Hablar y comunicarse

El cine de Hong Sangsoo se ajusta a un esquema férreo. En todas sus películas la cámara filma a distintas combinaciones de personajes que hablan y hablan, aunque sus conversaciones nunca son lo más importante de lo que allí está ocurriendo.
A través de ellas, de lo que dicen y, sobre todo, de cómo lo dicen, aunque también de lo que no dicen, pero dejan adivinar, se va construyendo no sólo el ser de esos personajes, sino también su estar. Vamos conociéndolos, vamos entendiendo lo que ocurre, ayudados, siempre, por una estudiada planificación que no sólo atañe a los encuadres, sino también a los movimientos, a las entradas y salidas de plano o a los encuentros o separaciones de los actuantes.
En este caso se produce un giro sutil e interesante. La comunicación que se ha canalizado por los medios señalados, se adensa y se convierte en autorreferencial. Porque ahora el centro de la atención no se sitúa en lo que descubrimos de los personajes, sino en el hecho mismo de su interlocución, en la eficacia, incluso en la posibilidad, de la comunicación entre ellos.
Todo gira alrededor de una profesora de francés (a quien apenas vemos utilizar esta lengua) en Corea. Ella no sabe coreano y se dirige a sus alumnos, o potenciales alumnos, en inglés, una lengua también extraña para unos y otros, que obliga a traducir (traducción muchas veces imposible, como ocurre con el término Seosi), y que dificulta la expresión.
Eso, añadido al hecho de la necesidad de hablar, al margen de los que se diga, para poner en práctica el lenguaje que se quiere adquirir, como siempre ocurre en las clases de idiomas, va creando una sensación de extrañeza en la comunicación entre los personajes. Hablan y hablan pero no dicen nada, no están interesados en nada de lo que dicen. La única finalidad de lo que hablan es el hecho mismo de hablar.
La profesora protagonista es interpretada por Isabelle Huppert, quien dota a su personaje de una frialdad que acentúa el distanciamiento que la interacción, más que atenuar, consolida. Su actitud la podríamos llamar profesional, rayando en lo displicente. No le interesa lo que sus alumnos le dicen, hasta tal punto que se erige una barrera entre ellos que evita cualquier conexión emocional. Hay momentos en los que esa imposibilidad se torna más evidente, como en la lectura del poema en la piedra, donde ella es incapaz de conectar con lo que escucha, a pesar de la implicación familiar de la joven que lo lee, o con la posterior traducción (al inglés, de nuevo una barrera intermedia) interrumpida por el ruido del tráfico que emborrona la conexión que se pretende establecer.
El equilibrio entre el significante y el significado se ha roto en favor del primero. La intrascendencia de lo que se dice cobra forma en algunas ocasiones de manera muy evidente. Es el caso del impostado interés que despierta el bolígrafo de la profesora, y que conduce a un largo y alargado diálogo con su alumno. Y lo es también el hecho de que vemos repetir las mismas preguntas a unos y otros, en una especie de comportamiento mecánico en el que las respuestas (que también se repiten) no interesan, justo en una situación en la que se podría haber esperado que fuera más allá del mero uso lingüístico.
Con estos métodos, que pueden significar tanto desinterés como imposibilidad, la comunicación se dificulta, y, como consecuencia, los personajes se aíslan (llama la atención el uso que Sangsoo hace del tabaco en esta película. Es un elemento recurrente en su cine que habitualmente le ha servido para establecer una conexión entre sus personajes: mientras fuman se aproximan. Pero en este caso ocurre justo lo contrario: fumar sirve para aislarse, para salir del grupo y estar solo).
Sin embargo, la comunicación puede encontrar otros cauces que restituyan sus carencias, nuevos mecanismos que trasciendan las lenguas, que no queden atrapados en la dificultad de la traducción, y que apelen directamente a las emociones. El instrumento por excelencia para intentar llevar a cabo esta tarea es el arte, y dentro de las posibilidades que ofrece, la menos codificada de sus formas y a la vez la más directa a lo inexpresable: la música.
Las películas de Sangsoo están repletas de músicos aficionados; intentos, da la impresión, de llegar con la música allí donde las palabras no alcanzan. También aquí lo vemos, pero en este caso la perspectiva es distinta, porque el empeño musical muestra su ineficacia de manera más evidente. Cuando la joven comienza a tocar el piano, Iris, su profesora, se va. Cuando su madura alumna hace lo propio con la guitara, ocurre lo mismo, y en ambos casos los intérpretes lamentan no haber alcanzado la pericia suficiente con sus instrumentos, esto es, no ser capaces de ejecutar con éxito la función que cabría esperar de la expresión musical.

La película, por lo tanto, va construyendo imaginarias burbujas en las que los personajes se van recluyendo. Y cuando cabe la posibilidad de romper esa reclusión, factores externos llegan para impedirlo.
Es el caso de la extraña relación de Iris con su compañero de apartamento. La madre del joven, quien irrumpe en la casa interrumpiendo una interpretación musical, es el detonante contra una relación en la que vemos a la madura profesora interesada por el joven, pero que acaba expulsada de la casa y abandonada en el exterior. La apelación a la sinceridad como elemento destructivo, que ya había ocurrido en un momento anterior, incide en esa imposibilidad de encuentro que recorre la película de arriba a abajo.
Y sí, los personajes interactúan, pero también, quizá más que nunca en el cine del director coreano, se muestran solos. El origen mismo de Iris ya va en esa línea, encontrada tocando sola la flauta en un parque. Y a partir de ahí la vemos comer sola, deambular como perdida por las calles, volver a ese supuesto parque… Y al final aferrada a una especie de rescate cuya credibilidad es más que dudosa.
Sangsoo utiliza sus recursos habituales para dar forma a esta historia: Los encuadres fijos, las reticencias al plano contraplano, el uso —cada vez más moderado— del zoom, o el protagonismo creciente del fuera de campo. Un ejemplo magnífico de cómo hablar con la cámara sin que esta llegue a ser en exceso visible, es el cambio de plano a la hija que está en el exterior de la casa para indicar el escaso interés de lo que sus padres están hablando con la profesora. O ese nombre mal pronunciado (Airis) desde lejos, a su llegada.
Es admirable la sutileza de este incansable director (dos películas más esperan su estreno). Construyendo siempre una película similar a la anterior, como un retrato al que se le van añadiendo pequeños matices que le van dando su forma peculiar, Sangsoo se convierte en el Rembrandt del cine actual, y ahí arraiga el goce inagotable que sus películas provocan en sus ávidos seguidores, entre los que se cuenta, lo habrán adivinado, quien esto escribe.
Escribe Marcial Moreno | Fotos Atalante