La confusión genérica
Los mejores logros artísticos del tejano Richard Linklater están asociados al tiempo, a los efectos corrosivos de su paso y a los intentos fallidos de su detención. Pues el tiempo pasa (perogrullada) y la vida se nos va (ontología).
Y entre lo anecdótico y lo categórico se ha desenvuelto con acierto el director de la trilogía de las fases del día —Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013)—, un retrato acertado de las diversas etapas por las que atraviesa una relación de pareja —con su alegórico correlato cronológico, amén de unas gotitas de casualidad y de azar—, en el que Linklater erigió un dique cinematográfico para si no apresar, al menos canalizar la corriente de la vida. Frente a la casualidad del amor, la causalidad de una puesta en escena que bullía entre el melodrama clásico (Tú y yo, de Leo McCarey, o Desayuno con diamantes, de Edwards) y la creación del suspense, tensionando y jugando con el tiempo de la historia y el de la narración.
En un ejercicio de funambulismo, Linklater se atrevió a fijar el paso del tiempo y entregárnoslo en imágenes palpables y verdaderas en Boyhood (2014), intentando que el verdadero paso del tiempo, su evolución, dotara de autenticidad a su reproducción. Un ejercicio paralelo al que el director ruso Sokurov llevó a cabo en El arca rusa (2002), cuando este consiguió con un plano secuencia ininterrumpido mostrarnos la evolución del tiempo a través de los cuadros expuestos en el Museo Hermitage de San Petersburgo, haciendo revivir a los personajes pintados delante de nuestros ojos y de su cámara.
Ni en Todos queremos algo (2016) ni en La última bandera (2017) el director del estado de la Estrella Solitaria ha logrado volver a emocionarnos con los estragos del tiempo. Y ahora, con esta Hit man, tampoco consigue alcanzar el nivel de sus mejores logros, pues la omnipresencia del actor protagonista Glen Powell, verdadero cimiento del filme en sus diversas facetas de actor principal, coguionista y coproductor, resulta un lastre pesado del que la historia no consigue zafarse cuando lo requiere y cuya presencia omnímoda resulta demasiado cargante para alzar el vuelo con la levedad y sutileza con la que esta pretendida comedia amarga y pseudofilosófica lo requeriría.
Glen Powell ha protagonizado recientemente Cualquiera menos tú (2023, de Will Gluck), una insípida comedia que se regodea en los más comunes lugares del género sin aportar ninguna novedad, más allá de los esculturales cuerpos de su pareja protagonista: el mentado Powell y Synney Sweeney. La exhibición generosa de sus atributos corporales debe suplir la inanidad narrativa e imaginativa de la cinta.
Una tenue voz en off, tan esquiva como arbitraria e innecesaria, pugna por mostrar el interior de Gary Johnson, un profesor universitario de filosofía y psicología, epítome del aura mediocritas de la sociedad sureña, pues la acción transcurre en la Nueva Orleans totalmente recuperada y restaurada después del Katrina. Gary representa el arquetipo de la mediocridad bien establecida, biempensante, el summum de la corrección… no sólo política.
Obviamente, destila fracaso por todos sus apolíneos poros: sus clases en la Universidad son tan anodinas como su propia vida, aburriendo soberanamente a sus alumnos; mantiene una relación de amistad y complicidad con su exesposa, actualmente embarazada de su nuevo marido, hecho que no parece enervar al impasible protagonista.
Como compensación y, tal vez, prolongación de este estado de cosas, Gary también colabora, gracias a sus cualidades como técnico informático y manitas, con la policía en la preparación de escenarios en donde se capta a potenciales asesinos. La película, el guion, pierde treinta interminables minutos en mostrarnos reiteradamente esta faceta de Gary, de modo cansino y sin ningún tipo de tensión dramática, de progresión.
Por aquello de que quien paga manda e interpreta y coescribe el guion, Powell se enseñorea de la pantalla para llevar a cabo toda una abigarrada y reiterativa muestra de sus dotes interpretativas, encarnando a toda una ristra de sujetos antagónicos, ejemplo de su versatilidad artística que a punto está de hacer naufragar el guion.
Linklater, suponemos, aprovecha las clases teóricas de Gary para ir perfilando el subrayado latente de su historia, la moraleja final. Gary está explicando a Nietzsche, en concreto se hace hincapié en la voluntad de poder, entendida aquí como capacidad autónoma del sujeto para poder elegir su destino, para construir el relato de su vida. Además, la conversación con su exmujer versará sobre la capacidad de transformación de la personalidad, sobre la posibilidad de elegir la identidad que a uno más le agrade, le satisfaga. Sí, fuera la inmutabilidad de Platón, Descartes o Kant: ¡viva la transmutación nietzscheana!
El aparente azar (la causalidad del guion) ofrecerá a Gary la oportunidad de desempeñar el papel que en la trama para captar a potenciales criminales ejercía el policía Jasper, destituido durante 120 días por una sanción disciplinaria: le ha infligido una paliza a una pareja de adolescentes. Así pues, Gary sustituirá a Jasper como cebo para capturar a incautos e incipientes criminales, esgrimiendo su condición de asesino profesional, de sicario.
