Herencia y testamento vital

Nadie esperaba que Hayao Miyazaki, uno de los tres padres de Studio Ghibli, se desdijera de su promesa de jubilarse tras El viento se levanta.
Pero lo cierto es que diez años después de aquella obra, tras una serie de vicisitudes como el fallecimiento del cofundador Isao Takahata, y la pausa creativa de seis años anunciada por el productor y director general Toshio Suzuki, que concluyó con el lanzamiento de Earwig y la bruja –película dirigida por el hijo de Miyazaki que, rompiendo con la tradición del venerable estudio de animación, se hizo por ordenador–, el viejo maestro se decidió a volver con una grandísima obra que hace honor a su carrera para asumir –o quizá para dejar bien claro– que nadie puede continuar su proyecto.
Miyazaki parece sugerir, con El chico y la garza, que Studio Ghibli llegará a su fin cuando él desaparezca. Esto no quiere decir que el fundador vaya a dejar de trabajar, puesto que ha dejado caer en alguna entrevista que dibujar le sigue estimulando y lo hará hasta que le queden fuerzas, sino que es consciente de que nadie está en condiciones de continuar su legado. Bien sea porque quienes pueden no quieren hacerlo, bien porque quienes quieren no pueden, lo cierto es que Miyazaki, como el anciano que lo representa en el tramo final de la película, sabe que su mundo de fantasías e ideas se acabará con él, y por eso seguirá creando hasta el final.
No hay otra opción, porque la alternativa es dejar Studio Ghibli en manos de alguna gran productora que malogre o denigre su poético espíritu creativo; tal y como se metaforiza en el filme, algún rey del espectáculo querrá apoderarse de un legado construido durante décadas, pero no siendo capaz de establecer un equilibrio entre arte y entretenimiento, acabará por destruirlo todo.
Creo que tras lo dicho es más que evidente que El chico y la garza tiene mucho de autobiografía y memoria personal; prueba de ello es que Miyazaki se representa a sí mismo en la película en dos etapas de su vida: en primer lugar, Mahito, el niño protagonista, hijo de un ingeniero aeronáutico –como el padre de Miyazaki– que abandona la ciudad para ir a vivir al campo, huyendo de la guerra donde ha perdido a su madre, es un retrato fidelísimo del joven dibujante nipón. Por si hubiera dudas, el libro que hojea –¿Cómo vives?– y que da nombre a la película en el idioma original fue también un regalo de la señora Miyazaki a su retoño;una guía de vida que le acompañó durante décadas.
Pero El chico y la garza recurre también a los más señalados tópicos del cine de Miyazaki: el paso de la infancia a la madurez, las difíciles relaciones paternofiliales, la incursión en el mundo de la imaginación y la magia –como siempre, a través de un túnel oculto que comunica ambas realidades–, los horrores de la guerra y la necesidad de entrar en comunión con una naturaleza donde el mal no es sino una mala interpretación de un equilibrio agónico, despiadado…
En este mismo sentido de los tópicos, quien esto suscribe no puede dejar de pensar que Miyazaki ha querido trazar, como siempre, algunas sutiles analogías con los más grandes referentes de la cultura mediterránea que tanto admira el maestro nipón. En este caso tanto Italia como Grecia aparecen reflejadas en la película: en primer lugar, con una referencia explícita a la Divina comedia, de Dante, en la entrada del túnel que da paso al mundo de las ideas; y por supuesto, asumiendo esta premisa, la representación de Platón o su Demiurgo como el anciano que crea y custodia ese mundo.
En efecto Platón como fundador de la Academia, la más prestigiosa escuela de la antigüedad, que nos habló sobre el mundo sutil de las ideas y que trabajó con los sólidos, figuras geométricas tridimensionales, parece cuadrar mejor como metáfora del viejo Miyazaki. Es sabido por aquellos que conocen mínimamente la historia del filósofo griego, que sufrió por su legado debatiéndose en sus largos años de vejez sobre a quién dejar la dirección de la Academia. Al final, en contra del más capacitado pero extranjero Aristóteles, el heredero fue su sobrino Espeusipo.
No es eso exactamente lo que sucede aquí; bien que el anciano ofrece a Mahito su legado, el sobrino-nieto rechaza hacerse cargo de él: no se siente capaz de sostener su mundo de las ideas o no acaba de verlo como suyo. Resuenan aquí, para quien sepa verlos, los desencuentros entre Hayao y Gorō Miyazaki sobre el enfoque creativo de Ghibli, que desembocó en el desencanto del fundador y la imposibilidad de transmitir la herencia a su propio hijo.

