Loable intento de melodrama a medias
Comienza la película en plan documental cuando el ejército norteamericano entra en Francia tras la derrota germana en la II Guerra Mundial. Hay celebraciones y escenas con el alborozo de la gente, y concretamente de las muchachas liberadas, complacientes y haciéndose fotos con los soldados del ejército liberador.
Alterna este júbilo, de otro lado y paralelamente, con unas duras imágenes que captan el momento en que otras mujeres jóvenes, acusadas de colaboracionismo e incluso de haber sido prostitutas de los alemanes, son golpeadas, afeitadas sus cabezas públicamente, humilladas e incluso marcadas en su vientre con la cruz esvástica.
La directora Katell Quillévéré, en colaboración con el montador Jean-Baptise Morin, corta esos archivos repentinamente y pasa a tomas en blanco y negro de su heroína, Madeleine (Anaïs Demoustier), una colaboradora que huye de una multitud enfurecida y encuentra refugio finalmente, donde acaricia su embarazado vientre. Esa escena rápida dice todo sobre el pasado de Madeleine y su futuro incierto, con solo unos pocos planos ajustados y cero diálogos.
Ya transcurrido un tiempo, en 1947, la protagonista oficia de camarera en un hotel de la Bretaña, madre de un niño pequeño, Daniel (Hélios Karyo). Vestida con el traje tradicional bretón, Madeleine parece lo más francesa posible y hace lo que puede para enterrar su traumático pasado germanófilo. Incluso le dice a su vástago Daniel que su padre alemán murió en la guerra.
A renglón casi seguido conocerá a un intelectual rico, François (Vincent Lacoste). El destino lleva a la chica y a su oneroso pasado a una playa. Es empujada a conocer a este hombre cuyo tormento interior es también angustioso. Inician ambos una relación que va cobrando forma ante los ojos del pequeño Daniel, un niño pequeño desamparado y carente de afecto materno.
Esta particular existencia en común comienza a finales de los años cuarenta y se va adaptando a los acontecimientos de las décadas siguientes. A François le gusta Madeleine, lo cual a veces no tiene reflejo en la cama, o sea, sexualmente. Con el paso del metraje vemos que François tuvo una larga aventura con un compañero de estudios, el cual, en un ataque de celos acaba quemando el apartamento de la pareja, lo cual les obliga a marcharse del lugar.
La cosa es que él está realizando una tesis doctoral y ambos, tras contraer matrimonio, cambian de residencia para trabajar en un local nocturno concurrido por soldados yanquis. Han tenido una hija, pero cada uno de ellos sigue escondiendo secretos importantes de sus vidas y tratando de escapar de sus nubarrones interiores, uniéndose en un destino común incierto.
En el bar que regentan, las cosas van bastante bien hasta que entablan amistad con un soldado negro llamado Jimmy (Morgan Bailey). La amistad se convierte en un romance a tres bandas, en el que Jimmy actúa como objeto de deseo para la pareja insatisfecha, quienes en secreto fantasean con él, lo cual incluye un ménage-à-trois que culmina mal para los participantes.
La difícil relación de Madeleine con su hijo (interpretado más tarde por Josse Capet, luego por Paul Beaurepaire), lleva el peso de la historia en la parte final, ello, más que su frustrado matrimonio.
Este es el relato de Katell Quillévéré, con guion de la propia Quillévéré y Gilles Taurand, una intensa y novelesca historia que fue presentada en la sección Cannes Première del Festival de Cannes, la misma sección donde la directora nacida en Costa de Marfil ya presentó Un poison violent (2010) y Suzanne (2013), en anteriores ediciones.
Quillévéré introduce en la historia dos especies de consignas. De un lado, la protagonista siente que está sentenciada a la infelicidad («No tengo derecho a ser feliz, puedo sentirlo»); de otro lado está la consigna, que a la vez es un dicho, de que: «La oportunidad hay que saber aprovecharla», lo que en castellano se diría: «La oportunidad la pintan calva». De ahí el emparejamiento a la desesperada de Madeleine y François, pues cada cual, con sus motivos, necesita con urgencia unirse a otra persona.
