De nacimientos y renacimientos

Desde que se estrenara en el pasado Festival de Cannes, del que se fue campante con el galardón al mejor guion bajo el brazo, La sustancia ha hecho correr ríos de tinta —y de sangre— allá donde ha sido estrenada. Algunos la han tildado ya como la mayor locura y la más sanguinaria que haya sido vista jamás en el festival que la decidió premiar.
Opiniones sobre sus cualidades de grandguignol aparte, también es cierto que la presencia de celebérrimos actores cuya gloria pertenece (a priori) al pasado, como son Demi Moore y Dennis Quaid, creaba, como mínimo, una curiosidad en el potencial público.
Por si todo esto que decimos fuera poco, La sustancia también suponía la siguiente obra en la filmografía de una mujer, Coralie Fargeat, quien en 2017 ofreció una ópera prima de nombre Revenge, título manido donde los haya. Su argumento también era manido hasta decir basta: la odisea de una joven bellísima que, yendo de fin de semana con un apuesto tipo, se encontraba en una casa en el medio de la nada con este, sus amigos machirulos, y mucha testosterona junta.
Una chica sola ante cuatro machos. Uno de estos será el que muestre un comportamiento indecoroso con la muchacha, por decirlo finamente, y entre ellos —para tapar el bulto— deciden asesinar a la joven. Pero ella resucitará y ejecutará su venganza con el grupo. Una trama vista mil veces, sin duda. No obstante, ¡caramba!, la resolución e inventiva visuales de Fargeat elevaban el producto a la enésima potencia, sorprendiendo a medio planeta aficionado al fantástico. Había nacido una estrella detrás de cámaras que había que tener en cuenta.
No ha sido hasta este año que la directora ha estrenado su segunda propuesta. Fácilmente deducible es que estamos ante otro alegato (¿o podríamos decir grito?) contra el androcentrismo desde un punto de vista femenino. Y desde luego ha vuelto por la puerta grande. Con una obra mayor, actores en estado de gracia, una puesta en escena exquisita y plagada de simbolismos y referencias culturales que aún acentúan más, si cabe, su condición de clásico de culto instantáneo.
El renacimiento del body horror
Si ya hemos leído algo sobre esta película, sabremos que la primera referencia que viene a la cabeza por su argumento puro y duro es David Cronenberg (y ahora también su hijo, Brandon, que coge testimonio paterno en su filmografía). En efecto, Cronenberg es quien seguramente más haya labrado este subgénero desde que empezó su carrera y lo ha hecho tanto en vertientes más fantásticas como en sus acepciones más dramáticas.
Para empezar, podemos entender La sustancia como una vuelta a este género, difícil y normalmente poco comercial, así como una defensa de este. Porque lo lleva a un límite sugerente y porque diríamos que este subgénero es el protagonista de la función a nivel temático.
Quien más, quien menos, todos conocemos ya el argumento base de La sustancia, en el que una actriz ya en edad madura, de nombre Elisabeth Sparkle, ve cómo los directivos de una cadena de televisión la apartan de los focos de la noche a la mañana para cederle terreno a la carne fresca de cualquier jovencita en ciernes que se preste. A Elisabeth, por aquellas cosas del destino, se le brindará la oportunidad de probar una nueva ¿droga? mediante la cual podrá crear, a partir de su propio cuerpo, una versión mucho más joven —y esculturalmente perfecta— de sí misma. Pero ojo, el ofrecimiento viene con un explícito manual de instrucciones que, por supuesto, será infringido por alguna de las partes implicadas y todo empezará a virar hacia un camino mucho más delirante.
Mediante este planteamiento, que también diríamos que hemos visto una y mil veces, se construye un renacimiento del body horror. Diríamos que consigue reivindicarlo, ofreciendo un espectáculo enfermizo y sanguinolento, pero a la vez un relato corrosivo, hiperbólico y desgraciadamente certero.
Un body horror destinado a estallar más de una cabeza, que ofrece capas de lectura diversas, una estética alucinante y alucinada, y nos brinda otro maravilloso renacimiento, el de su actriz protagonista.

