El valor de las raíces
En 2015, Paco Roca publicó su novela gráfica La casa, una obra que bebía de la experiencia dolorosa por la muerte de su padre, a la vez que convivía con la alegría del nacimiento de su hija. Con el protagonismo de la casa de veraneo donde se vivieron días felices, la historia reflejaba un relato familiar intergeneracional cargado de emoción.
Ahora llega a las pantallas, tras su exitoso paso por el festival de Málaga, la adaptación cinematográfica a cargo de Álex Montoya. Con esta tercera película, tras Asamblea (2020), una reflexión sobre de la incapacidad para llegar a acuerdos en tono de comedia, y la incómoda Lucas (2022), el director valenciano continúa construyendo una interesante filmografía, recibida satisfactoriamente por la crítica, a la que solo le ha faltado un mayor refrendo en la taquilla.
Tras la muerte del padre, una familia formada por tres hermanos, se reúne en la casa donde pasaron una infancia feliz para decidir su venta. Organizada temporalmente en torno a unos pocos días que pasan todos juntos, la decisión de la venta de la casa –si queda en manos de algún hermano o se vende a otras personas ajenas a la familia– pasa en un segundo plano para profundizar en el relato de la historia familiar.
Una historia familiar que nos toca de cerca por lo que tiene de universal al reflejar situaciones relativamente comunes: la casa de verano que cae en el olvido conforme los hijos crecen, el alejamiento del hogar paterno o las rencillas que se van enquistando entre hermanos.
En el traspaso del cómic al formato cinematográfico, el guion (coescrito por el propio director y Joana Ortueta) se mantiene fiel al original, respetando el espíritu de la obra de Paco Roca. Únicamente se añaden una serie de elementos necesarios para solventar el diferente lenguaje de la novela gráfica y el cine. Así, la película profundiza en la relación entre hermanos poniendo de relieve una mayor tensión entre ellos, sobre todo los dos personajes masculinos (porque la hermana siempre parece que mantiene una actitud más conciliadora) añadiendo alguna escena adicional como la del restaurante donde se recalca esa tirantez fraternal o alargando el periodo temporal del encuentro para que se produzca una mayor simbiosis entre ellos.
La película transita sin grandes estridencias por un drama cotidiano que se repite con frecuencia en muchas familias. La desaparición física de los padres supone para los hijos una revisión de lo que ha sido su vida hasta ese momento y los aboca a un futuro en el que ya nada será igual. La casa familiar, abandonada tras la muerte del padre, se convierte en un contenedor de recuerdos espoleados por objetos, paredes, plantas, árboles y paisajes que retrotraen a épocas pasadas.
Un hogar teñido de melancolía –potenciado por la fotografía de tonos cálidos– donde una figurita de adorno, una higuera, un comediscos, la ausencia de un abridor, una pérgola o las fotografías en blanco y negro, actúan como catalizadores de las emociones de momentos felices apagados por la imagen reciente de la vejez, la decadencia y la muerte. A través de esas piezas cotidianas comienzan a surgir las preguntas escondidas: ¿Por qué le traté de esta forma? ¿Por qué dejé de venir? ¿Le mostré cariño o amor? ¿Dónde quedaron esos tiempos felices?
Los problemas diarios, las propias familias creadas por cada hijo y las rencillas pendientes, cristalizan en tensiones que estallan espoleadas por las emociones que surgen en ese microuniverso en el que objetos o conversaciones nos retrotraen al pasado. Montoya juega con habilidad con las diferentes épocas insertando pequeños flashbacks con el formato cuadrado de pantalla que evoca las películas familiares rodadas en Super8.
Este reconocimiento en la cotidiano, con situaciones y actitudes que se viven con frecuencia, van desnudando a los personajes, fundamentalmente a esos tres hermanos frente a la figura del padre, transformando un relato íntimo, que transcurre en un entorno local y temporal, en un drama universal en el que nos vemos reconocidos. En este sentido hay que destacar un reparto coral que consigue representar la imagen de familia intergeneracional encabezada por los tres hermanos –unos fantásticos David Verdaguer, Óscar de la Fuente y Lorena López– arropados por Luis Callejo como ese padre ausente pero siempre presente, así como el resto de actores y actrices, como Marta Belenguer, Olivia Molina, Jordi Aguilar, Miguel Rellán, María Romaguillos o Tosca Montoya.
La aparente cotidianidad de la película no debe enmascarar la carga de profundidad y la simbología que va apareciendo aquí y allá para enriquecer el discurso con diferentes recursos como el uso del montaje entre las escenas del padre en el hospital y las gotas de agua en la manguera para explicitar una vida que se va o el injerto de la higuera que augura una continuidad ligeramente optimista.
Partiendo de la casa –las localizaciones utilizan la casa familiar de Paco Roca– como contenedor de recuerdos, la película nos habla del paso del tiempo, de los demonios interiores que genera la familia, las complejas relaciones entre padre e hijos y de todo aquello que no hicieron o no hablaron en su momento. Pasar unos días reparando la casa de su padre –asociada al padre viudo– servirá para reconstruir el vínculo entre los tres hermanos, para restañar viajas heridas en esa exquisita escena de la cena bajo la pérgola donde todos las generaciones, incluido el viejo amigo de la familia, se unen bajo el concepto mediterráneo de familiaridad en torno a una mesa y en el que una canción o una botella de vino es capaz de conseguir que durante unos instantes se recupere la magia asociada a los momentos felices.
Consciente del material que tiene entre manos, Álex Montoya atempera la carga emotiva para que La Casa no descarrile hacia el drama exacerbado a través del uso del humor en conversaciones o en personajes –la niña pequeña, hija del director– y el recurso formal del empleo de los fundidos a negro que suspenden o dejan en el aire la emoción como se puede ver en la significativa escena del tierno abrazo entre los hermanos.
La casa retrata una historia que se repite en muchas familias, un duelo por la muerte que termina convirtiendo en una reflexión sobre la familia, sobre el paso del tiempo y las oportunidades perdidas, sobre las relaciones paterno-filiales, sobre esas conversaciones que no se tuvieron y esos abrazos que nunca se dieron. Un filme emocionante, contenido (incluso en su duración), donde las lágrimas tienen un efecto sanador y que explora un terreno sentimental identificable que va de lo local hasta lo universal. Con La casa, Álex Montoya ha realizado su trabajo más completo, un trabajo que cierra una trilogía de filmes muy diferentes, de géneros distintos, pero que nos dejan un corpus temático y formal que merece la pena conocer y degustar.
Escribe Luis Tormo | Fotos A Contracorriente films