Ambición y genocidio en un wéstern chileno
En el cine hay conceptos como el de frontera, conquista y aventuras que suelen ir asociados al wéstern: a sus fundamentos, a su esencia, a sus características de forma y fondo. La sorpresa la da en esta cinta Felipe Gálvez Haberte en su ópera prima que, con el fin de cuestionar el mito nacional, las maneras cómo se llegó a ese mito y la identidad misma de Chile, nos cuenta en imágenes que todo este proceso se edificó sobre un criminal genocidio de la población indígena, lo cual es una manera drástica de echar abajo cualquier atisbo del romanticismo que las fórmulas narrativas oficiales han ido arrojando en torno al trabajo y la heroicidad del hombre blanco expansivo y emprendedor.
Fue estrenada esta obra en la sección oficial en competencia Un certain regard en la 76ª edición del Festival de Cannes, donde ganó el premio Fipresci (Federación Internacional de Críticos de Cine) a la mejor película de la sección. También fue seleccionada como la candidata chilena a la mejor película internacional en los Oscar 2024.
Antes de comenzar la película, se puede leer en letras mayúsculas negras sobre un fondo rojo, la siguiente leyenda de Tomás Moro: «Vuestras ovejas (…) son ahora tan voraces y tan salvajes que devoran hasta a los mismos hombres». A continuación, inmensos rebaños de ovejas avanzan mientras pastan.
La película se desarrolla entre el siglo XIX y el XX, cuando proliferaban cada vez más las estancias ovejeras en el territorio de la Patagonia chilena. En 1893 se pone en marcha una expedición compuesta por Segundo (Camilo Arancibia), un mestizo chileno, un adolescente comido por la angustia; MacLennan (Mark Stanley), un terrible teniente escocés devastado por la guerra, que viste su casaca militar roja, a quien descubriremos más tarde que es, de hecho, un soldado raso; y Bill (Benjamin Westfall), un vaquero estadounidense, un mercenario norteamericano sin escrúpulos que ha sido importado de Texas, a través de montañas y barrancos hasta llegar al mar.
Al comienzo, cuando por vez primera aparece Segundo en pantalla, el muchacho está trabajando junto a otros nativos levantando una cerca para separar las pampas de Chile de la vecina Argentina. Un trabajo sin piedad supervisado por capataces feroces que no dudan en matar a un hombre que se ha seccionado un brazo. Un hombre así no vale nada en ese lugar.
Debido a su habilidad como tirador experto con el rifle, Segundo es reclutado para formar parte del breve equipo cuya misión es allanar en todo sentido, tierras de pastoreo hasta el Pacífico.
Los tres hombres inician una expedición a caballo para delimitar y reclamar las tierras que el Estado le ha otorgado a José Menéndez (Alfredo Castro), un poderoso jugador de la economía emergente de Chile que no es más que un millonario déspota y sanguinario (una figura histórica, por cierto, de la vida real, cuyos descendientes poseen hoy gran parte de aquella tierra).
Hay que allanar, indagar y cartografiar las tierras para que pasten las ovejas del amo. Y allá va el trío, al interior de Tierra de Fuego, a gestionar esa extensísima propiedad y, de paso, a matar a los lugareños que se crucen en su camino. Lo que fue pensado como viaje con fines administrativos, acaba convirtiéndose en una violenta cacería de selknams, los nativos del archipiélago.
La secuencia más lastimosa y horrenda de la película muestra a Bill y a MacLennan disparando a discreción y masacrando a una tribu de inocentes. Luego violan a una sobreviviente. Segundo disimula y sus disparos van al aire, no participa de la matanza, pero se ha visto envuelto en un acto de violencia con el grupo suyo, por lo que queda traumatizado y comido aún más de arrepentimiento.
Además, MacLennan quiere obligar a Segundo a que viole a una de las mujeres indígenas, lo que tampoco hace, aunque… Nuestro mestizo, aunque es de una tribu diferente, se ha visto envuelto en una cacería y en unas tropelías contra su propio pueblo. Como para entrar en shock.
Hay también un encuentro horripilante con otro soldado a sueldo británico, interpretado de manera absolutamente siniestra por un estupendo Sam Spruell, que parece tener la misma vocación maligna que los MacLennan y compañía, pero para quien la violencia y la alienación se han vuelto más normalizadas aún, habiendo entrado sin pudor en el mundo diabólico del mal (me ha recordado al coronel Walter E. Kurtz de Apocalypse Now, 1979, de F. F. Coppola). Este canalla acaba cargándose alegremente a Bill de un disparo a bocajarro provocando el estupor de MacLennan.
Algunos apuntes técnicos y filmográficos
Wéstern pausado y frugal que deviene violencia y sangre en forma que al principio no se anticipa. Aunque no es descarnado ni abunda en imágenes explícitas, deja clara la carnicería perpetrada, enmarcada tal crudeza en el uso inquietante y bello a la vez que Gálvez hace del imponente paisaje. Como que se da una condensación entre la hermosura de la imponente naturaleza y la brutalidad de las acciones humanas.
Hay un equilibrio entre épica e intimismo y el relato se expresa en formas sutiles y pinceladas ambiguas y de larvado terror, sin olvidar apuntes satíricos y un humor en plan bilis negra, que concluye en una realidad: los estragos y abusos cometidos por los hombres de esos principios del pasado siglo, en objetivos colonizadores y de acopio de tierra a cambio de cadáveres, en Chile.
