La alargada sombra de Hitchcock
Afirma Fernando Trueba –y no discutiremos esa tesis– que el cine se alimenta, y se alimentará durante mucho tiempo, de Alfred Hitchcock. El cineasta británico, que consagró su vida a profundizar en el género negro, en el suspense, para elevarlo a la categoría de arte, es el referente que guía el reciente trabajo de Fernando Trueba.
Pero no únicamente Hitchcock, en Isla perdida (Haunted heart) se visualiza la aspiración del director de La niña de tus ojos de volver a un cine clásico, un cine en el que se reconozcan los elementos tradicionales del thriller, donde la cámara se involucra en el relato.
El guion, escrito por Fernando Trueba y Rylend Grant, discurre por el universo temático del americano exiliado en Europa, con un recuerdo asociado a la mejor tradición de la literatura y el cine que ahonda en la temática del personaje que huye de sus orígenes –véase Patricia Highsmith como exponente de esta tendencia–. Aquí tenemos a Álex (Aida Folch), una maître española que acude a una isla griega para cubrir una oferta de trabajo en el restaurante que regenta Max (Matt Dillon), un misterioso y distante norteamericano del que, poco a poco, iremos conociendo detalles de su pasado a través de su relación con Álex.
La película está estructura en tres actos –definidos con rótulo en la pantalla y remarcados con el uso del fundido a negro– que coinciden con las estaciones de verano, otoño e invierno. El uso del periodo estacional sirve para establecer un degradado lumínico que se corresponde metafóricamente con el paso de la luz a las tinieblas en la relación entre los personajes, con un uso dramático similar al que empleaba Rohmer.
Durante el primer tercio de la película, que corresponde con el verano, nos encontramos con un filme de tono ligero, que en ocasiones llega a coquetear con la comedia romántica, en la que se presenta el trío de personajes principales, Álex, Máx y Chico (Juan Pablo Urrego); dando paso a ese mundo de ensoñación de la vida mediterránea descrita a través de una fotografía cálida, de tonos anaranjados, que muestra la belleza del paisaje, la buena gastronomía o la hospitalidad de ese pequeño entorno, que termina convirtiéndose en una especie de paraíso aislado (el efecto isla suma contenido a esa metáfora).
En ese entorno idílico se desarrolla la atracción entre Álex y Max, con la presencia siempre cercana de Chico, en un juego sentimental que explota la imagen de femme fatale con ese personaje femenino que llega a un lugar y parece remover la enigmática tranquilidad de ese personaje exiliado (distanciamiento, búsqueda de la soledad). El amor como palanca para trastocar el estatus establecido y que es asumido por todos los personajes.
El bloque correspondiente al otoño –quizá la mejor lograda de la película– es la que establece la transición a un mundo más oscuro en el que Álex comienza a ser consciente del pasado oculto de Max. La huella de un pasado turbio que facilita el surgimiento de la parte noir del relato en el que, al igual que hacía Hitchcock –y el cine clásico en general– se van dejando suficientes detalles a lo largo de la película que terminarán surtiendo efecto en la parte final. Así podemos observar cómo cobran importancia aspectos como el hecho de que Álex no sepa nadar, las pastillas de Max o la concreción exacta del año en que transcurre la película (las imágenes del 11S, el uso del teléfono Nokia y su tono de llamada).
El recorrido entre la situación real (la vida reconocible que trascurre en verano) y la creación de la ficción a través del uso del género negro culmina con el acto final situado en el invierno, en el que se intenta cerrar la historia de una forma precipitada forzando el género negro hasta llegar al relato survival. Trueba quiere despertar la emoción, el miedo y la tensión, utilizando el lenguaje de la época dorada del cine.
Es un uso del lenguaje cinematográfico que busca devolvernos a ese momento donde las imágenes se convertían en protagonistas narrando más allá del diálogo; aquí sí hay citas directas a Hitchcock con el uso de los planos subjetivos asociados a la mirada de los personajes, la puesta en valor de objetos mediante el uso del primer plano (el cuchillo en la mesa), el juego del plano-contraplano en los diálogos completados con un acercamiento a los rostros de los protagonistas o el valor de la banda sonora compuesta por Zbigniew Preisner que acompaña y potencia el efecto dramático de las escenas.
La dificultad que encontramos en Isla perdida, y que Trueba no es capaz de resolver, es que las intenciones son reconocibles pero el resultado final no termina de concretarse en la pantalla. Se adivina el esfuerzo por retornar a un tipo de cine donde el lenguaje del cine es protagonista, donde la cámara no es invisible, con una forma de filmar que denota la presencia de la persona que está detrás de todo el planteamiento estético.
El problema no está en la resolución formal, en la que Trueba demuestra su conocimiento y amor por el cine, sino en un guion que deja entrever las costuras deshilachadas que impiden la transición entre el thriller romántico y la fatalidad del cine negro. El trío protagonista está en excelente forma, desde Matt Dillon abordando ese personaje misterioso e inaccesible, pasando por el alegre Chico hasta desembocar en el personaje de Álex, con una Aida Folch muy solvente, presente a lo largo de la película y salvando la dificultad de interpretar todo el tiempo en inglés –es necesario ver la película en su versión original–; pero el guion termina dando por sentado que la referencia a situaciones y referencias temáticas que todo el mundo reconoce (el personaje misterioso, la violencia contenida o el peso del pasado) es suficiente para sostener la historia. Quizá la sombra de Hitchcock sea tan alargada que, en ese deseo de acercarse al cine del maestro, Trueba –cual Ícaro cinematográfico– se haya consumido en el camino.
Con todo, Isla perdida nos deja un final hermoso y la constatación del riesgo que asume Fernando Trueba película tras película –un cineasta que no necesita demostrar nada a estas alturas después de desplegar una brillante carrera en todo tipo de géneros y formatos–. En cierto modo, el fracaso, además de formar parte de la esencia del cine negro del que estamos hablando, no deja de tener su lado romántico pues el riesgo de intentar, proponer y realizar este tipo de proyectos tiene ya suficiente mérito dentro de un cine muchas veces adocenado.
Escribe Luis Tormo