Hasta el fin del mundo (3)

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Con perdón

Viggo Mortensen debutó como guionista y director con Falling (2020), un drama sobre las relaciones entre padres e hijos, donde el actor neoyorkino dejaba entrever su interés por mostrar una temática asentada en el dolor y en el perdón.  Con Hasta el fin del mundo, su segundo trabajo tras las cámaras, Mortensen profundiza en estos aspectos escogiendo para enmarcar su historia el género del western.

El guion de Hasta el fin del mundoThe Dead Don’t Hurt, el título original, es mucho más adecuado– nos sitúa alrededor de 1860, una época que vendrá marcada por la guerra civil americana; y también en un periodo histórico donde, en muchos territorios aislados, la aplicación de la ley estaba sometida a múltiples consideraciones en función de los caciques que ejercían el control de esas pequeñas poblaciones (que la película muestra al principio con unos asesinatos y un juicio revestido de escasa legalidad).

Vivianne Le Cody (Victoria Krieps) es una mujer independiente que tras conocer a Holger Olsen (Viggo Mortensen) en San Francisco, decide irse con él a un tranquilo pueblo para comenzar una nueva vida. Sin embargo, la Guerra Civil los separa y Vivianne se queda sola en el pueblo a merced del poderoso ranchero Alfred Jeffries y su hijo Weston.

La apariencia inicial es la de un western clásico que reúne todas esas características atribuidas al género: la importancia del paisaje como contenedor del relato, la violencia como elemento disruptivo en las relaciones sociales y que está presente en el origen de este país, la libertad de movimientos asociada a los grandes espacios, la posibilidad de modelar el destino en un territorio que todavía estaba en construcción, el uso de personajes arquetipos fundamentalmente masculinos (el héroe, el cacique, el malvado), así como el empleo de lugares y recursos comunes (el rancho, la cantina, los caballos, las pistolas).

Mortensen, que además de dirigir y escribir la película también la produce y compone la música, ha diseñado un filme que mima los detalles históricos como el vestuario, el diseño artístico, la forma de montar los caballos, los paisajes que completan la narración o los diferentes dialectos y acentos a la hora de hablar, todo ello para conformar una obra que responde al rigor de un género que en muchas ocasiones descarta este aspecto verista.

Sin embargo, esta apariencia externa, que permanece fiel a los códigos del género, se trastoca por dos elementos no tan comunes en el western. En primer lugar, tenemos el empleo de una estructura narrativa que funciona en varios periodos temporales que se van alternando modificando la continuidad a través de una serie de flashbacks, que lleva la historia adelante y hacia atrás, reordenando una narración que sería menos rica sin este juego temporal.

La película desvela al inicio del filme datos claves de hechos y situaciones que afectan a los personajes, sobre todo, a la protagonista; de esta forma, todo lo que le ocurre a Vivianne está mediatizado por ese conocimiento desvelado al espectador. La intensidad dramática es mayor en muchos de los acontecimientos que suceden precisamente por esa constatación de lo sucedido una vez la narración queda establecida tras la complejidad inicial propiciada por los saltos temporales.

Y el segundo elemento que no es tan común al western, y que sirve de punto de conexión con el relato contemporáneo, es el valor concedido al personaje femenino al situar a Vivianne en el centro de la narración, aprovechado una extraordinaria composición interpretativa de Victoria Krieps. Es cierto que sí hay una serie de filmes clásicos donde la presencia de la figura femenina va más allá de un papel secundario (Johnny Guitar, Duelo al sol, Encubridora y otros muchos) pero no era la norma habitual en un género que se ha caracterizado normalmente por el dominio de la presencia masculina.

En Hasta el fin del mundo, Vivianne es una mujer independiente, que vive en San Francisco y que tiene un romance con Holger, un hombre taciturno, con el que decide irse a una cabaña, en un pequeño pueblo. Una vez allí, con un ambiente tenso provocado por los desmanes del hijo del cacique local, Holger decide marchar como voluntario a combatir en la guerra civil, dejando a su mujer sola. Y ahí es donde Viggo Mortensen establece que el personaje de Holger sea una figura ausente, en la parte central del filme, para concentrar la narración en el personaje de Vivianne. Una mujer que, por las referencias apuntadas –independiente, acostumbrada a vivir sola, que toma sus propias decisiones–, es capaz de llevar adelante el reto que supone vivir como mujer solitaria en un mundo masculinizado. En el fondo Vivianne es una mujer de su tiempo pero es una mujer moderna, una mujer vista desde el presente.

Hasta el fin del mundo. Foto: Wanda Visión

A partir de aquí, y con un suceso violento que impulsa el dramatismo y la tragedia en la vida de Vivianne, el guion nos va introduciendo en un relato que se mueve entre la necesidad de continuar viviendo con la dificultad de elección que oscila entre la venganza y el perdón, una reflexión que sí enlaza con la tradición pero que en el filme de Mortensen acontece en la intimidad del hogar, de puertas para dentro, y con el silencio y el juego de las miradas imponiéndose al diálogo.

Finalmente, la película transita por el terreno del perdón. Un perdón difícil, doloroso, pero que termina imponiéndose a la venganza y a la violencia. Un perdón que empieza por uno mismo y termina imponiéndose a los demás. Mortensen no realiza un cine ideológico, apologético de un determinado discurso, pero en Hasta el fin del mundo sí hay una decidida apuesta por rechazar la violencia como forma de vida, como solución a los problemas y que tiene un alcance más allá de la época histórica en que se desarrolla la acción.

Esta necesidad de evitar un subrayado en las ideas que trasmite el filme se extiende también a la realización cinematográfica, a la forma de poner en pie la historia desde el punto de vista estilístico. Mortensen filma con sencillez siendo consciente de que en su forma de concebir el cine, la cámara no es la protagonista. La cámara funciona como elemento trasmisor de los pequeños detalles (una mirada, un silencio, un gesto) que componen una historia de amor con los protagonistas separados. En esa elección formal cabe destacar, en un filme que juega con el tiempo, la elección inteligente de la elipsis como recurso para impulsar la narración.

Viggo Mortensen, utilizando el patrón del western, elabora una obra personal, simbólica –la esencial escena inicial de la niña que pasea por el bosque y se imagina el encuentro con un caballero medieval–, y donde, partiendo de elementos reconocibles, regresa a los temas que le son comunes y de los que ya dejó rastro en su debut en la dirección (las relaciones familiares, los recuerdos de la niñez, la presencia/ausencia de la madre).

Una película íntima, que nos habla del presente desde el pasado, en la que las imágenes denotan el cariño de su autor por el género; un autor que, frente a cierta artificialidad que se da en los últimos western, prefiere explotar el terreno de la delicadeza concentrándose en la delicadeza de los detalles y el silencio.

Escribe Luis Tormo | Fotos Wanda Vision