El mal no existe (2)

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El irresistible magnetismo del campo

No tiene que ser fácil rodar una película después de Drive my car. La obra maestra de Ryusuke Hamaguchi es como la culminación de un camino que conduce a ella, en la cumbre. Y ahí se queda. Cualquier sendero que pretenda seguir avanzando nos dirige sin remedio hacia abajo. Ya no se puede seguir subiendo.

El director japonés parece tenerlo más asumido que sus seguidores, y por eso ha hecho algo distinto a su película anterior, sin pretender competir con ella. En cambio, las expectativas que aquella ejerció en sus deslumbrados espectadores no se sofocan por mucho que se considere irrepetible. Y, claro, no se cumplen.

La película comienza con un largo travelling en contrapicado que nos muestra las copas de los árboles, en lo que adivinamos que es un bosque, dibujadas sobre un cielo frío. Entre esas imágenes se van incrustando los títulos de crédito. Un paseo que es más por el cielo que por el propio bosque. La paz, la pureza.

Las últimas imágenes repiten el mismo movimiento de cámara, pero de más corta duración y por la noche, como si lo sombrío enturbiara la placidez inicial. ¿Qué ha ocurrido entre medias? ¿Por qué la inquietud ha asaltado ese pequeño paraíso?

La respuesta de Hamaguchi, de tan sencilla, resulta simple.

Las imágenes se recrean en mostrar la bondad de ese modo de vida que los afortunados habitantes del pueblo próximo al bosque disfrutan. Todo es pausado, relajado, y la propia cámara se contagia de esa tranquilidad. La descripción de las tareas cotidianas se alarga desmesuradamente, como queriendo abstraerse de un tiempo que allí, en ese lugar, no presenta ninguna urgencia.

Vemos al protagonista cortar leña con toda su parsimonia; lo vemos recoger agua y hierbas silvestres que servirán para cocinar manjares mucho más sanos, más suculentos y más auténticos que los degradados de la ciudad (como los tomates que saben a tomate), y todo ello como si el esfuerzo realizado no pesara, porque allí todo transcurre como una especie de ballet liviano y reconfortante.

Y seguro, e integrador, porque no ocurre nada si la niña de nueve años, hija del cortador de troncos, vuelve sola a casa, a esa casa aislada en medio de la foresta, algo que suele ocurrir dada la condición olvidadiza de su padre, despreocupado también porque sabe que no hay peligro. Y los animales, inofensivos, y las plantas, y los árboles, conocidos, como de la familia.

Pero, ¡ay!, el peligro vendrá del exterior. Y el exterior no es otra cosa que la amenazante civilización, la urbe que se ha alejado del campo. Y ya está el conflicto planteado.

Una empresa de la ciudad, foco del mal, pretende construir en ese bucólico paraje un glamping, que así se llama, esto es, la conjunción de glamour con camping, creando así un lugar de acampada de lujo en el que los urbanitas podrán disfrutar, y fantasear durante tasados momentos, de las maravillas naturales. Pero lujo y urbanitas, y no digamos ya empresa (el malvado capitalismo), no concilian bien con los hábitos de los lugareños.

La batalla no es furibunda, porque entre las virtudes de los locales está la capacidad de escucha y el sopesar las posibilidades que los arrogantes empresarios (representados por sus obedientes empleados) plantean. Pero, aunque no sea cruenta sí que es muy desigual. La bondad y la maldad están repartidas con precisión, y los lugareños no tienen ninguna dificultad en percibir la vileza del proyecto, representada sobre todo por la ubicación de una fosa séptica que traerá consigo la contaminación que destruirá el agua y el entorno que se quiere ocupar. 

No hay conflicto entre dos modos de entender la relación con la naturaleza porque ese conflicto está resuelto de antemano, y cualquier posible reflexión cede su lugar al blindaje frente al mal, representado, frente al aire libre del campo y los recuerdos (lo natural parece que siempre necesita de un pasado feliz que se perdió para añadir un toque melancólico que se contraponga a la celeridad urbana, y que aquí aparece en la forma de las fotos familiares que apuntan a la madre ausente), por las pantallas (la tecnología, tan poco natural) tras las que se esconden los verdaderos autores del asalto que se está gestando, atentos únicamente a sus intereses económicos. Y que ni siquiera dan la cara, enviando a sus esbirros, desorientados, poco preparados, carne de cañón en manos de los, a pesar de todo, educados y respetuosos anfitriones.

Sí, el mal existe, pero no en ese lugar. Y el caso es que, cuando el mal está tan perfectamente trazado, invita a la sospecha.

La conversión de los representantes de la empresa turística resulta un tanto bochornosa. Dejando de lado la escasa convicción con la que manejan sus argumentos, deslumbrados, entendemos, por la cegadora luz que emana de sus interlocutores, amén de su escasa preparación, la manera en que se rinden a esta iglesia de lo natural no puede menos que sorprender. Basta con empuñar un hacha y golpear de mala manera un tronco para que el espíritu de lo auténtico te imbuya y, en consecuencia, abandones tus antiguas creencias para abrazar la nueva fe. Pues qué bien.

Hamaguchi ha aludido a una especie de espíritu japonés que comprende la naturaleza de una manera que, parece ser, nos está vedada a los occidentales. Una forma un tanto burda de blindar la película ante las sospechas de inanidad que sobre ella se ciernen. Si no lo podemos entender, ¿qué vamos a decir?

El origen de este trabajo se sitúa en la propuesta que Eiko Ishibashi, autora de la banda sonora de Drive my car y también de la que aquí nos ocupa, de ilustrar con imágenes una obra musical que aún no había compuesto. Justo el proceso contrario al que suele ser habitual, cuando son las imágenes las que exigen su complemento sonoro. A partir de ahí se construyó tanto el acompañamiento solicitado como esta película. Y al final cunde la idea de que en el origen está el problema. La película acaba siendo una ilustración ligera no se sabe de qué, invocando un espíritu que a estas alturas requiere altas dosis de ingenuidad para comulgar con él.

La oscuridad final describe la amenaza, pero una amenaza que no detiene el recorrido de la cámara por el bosque. Y ya sabemos de dónde proviene. Ahí está, acechante, el agresivo mundo exterior que quiere adueñarse de lo que no entiende, y que finalmente tiene su correlación con el extravío de Hana, reencontrada al fin, y con la amenaza de los animales heridos o defendiendo a sus crías, como hace Takumi al encontrar a su hija, en una comunión perfecta entre lo humano y lo animal.

Sí, el mal existe, pero no en ese lugar. Y el caso es que, cuando el mal está tan perfectamente trazado, invita a la sospecha.

Escribe Marcial Moreno | Fotos Caramel Films