Teatro del bueno

En ocasiones uno se enfrenta a una película pensando que va a ver una feel good movie cualquiera y se lleva la sorpresa de que su visionado ha valido muy mucho la pena.
Es cierto que si atiendes a la carátula promocional del filme ves un montón de opiniones de expertos que reparten estrellas a diestro y siniestro, acompañadas de sentencias del tipo: «la comedia del año», o «el drama del siglo», pero uno ya está curtido en mil batallas y se fía muy poco de esas recomendaciones, ya que parece que todo lo que llega a la cartelera es como mínimo una obra maestra, y por desgracia suele ser lo contrario.
Sin embargo, Ghostlight es una muy buena película. Va calando en la retina mientras avanza su desarrollo argumental y acaba por llegarte al corazón atrapado por la veracidad que transmite en todo momento. En la actualidad suele ser complicado descubrir un trabajo audiovisual que rezume sinceridad en cada poro de sus fotogramas, y, aunque uno siempre le busque los tres pies al gato e intente ver dónde está la trampa o el cartón, aquí en ningún instante me he sentido engañado ni manipulado.
Siempre se puede objetar alguna que otra licencia que se han tomado los directores, y en esta ocasión a la par que guionistas, para hacer coincidir algunas situaciones y así potenciar el contenido dramático de la escena, pero a fin de cuentas es cine y hasta cierto punto se les puede permitir.
Uno de los aciertos más importantes de Ghostlight es su pretendida contención a la hora de ir dosificando la información que se nos da. Lo más normal hubiera sido en primer lugar explicarnos el hecho trágico y a partir de ahí atender a lo gradual de su superación, pero a diferencia de lo que suele ser común, aquí la relación causa-efecto revierte su estructura y se nos ofrece el relato desde la perspectiva efecto-causa.
Si el objetivo de este cambio de paradigma era el de aumentar la atención del espectador hacia lo que ocurre en pantalla podemos afirmar sin temor a equivocarnos que se ha conseguido con creces. El momento culminante de la película que, por supuesto aquí no desvelaremos, es tan consecuente con lo que se nos ha narrado hasta entonces y lo que vendrá después, que no nos queda más remedio que aplaudir la intención convertida en hecho fehaciente.
No es la primera propuesta filmada que nos llega en las últimas fechas en cuanto a utilizar al teatro como elemento catártico que ayude a superar la cruda realidad de los protagonistas: en Las vidas de Sing Sing, de Greg Kwedar, estrenada en diciembre del año pasado, eran los condenados de la prisión de alta seguridad del título los que intentaban hacer más llevaderas sus penas participando en el taller de teatro del centro penitenciario. La película no estaba mal, pero incorporaba al conjunto una pátina de realismo mágico que te sacaba del tema principal. En Ghostlight, sin embargo, no hay lugar para escapismos y la tragedia se palpa en cada una de las líneas de diálogo.
Todos y cada uno de los personajes que aparecen arrastran algún tipo de inadaptación a la sociedad, y en el caso del trío protagonista, familia tanto dentro como fuera de la pantalla, es tanto el dolor acumulado por el desastre vital al que deben hacer frente que solo van a encontrar consuelo identificando su trauma con la obra que se representa, que en este caso es el Romeo y Julieta de William Shakespeare.
Un inciso antes de continuar con la crítica. Cómo se nota que los años no pasan en balde y que quien firma este texto ya empieza a estar un poco caduco y trasnochado. En una secuencia de la película el padre empieza a interesarse por la obra en cuestión y la hija le comenta si ha visto la película clásica de Romeo y Julieta. Su progenitor lo niega y ambos se emplazan para visionarla en el portátil de ella. Pensé que se referían al Romeo y Julieta del año 1968, dirigido por Franco Zeffirelli, pero en realidad se trata del Romeo y Julieta de Baz Luhrman, de 1996. En fin, cosas de la edad…
Retomando la crítica, puede que a algunos espectadores las dos horas se les puedan hacer algo cansinas. La trama avanza con lentitud, pero no por morosa, sino que de forma consciente va dejando poso. Cada nueva revelación es oportuna y a la vez conmovedora.

Todos los personajes están dibujados con empatía y a menudo sus actuaciones pueden llegar a resultar del todo sorprendentes (como lo que ocurre con la aparentemente debilucha Rita y su enfrentamiento visceral con otro de los intérpretes de la obra), y son tan sinceros que es difícil no dejarse arrastrar por la corriente de buenrollismo que transmiten.
Ghostlight es, sobre todo, un pequeño y sutil triunfo actoral. Sin duda, cada actor principal da vida a la emoción, la historia y el punto de vista con maestría, volviéndose más conmovedores a medida que avanza la película. Aún más, el grupo de teatro comunitario está representado de forma extraordinaria. No se supone que sean buenos actores de Shakespeare, pero se supone que se conmuevan y se comprometan con lo que hacen. Todo el elenco logra transmitir ambos aspectos de forma creíble. Por ello, esta película tiene un sabor distintivo, pero sin condescendencia.
En la camaradería, el entusiasmo por los ejercicios y la entrañable emoción que ponen en la tarea elegida, podemos sentir lo especial que es esta producción de teatro comunitario para el público de este pequeño pueblo y para los miembros del elenco. Si podéis, echadle un vistazo. Eso sí, con los kleenex a mano, porque el que avisa no es traidor, y el lacrimal va a recibir más de un impacto emocional.
Escribe Francisco Nieto