Ojalá que llueva café…
Fiel a su cita navideña, Disney estrena película con supuesto mensaje y reivindicación cultural-identitaria. En esta ocasión le ha llegado la oportunidad a Colombia y sus tópicos, entre los que se encuentran la familia ampliada como núcleo social, una suerte de realismo mágico mal entendido, multicolores aldeas selváticas y canciones hiperexcitadas de cafeína.
La verdad es que Encanto ya comienza apabullando: se nos presenta como un musical sobrecargado, en cuyas canciones resulta prácticamente imposible interpretar (reconocer) la letra, y que acompaña el exceso lírico con un dinamismo agotador: los personajes desarrollan coreografías inverosímiles, aceleradas, hipertróficas, que no desentonan con la partitura que a cada momento se ejecuta en pantalla y que no dan respiro al espectador. En apenas cinco minutos ya hemos asistido a dos de ellas, y lo que debiera dar para un espectáculo de hora y media parece haberse ventilado en un cuarto. La mala noticia es que aún quedan 75 minutos de cumbia, bullerengue y vallenato, aderezados con colores tan llamativos que podrían hacer despertar a la vida los conos de un daltónico.
Entre tanto exceso cromático —exquisitamente dibujado y animado, eso sí—, la historia es un mero relleno: una familia que sobrevive a una tragedia es bendecida con el don de la magia, dádiva que despierta a cierta edad en cada miembro de la saga. La familia es comandada por la típica matriarca autoritaria, castrante, que no soporta que una de sus descendientes no haya sido agraciada con el don. Será inevitable que esta última juegue un papel protagónico en el despertar de la familia a una nueva realidad, que en realidad es… ninguna.
Porque una de las cosas que menos se comprende de Encanto es la vaciedad de sus conclusiones: no hay una sola decisión arriesgada, ni con los personajes que podrían llegar a ser antagonistas, ni con las dobleces humanas que por su propia naturaleza podrían atesorar, ni con los giros de guion que podrían propiciar las revelaciones históricas de los más antiguos miembros del clan. Todo es plano, y parece fiarse a un final que no aporta nada absolutamente. No puedo revelar, por imperativos de estilo, cuál sea la conclusión del filme, pero ya les digo que, si se trataba de enviar un mensaje, este se basa en un contraste absoluto: el del mareante colorido estético con el gatopardismo argumental.
Queda, por supuesto, el análisis de lo que quiere ser un homenaje cultural. Mucho se ha hablado sobre si Encanto es un burdo remedo del realismo mágico que tiene en García Márquez a uno de sus máximos exponentes, y así lo parece, porque me temo que quienes han guionizado esta película no tienen mucha idea de cuáles sean las características de tal movimiento y apenas han conseguido modelar una sarta de tópicos.
En Encanto la magia es valorada como un don y fruto de un acontecimiento extraordinario. La familia Madrigal, que posee en exclusiva esa característica, la celebra anualmente con ritos iniciáticos. Esta se puede ganar —y como se ve en la película, perder—, y todo el pueblo confía en los Madrigal por el hecho de ser diferentes y poderosos: uno de los temores de la matriarca es que desaparezca el don y con él, la confianza y el liderazgo que su familia ejerce sobre los no bendecidos.
Pero el realismo mágico es otra cosa: lo que llama la atención a los lectores de García Márquez, Elena Garro, Juan Rulfo o Natalia Esquivel, es que para los personajes de sus novelas la magia no es algo extraordinario, sino absolutamente cotidiano, que forma parte de la realidad en sí misma, y que aparece y desaparece como la lluvia, los pájaros o los fútiles movimientos políticos sin más explicación que los simples avatares del día a día.
Es cierto que se trata de una magia agreste, apegada a la naturaleza salvaje, y en eso sí acierta la película. Pero todo lo demás parece un trasunto de la saga de J. K. Rowling antes que de las novelas de Isabel Allende.
Como colofón, el café —otro de los tópicos colombianos— es mencionado varias veces a lo largo del filme. Y a fe mía que parece que los responsables de la película tomaran mucho en el transcurso de su realización, pues así puede explicarse el espectador que sometan su ánimo a un ritmo tan acelerado.
Lo que sucede es que ese es un subidón artificial: uno sale exhausto y derrotado del cine, como si hubieran expuesto su cuerpo a una tensión indecible que no acaba de ser resuelta y que no provoca más que temblor de manos.
Porque ya lo he dicho: Encanto se conduce al clímax sin rematarlo, sin aportar mucho más que movimiento y agitados bailes cromáticos. Parece que durante los diez últimos minutos de película vamos a asistir a una revelación increíble, a una lección que sublime el conflicto. Pero todo lo que tenemos es un poco más de baile.
Bien parece que estuviesen agitando banderas de colores para disimular el vacío de sus conclusiones, el viaje sin propósito, el preciosismo estético sin fundamento.
Esperemos que en Disney se tomen un poco más en serio las loas a la próxima cultura damnificada. Creo que ahora le toca a África o Europa del este.
Escribe Ángel Vallejo | Fotos Disney