Caminando hacia el consuelo, la esperanza y la luz
Genial película dirigida y escrita por el celebérrimo Aki Kaurismäki, una película que habría podido ser muda, de no ser porque tal vez nos habría privado de sus canciones (tangos, mambo, pop finlandés), y de su otra banda sonora que nos llega a través de la radio, con noticias belicosas y etc.
Esta obra del finlandés, presentada en Cannes, es el mejor ejemplo de eso que Martínez denomina «La nada es todo», o el camino inverso de la entropía (desorden, tendencia al alboroto, al barroquismo, al exceso), o sea, el camino de la «neguentropia» o proceso de ordenamiento eficaz, armonía y minoración del desorden.
Hace hincapié en una representación normalizada y sin drama del sufrimiento, casos de alcoholismo, de escasez, de tragedia y de pobreza. Todos, clase trabajadora muy mal tratada y en condiciones que bordean lo intolerable.
Los personajes de Kaurismäki pasean por la pantalla casi a rastras, como un perro dócil y cariñoso, también desvalido. No hay queja, no se dejan atribular por las circunstancias, tampoco hay arrogancia ni afectación. Son personajes tan conscientes de su dolor que llegan a emocionar. «No es resignación, es inteligencia resignada» (Martínez).
Ansa (significa «trampa» en finlandés), encarnada por Alma Pöysti, es una mujer soltera y vive en Helsinki trabajando, con un contrato abusivo, en un supermercado. Su tarea es reponer la mercancía de los estantes para después clasificar el plástico reciclable. Ello en una jornada interminable y agotadora, un trabajo precario y un salario exiguo que roza lo vergonzoso.
Una noche, por una casualidad, se encuentra con el también solitario trabajador Holappa, un hombre adicto al alcohol, que vive también en el límite de lo decoroso y en la mera supervivencia. «Estoy deprimido porque bebo y bebo porque estoy deprimido», le dice a su amiga Huotari.
Dos personajes que llevan a cuestas toda su verdad, su aislamiento y su soledad, con sus conflictos laborales, con empleos duros y mal pagados, en empresas abusivas con patronos rigurosos y tiranos. Amén de las condiciones salariales, las laborales son tremendas, como las condiciones del despido que es libre y sin indemnización. Cuando los vemos en la pantalla con su rutinario y alienante día a día, parecen seres de ficción, aunque una ficción muy real que sobrellevan con paciencia cenobítica.
A modo de lenitivo para estos trabajadores que luchan por mantener a flote su dignidad, aparece el amor, cupido que ayuda a que no caigan los brazos, incluso cuando el destino juega muy en desfavor. El filme es en cierto modo una parábola sobre el amor como salvación, como colchón que amortigua la brutalidad de jefes sin escrúpulos, sin pizca de empatía y laburos feroces. El amor que da fuerza y sana. En suma, caminos hacia el consuelo, la esperanza y la luz de la mano de Kaurismäki.
El día que se conocen, ambos, el uno al lado del otro pero sin mínimo roce ni insinuación, van a ver una película de zombis (que por cierto la hizo Jarmusch) y entonces imaginan la idea de seguir igual, o sea, mal, pero con un perro y juntos. Y lo del perro y lo de compartir cosas lo va a cambiar todo; pero aún queda un trecho interesante al final. Contra todo pronóstico y tras muchos malentendidos, consiguen construir una relación y como resultado, Holappa logrará controlar su adicción la bebida.
Esta obra es el vigésimo largometraje de Kaurismäki. Constituye el cierre de su llamada «serie proletaria» (enfocada en la cotidianidad de la clase obrera), que comenzó con Sombras del paraíso (1986), un conductor de un camión de la basura y una cajera de un supermercado; continuó con Ariel (1988), sobre un personaje injustamente encarcelado, y La chica de la fábrica de cerillas (1990) con una joven solitaria en un trabajo rutinario que sale por las noches a buscar pareja sin éxito. Esta serie fue diseñada originalmente como una trilogía y el título de esta entrega (nueva y deliciosa comedia bañada en vodka), es la cuarta pata del banco.
Fallen leaves («Hojas caídas»), hace referencia a la canción francesa Les feuilles mortes, homenaje a la Nouvelle Vague, con letra de Jacques Prévert, música de Joseph Kosma y la voz de Yves Montand (1950).
La película es casi silente, de puro gesto, mínima en su conjunto, poética al máximo y social, muy social. Según el director finés, el amor verdadero asoma tras las acciones y los gestos minimalistas. Miradas como notas de música, el andar pausado y casi etéreo de la pareja protagonista, sus anhelos apuntados en algún mohín imperceptible, una historia de amor que asoma apenas cuando van al cine, en la misma sala de proyección, cuando visionan una película de zombis (ojo al detalle). De cómo ella se muestra encantada con tan horrorosa película que vio sentada al lado de su pareja. Bonito, romántico veladamente, sin besos, sin escenas sexuales (ni la mínima), con parcos diálogos y algún furtivo ademán.