En esta tesitura, un general bienintencionado y servil pero basto, cruel, incapaz de fineza intelectual, pretende tomar el control por la fuerza. Al final, ya se sabe: la ignorancia acarrea el mal y el delicado equilibrio se rompe: no parece que un estudio de TV pueda hacerse cargo de Ghibli sin tergiversar el espíritu puro que lo guio durante décadas. Someter el impulso creativo al rendimiento económico degrada y prostituye la idea del arte por el arte.
Esas analogías, como muchos colegas han advertido, no son perfectas ni lo pretenden: el principio hermenéutico estricto no se aplica al cine de Miyazaki, que casi siempre ha trabajado sin guion a la hora de hacer sus películas, apenas dejándose guiar por storyboards en los que plasma, con la inmediatez del relámpago creativo, las ideas a las que luego dará forma en una película completa.
Prueba de esto es que, en esta especie de autobiografía, el maestro se ha mostrado a sí mismo como un anciano y un niño que conviven sincrónicamente e intercambian sus representaciones sin solución de continuidad. Ello contribuye a una inquietante oscuridad interpretativa y, por qué no decirlo, a un cierto caos argumental en el que los occidentales, en este aspecto más aristotélicos que platónicos, tendemos a desorientarnos en todo relato que no cumpla escrupulosamente con los dictados de la Poética.
La inquietud, efectivamente, recorre las secuencias de El chico y la garza: es una película oscura, transida de dolor y de muerte en la que se nos habla, ya lo hemos dicho, de la vida como un intenso combate heraclíteo: el mal engendra el bien y el bien a su vez engendra el mal, sin que los pobres mortales seamos capaces de discernir de qué lado posicionarnos para no romper un equilibrio cruel, pero perfecto. Los pelícanos que devoran a las burbujitas anímicas tienen su desagradable función en un mundo que no podría sostenerse sin ellos; el precio de guiarse por el intenso amor materno filial puede romper la posibilidad de abrirse a otras relaciones de afecto.

Inquietantes son también, en este sentido, los tratamientos de la emoción y del duelo por la pérdida de la madre, o del extraño y trabajoso ritual de la adopción: la sustitución de una madre por otra, la incomprensión de un niño que no concibe que haya diferencia entre los lazos de sangre y los maritales cuando supuestamente ambos hablan de amor –no se puede irrumpir en la alcoba ajena o en la habitación del parto–, son tratados críptica pero magistralmente, en una película más oscura de lo habitual.
Miyazaki ha creado una obra mayor, de la que no puede decirse que sea su mayor obra: todos los tópicos de su cine resuenan en ella, a veces de modo tosco y apresurado, a veces destilados hasta su máxima pureza… pero siempre sugerentes e impactantes, refrendados por una belleza estética sin parangón.
Esta película no contentará a todos, pero reafirmará a muchos en su creencia de que Miyazaki y Ghibli son una de las mejores cosas que le ha pasado al cine a lo largo de la historia reciente: la comunión del vendaval creativo del maestro animador con la música de Hisaishi, la portentosa sublimidad estética que tan pronto se eleva a los espacios abiertos del cielo como se abisma en los infiernos ígneos de la guerra, la imaginación desbordante, la capacidad para la metáfora, la conjugada y equilibrada belleza de las más diversas artes –la pintura, la arquitectura, la literatura y la música– para da lugar a obras de arte totales, son hitos que no desmerecen el legado de los más grandes cineastas.
Puede que el Studio Ghibli cierre sus puertas en un futuro no muy lejano… pero lo que parece cierto es que su legado está fuera del espacio y el tiempo. Esto, y no otra cosa, es lo que garantiza la eternidad de sus obras y la inmortalidad del alma creativa de sus fundadores.
Escribe Ángel Vallejo | Fotos Vértigo Films