El libreto está escrito por el propio Gálvez junto con Antonia Girardi, utilizando el modelo del wéstern para contar su historia. Es un wéstern arrastrado por una crítica poscolonial que poco a poco va adoptando el punto de vista de su único personaje indígena, Segundo.
Tiene un reparto bastante bueno y bien elegido, con actores y actrices donde destacan un Alfredo Castro que acierta a dar la talla, el aspecto y la feroz enjundia del terrateniente y ovejero Menéndez, artífice, ideólogo e impulsor de toda la funesta operación. Camilo Arancibia borda con su medida actuación el rol del pobre mestizo Segundo, un joven metido donde no quería y obligado por sus amos a ejercer de canalla, aunque sin convicción. Mark Stanley muy bien como el despiadado militar escocés. Benjamin Westfall borda el rol del brutal y racista mercenario texano. El actor británico Sam Spruell borda al más maléfico villano. Otros personajes reprobables son interpretados por Marcelo Alonso, Mariano Linás o Luis Machín.
Filme engrandecido por la impresionante fotografía pictórica de Simone D’Arcangelo y la partitura épica de Harry Allouche (con ecos de Morricone), que nos regala una música llena de fuerza y matices que acompaña una narración tan extraordinaria como brutal.
La película es súper academicista y parece una peli sacada de otro tiempo anterior. Hace zooms y panorámicas muy lentamente a través de los paisajes grandiosos que acompañan el viaje. Hay primerísimos planos de los ojos exaltados de los caballos, del sudor de los equinos o primeros planos de los rostros de los expedicionarios. A veces parece propiamente una pintura, en un estilo que, premeditadamente, evoca el pasado.
Empero, si sus mañas artísticas son retro, sus objetivos se vinculan con el mundo actual. Como es sabido, en el país andino se está profundizando en su pasado colonial. Chile investiga y ahonda actualmente, con desigual fortuna, en su pasado indígena. La parte final del filme parece convertirse en un ajuste de cuentas histórico.
Incluso en el cierre de la obra, Gálvez presenta a Segundo «el mestizo» no como un héroe quimérico, sino como una víctima que contó, por suerte, con los recursos necesarios a ese turbulento momento histórico del nacimiento de Chile, para sobrevivir y asentarse con una mujer indígena.
Los funcionarios chilenos, cargados con sus defensas morales y ese halo por el que aparecen como santos y salvadores, quieren que necesariamente el mestizo cuente lo que vio con sus ojos, incluidas las masacres. Lo hace, pero sólo porque no le queda más remedio, porque él no quiere formar parte de esa historia.
Hay un detalle interesante cuando los funcionarios, que portan una rudimentaria máquina para rodar una cinta, pretenden que Segundo y su mujer, una india a la que salvó tiempo atrás, vestidos de la mejor forma, se sienten ante una mesa y tomen un té. Pero la señora permanece impasible con los ojos mezcla de melancolía y odio y no se aviene a tomar la taza con la mano.
El genocidio
La película es una producción que nos muestra el nacimiento de las fronteras en el fin del mundo, y cuenta cómo los países escriben sus historias oficiales. Uno de los ejes que vertebran la película es el genocidio selknam, pueblo amerindio de la isla Grande de Tierra del Fuego.
En su momento las gigantescas estancias ovejeras sufrieron la oposición y el enfrentamiento de la resistencia indígena, compuesta por unos pocos miles de nativos armados de flechas y piedras. En forma desigual, los colonos británicos, argentinos y chilenos, armados con rifles Winchester o revólveres, desataron una guerra de exterminio contra aquella pobre gente.
Un grupo de etnólogos redactó un informe en el que denunció que en aquella época los cazadores «enviaban los cráneos de los indios asesinados al Museo Antropológico de Londres, que pagaba cuatro libras por cabeza».
Yo he sido testigo en la capital de la provincia de Buenos Aires, en medio de un espectáculo folklórico del artista indio Rubén Patagonia, cómo este, desde el escenario y dirigiéndose al público y a quien fuere menester, pedía enfáticamente junto a su grupo musical y algunos indígenas que le acompañaban que devolvieran a su pueblo (los patagones), las momias y restos que se guardan en el Museo de la Ciencia de la Universidad Nacional de La Plata.
En la actualidad hay algunos descendientes de los selknams tanto en Argentina como en Chile, aunque el exterminio fue prácticamente total.
El genocidio y el desplazamiento de los pueblos oriundos americanos ha sido mostrado en multitud de ocasiones en el cine y, además, se enseña en Estados Unidos. La última película de Scorsese, Los asesinos de la luna (2023), alumbra este fenómeno; amén de infinidad de westerns como Pequeño gran hombre (1970), de A. Penn; incluso en Europa, tenemos prueba de este triste fenómeno, si bien más atemperado y apenas cruento, reflejado en películas como Dejad que el río fluya (2023).
Son temas peliagudos de nuestro reciente pasado con los que quizá muchos espectadores puede que no estén familiarizados. Esta cinta repasa las crueldades contra los habitantes originarios en el sur austral chileno, un capítulo, este sí, menos conocido que los ocurridos en la América del norte. Pero igual de cruel y digno de denuncia.
Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Quijote Films