Esta nueva labor policial ofrecerá a Gary la posibilidad de mostrar sus más ocultas dotes interpretativas, de modo que perfeccionará paulatinamente los diversos roles que se ve obligado a interpretar. Aquí Linklater también parece querer jugar o poner en entredicho muy posmodernamente (también ya un poco excesivamente) la diferencia o el aparente hiato entre realidad y ficción, en una descarada apuesta por el relato ficticio, por el arte —interpretativo en este caso— como mecanismo de salvación en una sociedad adocenada y aburguesada.
Unas gotitas de aventura, de peligro, de riesgo son necesarias para salir de nuestra zona de confort y desarrollar aquellas facetas larvadas y soterradas en nuestro interior. Que quede claro que a medida que Gary perfecciona su estilo como policía infiltrado, como señuelo y tentación para los demás, su carácter se va robusteciendo y sus clases se adentran en territorios más lábiles y arriesgados.
Hay una lección que versa sobre la distinción jungiana entre el id, el ego y el superego. En una de las misiones de infiltración y de captación, Gary fabrica a su alterego Ron, el cual queda fascinado por la carnaza a la que ha atraído: Madison, una bella y joven casada que requiere los servicios del sicario Ron para deshacerse de su maltratador marido.
Ahora el guion alza el vuelo, por fin, y la película parece deslizarse por el cine negro, por la senda de filmes como Perdición o Fuego en el cuerpo, erigiéndose la bella y sensual y pseudolatina Madison Figueroa (Adria Arjona) en la auténtica mujer fatal que hará cruzar a Ron/Gary el límite entre el negocio y el ocio, entre el bien y el mal.
Entre Madison y Ron surgirá una apasionada historia de amor, tórrida, sensual, cada vez con mayor vértigo y más implicaciones, hasta que son descubiertos por el policía Jasper, un verdadero policía con todas sus virtudes (ninguna: está más que quemado, ya ha atravesado la frontera moral entre el delito y la ley) y todas sus lacras: misógino, racista, homófobo…
La trama policíaca se va espesando y la relación debe cortarse por lo sano, para intentar restablecer una normalidad imposible de volver a montar. Para más inri, Madison es acusada de la sobrevenida muerte de su… marido, al que le han descerrajado un tiro en la yugular por un asunto de drogas.
La muerte del marido convierte a Madison en heredera de un seguro de un millón de dólares, seguro recientemente firmado. El clímax de cine negro parece acogotar al protagonista y al espectador, más cuando Jasper emerge con toda su turbulencia y siniestra presencia para chantajear a la enamorada pareja. En cierto modo, y como se veía venir, Gary ha devenido ya plenamente en Ron, confesándole a Madison su ardid al tiempo que da inequívocas muestras de haber aprendido la lección, mimetizándose con el personaje creado hasta convertirlo no ya en su máscara, sino en su verdadera personalidad.
La historia se zafa de la presión del corrupto Jasper (este sí un ser totalmente unidimensional, sin dobleces ni engaños) recurriendo a la comedia negra. Si Madison tiene su cadáver en la mochila (pues efectivamente ella, con las indicaciones de Ron-Gary ha matado a su marido), Ron-Gary se pondrá al mismo nivel al eliminar a Jasper, asfixiándolo con una bolsa de plástico atada en la cabeza, aprovechando la inconsciencia a que la ha inducido la cerveza llena de droga que la había servido Madison.
Una elipsis nos conduce al presente actual: Madison y Ron conforman un feliz matrimonio, constituido sobre la ¿mentira? ¿el relato salvador? ¿el azar? que los unen y fortalecen. Tienen dos preciosos retoños y ambos ejercen los mismos roles que antes de su aventura criminal. Gary sigue siendo profesor en la Universidad, pero ahora con una clase abarrotada de expectantes y encandilados alumnos. Madison continúa siendo una mujer casada, pero dichosa en su condición de hacendosa esposa y de dilecta madre.
Al fin y al cabo, como ya el corrosivo Verhoeven exponía en Desafío total (1990) a través del mutante Kuato, una especie de oráculo, la máxima consiste en que eres lo que haces, trasunto de la dominante ideología de género actual por la que cada cual puede autorrealizarse como mejor le convenga, y no sólo con respecto al sexo, sino también a su personalidad.
Con la excusa, el MacGuffin un tanto alambicado del asesino profesional (Linklater no renuncia al guiño cómplice en esa secuencia cinéfila en la que nos muestra a los más reputados asesinos y sicarios cinematográficos, desde el hitchcockiano criminal de las tijeras en Crimen perfecto, hasta Lee Van Cleef, Charles Bronson et alia) Linklater monta un divertimento, una broma con la que pretende deconstruir las certezas y jugar y confundir con los géneros —cinematográficos—, pero que a punto está de desplomársele encima de él y de nosotros, que es peor.
Escribe Juan Ramón Gabriel | Fotos Diamond Films