El antihéroe de los poderes medidos
Un intento de retorno al cine noir con buena fotografía y escenarios prolijos; Marlowe nos sitúa ante una trama coherente y sin demasiados vericuetos, que se desliza por fuera de nuestra conciencia temporal. Ágil tránsito, entretiene más allá de personajes un tanto fríos y desconectados; le falta un poco de clima a la cinta, pero no fracasa, consigue el objetivo sin sobresaltos.
El regreso a la pantalla del detective creado por Raymond Chandler nos depara un desarrollo que, si bien peca de carencias en cuanto al despliegue de los personajes, promueve inferencias disponibles a la reflexión.
Marlowe (Liam Neeson) es contratado por Clare Cavendish (Diane Kruger), una dama de la alta sociedad que pretende encontrar a Nico Peterson, su amante desaparecido. El trascurso de la investigación se topa con un homicidio que involucra a un Peterson falso, el genuino deberá ser localizado.
Marlowe encarna la ingenuidad solo aparente, recurso que lo vuelve confiable, a la vez que protege su integridad, en tanto reputado investigador «al servicio de la ley». El filme desgrana la diferencia entre el bajo mundo, oculto en las apariencias de lo sórdido, y la corrupción oficial topeada por límites que justifican su uso. Es la «nobleza» de una causa, solo asequible si se adosa a la integridad de los protagonistas.
Marlowe es el prototipo de esa expeditiva fórmula justificada en la imposibilidad de acceso a la verdad por otros medios; su éxito le ha valido la expulsión de los servicios en fiscalía, la película lo reivindica en sus procedimientos. Es que la buena fe del personaje se expande en el contraste con los permanentes juegos de manipulación y corrupción de las clases altas; la vinculación al delito y ansias de poder impregnan un ambiente cargado de incógnitas tan solo pasajeras.
La fórmula es sencilla, se vuelve efectiva en aras de una contundencia de sentido, tanto busca clarificar como entretener; consigue su objetivo al final. La señora Cavendish despliega una doble apertura donde traiciona a su marido y confunde al detective. La falsedad de los datos se fusiona, la absolución se da en la naturaleza de las reglas de juego. El sistema tolera manipulaciones varias en aras de una fluidez que no necesita ser consagrada, opera como algo inevitable e inherente a la naturaleza de las relaciones sociales. La «bonhomía» de Marlowe permea intencionalidades espurias, se encarga de validar lo corrupto por el sentido en la utilización; si la causa es justa es posible operar violando la ley.
Puesta en escena acorde al juego de apariencias que esconde la verdad; una sofisticación, que oficia de ambiente natural, oculta la sordidez en medio de indagatorias «respetuosas» y bien habladas.
Marlowe gestiona las relaciones con suficiente rapidez como para exorcizar la sospecha, aunque, a medida que transcurre la cinta, ésta se va desplegando de forma automática, cae por su propio peso en la analogía de los habituales estereotipos comportamentales. Los diálogos denuncian en progresión; la historia resuena a thriller lavado, despunta silencioso en brevísimos momentos para no alcanzar el clímax. Es algo de lo que adolece el filme, faceta que no opaca el resultado final; apuesta por una lógica de entramado discernible a cada paso.
Estética con mucha luz que, bajo circunstancias especiales, puede llegar a transformarse en el predomino absoluto de algún color. La fuga intensifica un azulado que domina la escena en medio de tiroteos y amenazas. La Sirena es confusión, chica escurridiza, solo se deja ver en circunstancias especiales. Un azulado turbio envilece, a la vez que refuerza el alboroto.
Los personajes difusos, pero siempre identificables; la escena huele a clandestinidad; la tortura se acopla al sonido ensordecedor de la música. Salvación del resultado en función de los «justicieros» liberados, el secreto se desarticula en la irrupción que invade y ordena. La Sirena, voz femenina en imagen; la presencia delata, aplica en medio del desorden y la impostura; solución que estabiliza en tiempo de preparación de un no tan previsible desenlace. Las cartas se han definido, los bandos están sobre la mesa.
Precisamente, el color azul suele asociarse a la razón, la justicia y el bien encarnados en la divinidad; la analogía viene desde el acceso a explicaciones racionales acerca de lo que está sucediendo, la verdad hace su aparición en defensa del «buen obrar». Se hace justicia en el recorte de garantías, hay carta blanca para la acción.
También estará presente el rojo, invade la escena. El protagonista incursiona en terreno hostil, completará la amenaza latente. Es el infierno del mal en medio del fuego. La transgresión de un territorio, tan «receptivo» como desconocido, situará a Marlowe ante el descubrimiento de lo sospechado. Instalación de un peligro secreto, Hanson está al descubierto; la confianza es insinuada por partida doble; el «como si» prefigura riesgo, nueva faceta de un detective ávido por descubrir la verdad.
La línea de fuego siempre sabe correrse hasta la expectación de sucesos que pretenden ser expuestos en resolución; de nuevo, la naturaleza especial de las cosas las endereza hacia un equilibrio que escamotea la justicia. Marlowe es testigo desde un contrapicado que resalta las alturas y las intercambia en caída aparatosa, un descenso a los infiernos donde el fuego está por todas partes; presencia que mitiga lo escandaloso y lo suprime con la anuencia del protagonista. Marlowe asume realidades propias de una ética tan necesaria como incombatible. La aceptación se vuelve moneda corriente, lógica de destinos jugados en la simulación. La señora Cavendish revela su intención, desde hace rato sabemos que lo que dice no es lo que piensa.
El dinero como portador de todos los males, su destrucción final reequilibra los poderes ante la osadía de un amateur que pretende progresar por el chantaje. El dominio se recompone en la política, los ámbitos empresariales despuntan en el marco de una confianza catalogada de torpeza. Marlowe no querrá participar; será artífice en su delación, pero también reconocerá su carácter necesario.
Un golpe bajo para nada novedoso; la política, y su pedestal de intocables, participa sin sacrificio, los astutos delegan en lo que ya luce manchado; el círculo se cierra, carnicería de peces gordos y estafadores de poca monta; es la experiencia de un detective curtido por la inasible realidad. Limitante en la aplicación de justicia que solo puede existir reformulada hacia la adaptación de lo que ya es un hecho como código de relacionamiento delictivo.
Adaptación de la novela La rubia de los ojos negros (John Banville, 2014), el filme se presenta como un noir algo desteñido y frío, aunque mantiene cierto aire de desazón y descreimiento. Un pretendido realismo a prueba de manipulaciones donde la figura de Liam Neeson cumple al apartarse de roles acostumbrados; la acción es sobria y con cuentagotas, momentos necesarios a cierto viraje en la trama.
La hermosa Diane Kruger es una femme fatale dotada de artimañas; ingenua en la presentación puja con su madre por un lugar de privilegio. Un sálvese quien pueda basado en la adherencia, una trama que no pierde el control, prestancia sin excesos; tras la simpleza resurge una expectativa que no alcanza a sacudir, pero mantiene el interés.
El filme nunca lució espectacular, aunque sí efectivo en la cordura de un sentido común compartible.
Escribe Álvaro Gonda Romano | Imágenes Diamond Films España