Y efectivamente, Madeleine y François se agarran a la oportunidad de amarse que se les brinda, fruto de la casualidad, en un encuentro junto al mar. Ambos necesitan de ese amor: ella es madre soltera y él es un hombre tullido por una polio infantil, y de inclinación sexual inconfesable. Los dos se sienten lastrados, cada uno a su manera. Diría yo que más que «el tiempo del amor», la obra relata «la necesidad de unión», la urgencia de asirse uno al otro para evitar un naufragio.
Entre ambos no hay coincidencia en cuanto a sus orígenes sociales o aficiones. Madeleine es camarera, muchacha sin familia, pobre, trabaja en el restaurante de un hotel para subsistir y mantener a su hijo. François es un sensible intelectual, ser rechazado por su rica familia industrial del Norte, y se afana en escribir una tesis de arqueología en París.
Ambos esconden sus secretos. El de Madeleine su hijo Daniel, de cinco años, fruto de un fugaz romance en 1944 con un oficial alemán que acabó yéndose al frente del Este, lo cual hizo que le raparan la cabeza tras la Liberación y que su familia la repudiara. François parece resistirse un poco más a desvelar su verdad, pero no tarda em evidenciarse su identidad homosexual.
En cualquier caso, tras la boda, François adopta a Daniel de manera oficial. Pero el niño siente en su interior que sobre él se cierne un misterio, quién será su genuino padre, del cual nada se sabe ni nada se habla: un enigma inquietante. Esas dudas e interrogantes le seguirán a Daniel hasta su adolescencia.
En tanto, la pareja compuesta por Madeleine y François ha rehecho sus vidas, primero dirigiendo un salón de baile en los años 50 en Châteauroux, un lugar frecuentado por soldados de una base norteamericana. Posteriormente, tras haber heredado François un dinero de su familia, acaban en París, a principio de los años sesenta, llevando una vida burguesa.
Ha transcurrido el tiempo, ha evolucionado el amor y se ha añadido a la familia una niña. Pero en lo latente, el equilibrio sigue siendo frágil: él imparte clases en la universidad, ella gasta demasiado dinero y no comparte ninguna inquietud intelectual con su esposo. El hijo insiste en saber sobre su padre y solo la hija parece ser afín con las aficiones de su padre a la lectura.
Película que tiene todo el corte de las obras melodramáticas clásicas, un drama sólido que se disfruta, rodada cámara al hombro, fotografía esplendente, una música suave y delicada de Amin Bouhafa y un enfoque sensible y controlado que la Quillévéré acierta a llevar con pulso firme y sereno.
Tiene un reparto bueno, acertado, con brillantes protagonistas, excelentes trabajos de Anais Demoustier y Vincent Lacoste; ambos están cargados de vis dramática y una gestualidad y aplomo que aguantan bien los planos cortos y sugieren a cada paso del filme la idea de una felicidad que camina por la cuerda floja, un vínculo que se adivina va a romper aguas en alguna esquina insospechada de la historia.
Esta línea argumental amerita a la directora, pero también es obra en gran medida de sus intérpretes principales, a quienes acompañan muy bien otros artistas de reparto como Romail Francisco, Morgan Bailey, Hélios Karyo, Paul Beaurepaire y Jossep Capet.
Entre otras, la cinta transmite un mensaje fuerte y conmovedor, sobre los sacrificios que requiere el amor y el matrimonio, sobre todo durante un período tan caótico como fue la posguerra. Pero a veces recurre a clichés, basándose más en tropos e imágenes melodramáticas que en un texto de drama sutil y afilado que le habría venido mejor.
Aunque Quillévéré no siempre consigue mantener la tonalidad melodramática que pretende (creo que se equivoca en diversas fallas del guion), sin embargo, su ambición como cineasta es laudable y su visión del malestar de la posguerra, ciertamente verosímil.
Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Filmin