia de periodismo de guerra. Arturo Pérez Reverte ha sido ambiguo en una valoración de la película que no deja de ser positiva, pero en cierta medida viene a coincidir con lo que yo mismo pienso sobre ella: bien tratados los modos y relaciones de los periodistas veteranos, toda vez que algunos elementos de su viajar a través de un país en guerra son poco realistas, si no directamente increíbles.
Y es que esto viene a confirmar que el conflicto armado es una excusa, un simple decorado que sirve para presentar –y solo presentar– algunos personajes que se dedican al periodismo de guerra: hay una famosa fotoperiodista, un redactor veterano, un adicto a la exclusiva y a la adrenalina y una novata con aspiraciones de gloria.
Civil War quiere ser a la vez una road movie y una rookie movie, pero no parece tampoco que respete fielmente los cánones de ninguno de los dos géneros. Para cumplir con lo que se espera del primero, cabe que el viaje de los personajes sea también interior, y que su desarrollo sea parejo al tránsito físico por los escenarios donde se desarrolla la historia; si lo que se espera es una buena película con maestra y novata, lo mínimo es que la última crezca humanamente gracias a las enseñanzas de su preceptora.
Puedo decir que nada de eso ha pasado, pero detengámonos un momento aquí para señalar una posible virtud del filme: ¿Y si lo que Garland ha querido hacer precisamente es invertir ese canon? ¿Y si las enseñanzas de la maestra están viciadas de origen? Lee, el personaje de Kirsten Dunst, que muestra una sincera y creciente desolación interior, no parece muy convencida al principio de querer arrastrar a la novata a ese mundo. En su autoidentificación con la joven –planteada en uno de esos torpes clichés narrativos, por cierto, por el redactor veterano encarnado por Stephen Henderson– se muestra la dicotomía a la que se enfrenta: ella misma no sabe muy bien si le puede el instinto de maternidad profesional, dejando que la chica se deshumanice, o protectora, procurando alejarla de un tipo de periodismo que sabe que acabará por romperla interiormente.
Esta bien planteada cuestión dramática gira en torno al cansancio que Lee, la veterana fotoperiodista interpretada por Dunst, siente frente al periodismo de guerra. Algo que la película intenta transmitir, mediante las evocaciones de la protagonista en diversos momentos, es que su cansancio parece conducirla a un estrés postraumático por acumulación. Está quemada, muerta por dentro, como si ser candidata a la mirada de las mil yardas fuese, como es natural, a acabar con una carrera de fotógrafa que si algo exige es agudeza visual y corazón de piedra.
Este cronista quiere interpretar, pero Garland no le ayuda, que quizá Lee siente como más cercano, disruptivo y perturbador el conflicto civil en su propio país que todo lo que ha vivido hasta entonces; o mejor: que todo lo que ha vivido hasta entonces es un anticipo de lo que padece ahora: la carne de sus compatriotas, acribillada, ardida, lacerada; las calles y campos de su país devastados; sus vecinos convertidos en una jauría de perros de presa: todo lo que vive es lo propio; ella se ve a sí misma en la joven reportera que ahora captura ese instante, y parece no querer alentarla a seguir por ese camino, porque al final del mismo solo espera la muerte, ya sea real y efectiva o simplemente anímica.
Y todo esto sería una gran idea, pero es que son elementos sobre los que apenas se profundiza, lo que despierta la sensación de que responde solamente a una caritativa sobreinterpretación mía; uno no puede estar seguro, viendo la por momentos torpe narrativa de Garland, que lo que quiere ver esté realmente ahí.

Quizá, abundando en esta idea, sea el momento de replantearse el propio género de la película.
Porque si casi todos los personajes están muertos por dentro o son simples depredadores, puede que lo que haya sucedido es que 22 años después, Garland haya cerrado el círculo de su decadencia como escritor volviendo a hacer una road movie de zombis –de reporteros zombis– que se mueven por parajes desolados –físicos y anímicos– impropios de una guerra civil real.
Y es que las carreteras atestadas de coches abandonados, las ciudades casi íntegras a pesar de los bombardeos, recuerdan más bien a la estética de una película de muertos vivientes que a la desolación de las calles de Alepo o Bakhmut. La apatía de los personajes, sus diálogos a veces intrascendentes, también señala su condición de zombis.
No todo está muerto en Civil War; dejando a un lado la escalofriante secuencia protagonizada por Jesse Plemons –que concluye, por cierto, con un deus ex-machina sonrojante y un desajustado manejo del tiempo cinematográfico– los últimos minutos gozan de una intensidad apreciable, aunque cabe señalar de nuevo que irreal: el autor viola sus propios mandatos, haciendo circular a los reporteros entre un caos de disparos cruzados sin prudencia ni protección alguna, para alcanzar un clímax tan prefabricado como insatisfactorio.
Por eso creo que el verdadero problema no es argumental, sino puramente cinematográfico; el vacío que muchos espectadores sienten yo también lo he sentido, aunque ellos lo equiparen al vértigo existencial, a la angustia de la posibilidad real de la guerra y su crudeza –bastante fielmente retratada en los comportamientos tribales de los antaño conciudadanos, todo hay que decirlo– y yo simplemente a la más honda decepción como agradecido admirador del Garland de Ex-Machina: allá donde el británico contó una historia con cuatro personajes, un gran libreto y mucha imaginación, aquí nos ha mostrado un minucioso catálogo del horror que despierta la pavorosa admiración del espectador por la insoportable posibilidad de que lo que está viendo acontezca realmente.

Más allá de su efectismo y del indudable interés morboso que pueda despertar en el mercado norteamericano, Civil War está llamada a no perdurar en la historia de la cinematografía: aparte de Lee, por quien tampoco acabamos de sentir empatía ni siquiera en los instantes finales, no ha construido personajes estimables ni creíbles, no ha profundizado en las simas de la indiferencia frente al dolor, no ha dedicado una sola línea de guión a reflexionar sobre si el periodismo entrega lo que le piden o el público se traga lo que le ofrecen, y sobre si la aspiración del cronista de guerra es la de mostrar la crudeza poética del combate o alimentar su propio ego con un material que lo inmortalice. No soy quién para exigirle eso a Garland, por supuesto… pero comprenderán que por eso la película no acabe de satisfacerme.
Y esta sensación se acentúa porque en realidad muchas de sus más memorables escenas, las que deberían marcar la diferencia con una peli de guerra convencional –cosa que ya hemos dicho que Civil War no es–, son homenajes a clásicos bélicos que, por su insustancialidad, apenas se sienten como tales.
Nada aquí suena original, nuevo: la escena de los muertos cubiertos de cal, remedo inquietante por lo grotesco de la famosa escena de La chaqueta metálica, alcanza una fuerza visual conmovedora, pero no la altura estética que surgió de la simpleza del encuadre de Kubrick con la sentencia que la acompaña: los muertos solo saben una cosa, es mejor estar vivo.
Vivimos en la época del arrebato audiovisual; los disparos en la película de Garland suenan como si nos perforasen la caja torácica, la crudeza de algunas de sus imágenes nos revuelve las tripas y nos inquieta por su frío realismo. Pero es una película que no deja poso intelectual, que no alimenta el alma.
Que no parece estar viva, en una palabra.
Escribe Ángel Vallejo | Fotos DeAPlaneta