El renacimiento de Demi
Hablar de Demi Moore no es sencillo. Ha tenido una vida harto complicada, unos notorios matrimonios de sobra conocidos, un periodo de estrellato que todos y todas recordaremos siempre, y unos últimos años verdaderamente difíciles por parecer no encajar en las nuevas necesidades del sistema.
Quién no atesora en su mente imágenes de Ghost, o de Algunos hombres buenos, o de Acoso, o de Una proposición indecente, o incluso de La teniente O’Neill. Podríamos seguir con el listado porque, además, la actriz cuenta con estupendas interpretaciones en seguramente películas mucho más «pequeñas», pero ciertamente era una actriz cuyo físico resonó en el respetable. Y por eso ella es, y lo es, la perfecta Elisabeth Sparkle.
Resulta de una valentía inaudita que Demi Moore se exponga como lo hace en esta obra. Cuando la vean, si no la han visto ya, entenderán lo que decimos aquí. La interpretación de Moore no sólo es un volcán de emociones durísimas que consiguen arrastrarnos a la destrucción junto con su personaje, sino que también nos arrastra físicamente hablando. Nos interroga constantemente con sus miradas en el espejo, con su cuerpo desnudo, con los despojos de su vida pasada —la ficticia y la real—, y con una cámara imperdonable e inmisericorde con ella. Desde luego, Moore nos arroja una de las mejores actuaciones que ha hecho en su vida.
No les quitaremos mérito a un Dennis Quaid, pasado de vueltas, divertidísimo y grotescamente gañan. O a una Margaret Qualley que también demuestra ser mucho más que un cuerpo en perfecto movimiento. Su maliciosa coquetería la hace ser algo mucho más potente que una bonita percha.

El nuevo nacimiento
Llegados a este punto, podemos hablar de un nuevo nacimiento. Porque Coralie Fargeat, aunque ya hemos dicho que su primera obra en pantalla grande fue hace siete años, será La sustancia la que la va a llevar al gran público. Cada plano está perfectamente medido, cada movimiento está perfectamente ejecutado, cada idea —ya sea música, objeto, o mímesis— está milimétricamente pensada. Nos destila un torrente referencial con homenajes a Hitchcock, De Palma, Cronenberg, Kubrick y un largo etcétera, siempre con un lenguaje propio. Y nos lleva paulatinamente a la locura, a la tiranía de la belleza sobre la vejez, a la jerarquía de lo nuevo sobre lo antiguo.
Porque Elisabeth Sparkle es Dorian Gray. También es Fausto. O el Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Habita en el Mulholland Drive de David Lynch o incluso en el Sunset Boulevard de Billy Wilder. Y todo ello juega al equilibrio. Ese que busca Elisabeth entre ser ella o ser su versión más joven.
Esta búsqueda desesperada de equilibrio se traduce en una cinta que, multiforme como es en su fisicidad, también lo es en su narrativa. Podríamos decir que es una sátira grotesca, negrísima y decididamente triste sobre la cosificación, sobre el qué hacer con el paso de los años, la soledad o la reinvención. Y, sobre todo, es otro reflejo de la mujer perfecta en una sociedad en la que el hombre es el que maneja los hilos. Algo así como una versión descarnada, repugnante y brutal del fenómeno del año pasado, Barbie. Si la muñeca cayera en un universo monstruoso, misógino y grosero, sería seguramente el Hollywood que radiografía Fargeat.
Desde luego, la directora y guionista ha creado una obra inteligente, plena, rebosante de enunciados que, además, sabe conectar con el respetable. Dos horas y cuarto que pasan como un tiro, y que se estructuran en tres actos perfectamente diferenciados.
Mucho se ha hablado de su traca final; en efecto, es un desenlace quirúrgicamente salvaje, seguramente necesario para llegar a la catarsis de la vorágine de Elisabeth y de su creación. Porque el sueño de la razón produce monstruos. Aunque eso ya lo sabíamos.
Escribe Ferran Ramírez
Más información sobre Coralie Fargeat:
Revenge