Cuadernos para el porvenir
«Recuérdalo tú y recuérdalo a otros»
(Luis Cernuda)
Notabilísimo el nuevo largometraje de Patricia Font: El maestro que prometió el mar. La película, creada a partir de la novela de Francesc Escribano, se articula en dos tiempos: el presente discursivo, 2010, cuando Ariadna (Laia Costa) intenta encontrar los restos mortales de su bisabuelo, asesinado al comienzo de la Guerra Civil (1936-1939), en la provincia de Burgos; y la reconstrucción de la vida de un pequeño pueblo burgalés, Bañuelos de Burela, a mediados de los años 30, mediante valiosos flashbacks.
Con ellos, viajamos a la narración del tiempo pasado, con la esplendorosa interpretación de Enric Auquer como Antoni Benaiges, el maestro republicano, tarraconense, que llega a Bañuelos para realizar lo que solo realizan los buenos maestros de cualquier época y lugar: aportar luz a la vida de sus alumnos, que nunca lo olvidarán, pese a la guerra, el dolor, el hambre, la dictadura, la vejez, la proximidad de la muerte.
Nos entrega Auquer una actuación de las que no se olvidan, levantando y asegurando la memoria de Benaiges, un ser humano vitalista, sencillo, bondadoso, metonimia de tantos maestros y tantas maestras de la II República, que entregaron lo mejor de su existencia para que las futuras generaciones crecieran en la libertad y la tolerancia. La larga tiranía franquista y el vergonzoso silencio de los grupos políticos conservadores en la actual democracia han querido arrojar a estos maestros al pozo del olvido.
De ahí que el filme de Font no sólo posea una indudable grandeza artística, sino que también tiene el valor de darnos a conocer una parte fundamental de nuestra Historia, de nuestra España, propiciando la reflexión de que no podemos olvidar a aquellas personas que tanto hicieron en el ámbito educativo.
Debido en parte al magnífico Auquer y a las preciosas escenas colectivas con los niños a las que posteriormente nos referiremos, la película sufre un desequilibrio narrativo, pues la trama del presente, esto es, la búsqueda incesante del antiguo familiar que lleva a cabo Ariadna, visitando una fosa común donde realizan un proceso de exhumación, resulta una línea discursiva algo inconsistente, débil. Y eso que Laia Costa otorga dignidad y buen hacer interpretativo a un personaje que no luce mucho, quizá porque no se logra armonizar en ningún momento su crisis existencial con la necesidad de buscar sus raíces. En este sentido, acaso el personaje de Laura, una de las responsables de las exhumaciones, podía haber ofrecido nuevas posibilidades cinematográficas que enriquecieran la narración contemporánea.
En la unión de los dos tiempos discursivos, 2010 y 1936, Emilio (de adulto, Ramón Aguirre; de niño, Nicolás Calvo, ambos excelentes) ostenta una relevancia decisiva. Gracias a sus testimonios, Ariadna va a conocer quién fue el maestro Benaiges. Es más, numerosas escenas del maestro con sus alumnos en Bañuelos las vamos a descubrir por medio de la mirada infantil de un hombre, Emilio, que nunca olvidó el niño que fue, los compañeros y compañeras que tuvo (la escuela de Bañuelos era mixta, como mixtas fueron bastantes escuelas que impulsó la II República) y a su maestro querido, que les enseñó a respetarse, a apreciar el conocimiento, que les animó a escribir, a elaborar en unas pequeñas imprentas unos cuadernos escolares bellísimos y auténticos, tesoros de un tiempo de ilusiones y de ingenuidad.
Casi todas las secuencias corales de Benaiges y los pequeños son cine de alta calidad y hondura. El referente fílmico clave —también histórico y temático— es La lengua de las mariposas (1999), de José Luis Cuerda, basada en unos relatos de Manuel Rivas. Se podían establecer bastantes nexos entre don Gregorio (Fernán Gómez) y Benaiges, y entre el universo infantil de ambas obras, así como entre los niños Moncho (Manuel Lozano) y Emilio: desde su mirada se reconstruye el recuerdo, se defiende la memoria.
Seleccionaré dos momentos que me parecen mágicos: cuando el maestro, dentro del aula, descubre a los alumnos cómo la imprenta puede reproducir en tinta el nombre de su pueblo, Bañuelos de Burela, un deslumbramiento equiparable al de Manuel Alexandre, cuando veía en la noche de Peníscola el nombre de Calabuch al estallar un cohete en el firmamento, en la película homónima de Berlanga. Y otro pasaje luminoso, al aire libre, en plena arboleda, junto al río, y Benaiges empieza a bailar emocionado un vals, para que seguidamente los niños bailen al compás de la música del gramófono.
La promesa que realiza el maestro a sus alumnos de llevarlos al mar adquiere una potencia metafórica enorme: mar libertad, mar sueño, mar concordia, mar esperanza. Al igual que las bicicletas, en la pieza teatral de Fernán Gómez, será una promesa abolida por el estallido bélico, que transformó lo que iba a ser un verano de dicha en un estío de tragedia. Un poeta español, un gran poeta, un poeta necesario como dijese Buero Vallejo, murió a los 31 años, en 1942, en una cárcel de Alicante. Este poeta había nacido en Orihuela, a pocos kilómetros de la costa. Hasta que cumplió los 20 años, este poeta no vio el mar. Al verlo, escribió: «¡Qué inmenso el mar!» Este poeta se llamaba Miguel Hernández. Los niños de la película de Font, que no saben el peligro que se cierne sobre ellos, sobre su pueblo, su provincia, su país, imaginan cómo será el mar, lo describen en hermosas palabras que llenan sus cuadernos.
En la narración retrospectiva, acaso Jaime, el alcalde de Bañuelos, podía haberse desarrollado más, debido a su ardua coyuntura. Sí es muy sólido el cura reaccionario (Milo Taboada), una variante del Vergerus (Jan Malmsjö) de Fanny y Alexander (1982), de Ingmar Bergman. Por otro lado, una impresionante Luisa Gavasa borda el papel de Charo. Aúna templanza, cariño y melancolía, y la lucidez para presagiar la tragedia.
Otro elemento destacado de la película es la utilización memorística de la fotografía —«una fotografía es la captura de un instante», le dice Benaiges a un alumno—, con un valor equiparable al de las instantáneas de El padrino I y II (1972 y 1974), de Francis Ford Coppola, y Los santos inocentes (1984), de Mario Camus.
Otra película sobre la Guerra Civil, dirán los sabelotodo de nuestros días. Ya están los rojillos y la dichosa memoria histórica, dirán los que presumen de liberales en la actualidad. Este humilde escribidor, profesor y periodista, que redacta esta crítica cinematográfica, puede decir que El maestro que prometió el mar le conmovió como pocas películas le han conmovido en los últimos años. No sé si fue Fernán Gómez o Carlos Saura el que, en una entrevista, después de que le preguntaran en torno a qué pensaba de que en España se realizaran tantos largometrajes sobre la Guerra Civil, afirmó que pocas obras se hacían en relación a este acontecimiento, el más relevante de todo el siglo XX en nuestro país. Tender puentes hacia el pasado desde el presente para caminar en el futuro. Mar permanente, vida, fulgor, indestructible mar.
«Si el eco de su voz se debilita, pereceremos»
(Paul Éluard)
Escribe Javier Herreros Martínez | Fotos Filmax