Un sentir perdurable

«Se quedan aquí, aunque se van…»
(Pedro Guerra)
Las interpretaciones esplendorosas de Patricia López Arnaiz y Antonio de la Torre constituyen la piedra angular del nuevo filme de Pilar Palomero: Los destellos. Como todas las obras artísticas de valía, el largometraje habla de las cuestiones esenciales de la existencia: el paso del tiempo, el amor a los seres queridos, la resistencia ante las adversidades, el valor de la memoria, la amenaza de la muerte y sus golpes tan fuertes, tan fuertes, como escribió César Vallejo.
La cineasta aragonesa nos entrega una película llena de emociones, sin caer en el sentimentalismo; repleta de ética, sin hundirse en el moralismo. Los destellos, basada en el relato de Eider Rodríguez Un corazón demasiado grande, demuestra que se puede realizar un cine hondo y de calidad por medio de la sencillez cinematográfica.
El filme tarda en arrancar. Los primeros veinte minutos de metraje carecen del latido, del ritmo, de la palpitación que sí poseerá la obra a partir de la aparición de Ramón (Antonio de la Torre), un hombre gravemente enfermo. Palomero, con inmensa sabiduría, buscando que el espectador sea más consciente de su situación tan adversa, presenta a Ramón mediante una voz entrecortada, fatigada, fuera de campo, dentro de su habitación, donde la muerte le ronda. En la puerta, Isabel (Patricia López Arnaiz), escucha la voz quebrada del que fuera su marido. La puerta cerrada es un símbolo de la distancia, del alejamiento entre ambos y acaso, en un nivel metonímico, del dolor profundo que sienten los enfermos y que muchas veces no es conocido por sus semejantes.
En una prodigiosa secuencia posterior, cuando Isabel decida abrir la puerta, ve a un desfigurado Ramón, delgadísimo —Antonio de la Torre perdió unos 30 kilos para el rodaje—, luchando torpemente por ponerse los calcetines. En esos instantes, cuando Isabel le ayuda en su cometido, el espectador comprende que los muros se han derribado, que ella opta por el perdón, que apuesta por el amor y que ya caminará junto a Ramón en los últimos tramos de su camino vital. Puertas cerradas, abiertas puertas: huella de la filmografía de John Ford.
Una vez, el director de cine Ricardo Franco dijo que todas las historias podían contarse si se contaban con las palabras adecuadas y que estas siempre se encuentran en el corazón. El cine suma la imagen a la palabra. En Los destellos hay secuencias que reflejan perfectamente el testimonio de Ricardo Franco.
Dentro de un filme rodado sobre todo en interiores, resultan prodigiosas dos secuencias al aire libre: cuando Ramón y Isabel respiran el aire de la vida en un paisaje empedrado. En una jornada soleada, el viento mueve sus cabellos. Ramón encuentra una piedra de sílex, en forma de «foquita». Se la enseña a Isabel. Sonríen. Los vemos como Jules y Jim (1962), de Truffaut, radiantes, felices, plenos, a pesar de que sabemos que Ramón está próximo a la muerte. Un poco más tarde, en el ocaso, los dos pasean por un olivar. La luz languidece como languidece la vida de Ramón, pero sentimos que la vida sigue siendo grande cuando Isabel coge del brazo a Ramón. Los compañeros que pasean juntos, el camino compartido.
Asimismo, destaca en la película la labor actoral de Marina Guerola en el papel de Madalen, la hija de Isabel y Ramón. Bondadosa, inteligente, tierna, Madalen, además de suponer el punto de unión entre sus padres, representa el futuro, la esperanza, la luz de las cosas. En el fondo, ella otorga la fuerza necesaria a ambos en una situación muy desfavorable. En una película que transmite sin tapujos los estragos de la enfermedad y el poder devastador de la muerte, no existe un pesimismo y una angustia existencial como ocurría con Gritos y susurros (1972), de Bergman.
Al contrario, Los destellos, ya desde el título, es un emotivo cántico de vida, una obra que nos invita a sonreír y a captar la luz en cada uno de los mil instantes cotidianos. Por su parte, el personaje de Nacho, encarnado por Julián López, no tiene la consistencia ni el vuelo de Madalen, Isabel y Ramón. Palomero se esfuerza por otorgarle consistencia con rasgos humorísticos y humanísticos, y es meritorio ese esfuerzo, aunque Nacho no alcanza la solidez del dúo protagónico y de su joven hija.

Conmueve, además, Los destellos, por ser una entrañable reflexión sobre el transcurrir temporal y un homenaje al mundo de los 80 y los 90, tan querido por la directora y por el escribidor de estas líneas, porque en esas décadas fuimos niños y adolescentes. No en vano, la película está rodada en Horta de Sant Joan y en otros pueblos tarraconenses, vinculados a la familia de Palomero y en donde ella pasó buena parte de su infancia y juventud. Al igual que en Las niñas (2020), se desarrolla un homenaje a esas épocas: el juego de la rana, las fotografías analógicas, las cintas en VHS, los libros apilados en las estanterías.
En este sentido, son formidables las secuencias en las que Isabel busca antiguos ejemplares en la librería de Ramón y donde encuentra bocetos teatrales escritos por Ramón en viejos cuadernos. Posteriormente, la humildad y la autenticidad con la que Ramón confiesa al médico que él es escritor, impulsado en esa confesión por su hija. Me parece otro de los momentos cimeros de la película. Ramón dice: «Yo en esta vida he hecho de todo. He sido albañil, vigilante de seguridad, he trabajado en la hostelería. Y también he escrito. He escrito mucho. He publicado poco».
La literatura en Los destellos potencia el humanismo de su propuesta fílmica —creo que fue José Luis Sampedro el que dijo que escribir es vivir—, y vertebra la magistral secuencia de la habitación del hospital. En la cama, Ramón. En un lado de la misma, Isabel. En el otro, Madalen. La hija empieza a leer un pasaje bellísimo de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez —es un ejemplar de la niñez de Ramón, firmado por él, en 1973; lo sabemos por la anterior secuencia en su librería—. La cámara se acerca con un zoom a las miradas de Isabel y Ramón, conmovidos, al borde de las lágrimas, recordando, a través de la voz de Madalen y las palabras del poeta de Moguer, la historia de su vida, la historia de su amor.
«Tan cierto de no morir…»
(Pedro Salinas)
Escribe Javier Herreros Martínez | Fotos Caramel Films