Además, sorprende ver a unos personajes y a unos paisajes urbanos pauperizados, justo en uno de los países con más calidad de vida del mundo. Parece que Kaurismäki prefiere fijarse y detenerse de nuevo en los desclasados, en las «hojas caídas» del título, en las almas solitarias, hombres y mujeres que viven en los márgenes.
Unalcohólico en paro casi permanentemente, una empleada de supermercado acusada cruelmente de haberse llevado un alimento caducado que iba a descartar la tienda, mujer que acaba trabajando en una fábrica. De cómo ambos personajes se enamoran en un modesto karaoke con algunas bellas canciones que sintonizan plenamente con el hilo de la trama.
La poética de Kaurismäki continúa fiel al laconismo, a la concisión verbal, a la expresividad cromática, a los encuadres fijos, a veces primeros planos sugerentes, a un sobrio sentido del humor, y a una construcción de personajes sintética a la vez que plena de emotividad.
Historia de amor constantemente atravesada por noticias de la guerra de Ucrania, emitidas en los noticiarios por aparatos de radio muy antiguos y mobiliario vetusto (parece que Kaurismäki quiere dejar testimonio de que las tropas de Putin están muy cerca de su país, la guerra nubla la sensación de bienestar de Finlandia, pero los finlandeses tienen la intención de ir hacia adelante). Y a pesar de este panorama de objetos viejos, noticias horribles y parquedad, está la impresión de que esa repetición que vemos en la pantalla es hermosa.
El reparto es muy al estilo de Kaurismäki, nuestro director tiene una habilidad especial para elegir rostros que pertenecen a su mundo, sus rasgos inexpresivos no revelan casi nada y, sin embargo, de alguna manera vemos una gama completa de humanidad en ellos.
Alma Pöysti encarna más que mejor a Alma, muchacha contenida que busca el amor, manteniendo abierto el corazón, pero no a cualquier precio; su gestualidad y su repertorio de actriz en un rol complejo es admirable. Jussi Vetanen es Holappa, y parece que lo fuera de verdad, en forma auténtica, de tan creíble como nuestro actor sabe encarnar a un personaje beodo y simple, que camina con un aire de desgastado desapego, lo que hace que su hambre emocional sea aún más conmovedora. Anna Karjalainen, muy bien como Huotari; Alina Tomnikov es Tonja; Martti Suosalo es el jefe déspota de Ansa; y acompañando muy bien Kaisa Karjalainen o Janne Hyytiäinen, entre otros.
Es llamativo cómo Kaurismäki va reconduciendo el fatalismo melodramático del relato. Ni la amenaza que en alguna ocasión se cierne sobre la pareja de sobrios enamorados puede con el romance. Siempre viene un gag aureolado de cariño y emoción, una promesa de amor para siempre o la sugerencia de ir al registro civil. Es difícil, como apunta Sánchez, «que acabe mal un amor que se consolida en una sala de cine, frente a una película de zombis que se titula Los muertos no mueren».
Kaurismäki introduce un elemento que ha constituido un motivo sublime en muchas de sus películas: un humilde perro callejero. El perro ha estado merodeando por la fábrica donde trabaja Ansa, la cual lo lleva a su casa y lo cuida, aparentemente ha encontrado un compañero que la ayude a llenar su soledad.
Sensacional el habitual director de fotografía, Timo Salminen, y el diseñador de producción Ville Grönroos, con quienes Kaurismäki nos brinda una puesta en escena deslumbrante. Como el cuarto donde se cambian de ropa las chicas del supermercado, en el cual vemos el contraste entre el verde y el rojo de las taquillas y los abrigos de las trabajadoras; o en el pequeño apartamento de Ansa, con decoración vintage y un arcaico aparato de radio escupiendo noticias bélicas tremebundas. O el bar en el que los singulares clientes no mueven una ceja. O la vieja máquina de discos que reproduce incongruentemente el Mambo italiano de Dean Martin en versión cover cantada en finés, junto con explosiones de retro-rock y electro-pop.
Historia de amor salpicada de desencuentros y borracheras, casualidades y noticias radiofónicas sobre las matanzas rusas en Ucrania, bocadillos caducados y teléfonos anotados en un papel que sale volando. En realidad no aparece en ningún momento nada moderno como un teléfono móvil o un televisor; la acción bien podría estar sucediendo a principios de los años 60.
Obra que goza de una excelente acogida tanto del público como de la crítica. El consenso de los críticos en webs dice:«Fallen Leaves, una historia peculiar de amantes desamparados, es una joya que reafirma la vida del cineasta finlandés Kaurismäki». Y Peter Bradshaw (The Guardian), al revisar la película después de su estreno en Cannes, escribió que la película es «romántica y dulce, en un estilo inexpresivo que de ninguna manera socava ni ironiza las emociones involucradas y con algunas cosas agudas que decir sobre la política contemporánea».
Hermosa película, entretenida a pesar de su tempo tranquilo, divertida más allá de penalidades y con una duración óptima en estos tiempos de excesos: 80 minutos, duración que acierta a concentrar emoción, risa, miradas tiernas, sutiles, tragos de vodka y una singular fiesta del karaoke.
Escribe Enrique Fernández Lópiz