Mi crimen (2)

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Caricatura francesa

mi-crimen-0Resulta paradójico que el director de En la casa (2012), François Ozon, apele a la liviandad dramática, a la ligereza de la comedia, para calificar y justificar su última producción, un grano más en la prolífica industria cinematográfica francesa, la única en Europa capaz de afrontar al granero norteamericano.

Mi crimen está situada en los convulsos años treinta del siglo pasado, concretamente en 1935, en París, ergo en Francia, una Francia que ante los zarpazos del extremismo de derechas había decidido organizar la defensa de la III República mediante la creación del Frente Popular, nueva estrategia de la Internacional Comunista ante el sonoro fracaso de la anterior (el socialfascismo) para impedir la llegada al poder de los nazis en la vecina Alemania.

Cabe destacar que nada de ese ambiente político e histórico se deja transparentar en la comedia de Ozon, ni siquiera como tenue telón de fondo. Antes bien, el director galo apuesta por incidir y ahondar en un tema que siempre le ha sido grato: la (ahora sí) tenue frontera entre la realidad y la ficción, con los consiguientes juegos metaliterarios que ofrecen ambos aparentemente conceptos opuestos.

En concreto, se quiere rendir tributo a una época artística en la que la comedia se erigió como artefacto consolador de los amargos gérmenes que se estaban larvando en el mundo entero y que desembocarían primero, en la Guerra Civil Española; después, en la II Guerra Mundial.

El caldo de cultivo en el que se cocinaría el magistral toque Lubitsch y la screwball son el modelo al que se homenajea y cuyos pálidos ecos hacen presencia en el filme de Ozon, sabedor del titánico esfuerzo (y talento) que se requeriría para una emulación, con lo cual se conforma con una simple imitación posmoderna, en la que a la manera de las matrioskas se va rizando el rizo dramático de una manera un tanto narcisista y muy autocomplaciente.

Pues, en última instancia, se trata de la defensa y la apología del cine francés, ergo, del propio Ozon, mediante la edificación de un escenario visual y de una trama estereotipados que son el simple pretexto para que el espectador esboce un indisimulado rictus de satisfacción y de aquiescencia.

El carácter metaficcional viene dado desde el primer plano, cuando un telón-cortinaje profundamente carmesí se alza para permitir adentrarnos en una historia que, a modo de analepsis, de concatenación, se utilizará también para finalizar la historia, pero invirtiendo los términos: si antes se transitaba desde el teatro hasta el cine, ahora será desde el cine hacia el teatro.

Como elemento aglutinador, como eslabón metafórico, la representación, la palabra al servicio del interés particular de cada personaje, de sus propios intereses egoístas, en una especie de ritual relativista que remarca la incapacidad, la imposibilidad de encontrar una verdad verdadera, más allá de las diferentes versiones-interpretaciones sobre los hechos. Por eso el posesivo del título: ese determinante frente al sustantivo crimen adquiere mayor importancia y relevancia que la propia historia, la historia de ese crimen, pues la cercanía deíctica, señaladora del posesivo, hará que varios personajes pugnen por apropiarse del asesinato.

Esta disputa recaerá sobre dos personajes femeninos interpretados por dos insignes actrices francesas, cada una de ellas representante de las nuevas hornadas y de las actrices consagradas. Nadia Tereszkiewicz encarna a una joven aspirante a actriz, Madeleine Verdier; Isabelle Huppert interpreta a una vieja gloria del teatro y del cine mudo francés, orillada por los nuevos tiempos y deseosa de recuperar su antiguo lugar de privilegio: Odette Chaumette, un personaje que remite al estereotipo de actriz destronada que también encarnó Bette Davies, y que aquí está caracterizada como una arpía al modo Cruella de Ville, con unos dálmatas que subrayan el parecido para algún despistado que no se haya percatado.

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El vínculo entre ambas actrices será el crimen, el cuerpo del delito: un promotor teatral y cinematográfico que usa y abusa de las jóvenes actrices pretendientes, en un explícito guiño al personaje real de Harvey Weinstein, una especie de proto-Harvey antes de tiempo. Si a este lo derribó el movimiento Mee too, a aquel lo desenmascara la estrategia urdida por la joven Madeleine en connivencia con su amiga y compañera de piso, la prometedora, joven y bella abogada Pauline Mauléon, interpretada por Rebecca Marder.

El ardid de ambas amigas consistirá en erigir una mentira (las fakenews) para lograr la publicidad que le permita a la joven actriz ser conocida y alcanzar el triunfo artístico, pues la sala del tribunal se convertirá en el escenario en el que mostrar sus maravillosas dotes de actriz. Pues, efectivamente, la justicia también responde en última instancia a una representación y a un espectáculo, cuya liturgia y cuyos resortes son meros estereotipos, más que instrumentos que persigan mostrar la verdad y ejercer la justicia.

El McGuffin del crimen se convierte en la espina dorsal de un guion bufo, de una astracanada que aspira a utilizar lo caricaturesco para desmontar la caricatura social y artística, el estereotipo.

A partir de ahora, un desfile de personajes secundarios ocupan la pantalla y profundizan en el cliché irónico. Un detective machista y prejuicioso; un juez pretencioso e incompetente; un constructor y arribista emprendedor que había formalizado un contrato muy ventajoso con el difunto, cuya muerte le reporta mayores beneficios económicos; un joven lechuguino, rico e indolente, amante de Madelaine: el padre de este joven parásito, un empresario de neumáticos que no admite a la aspirante actriz como nuera; una cotilla portera; un joven periodista afanoso de publicar noticias que lo aupen en la profesión…

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Una galería de personajes que le sirven a Ozon para seguir jugando con los actores franceses más renombrados: Dany Boom, Fabrice Lucchini, André Dussollier…, de modo que se rían de sus propios personajes, de las máscaras y de las caricaturas que interpretan y a los que consiguen dotar de vis cómica, o al menos en ello se esfuerzan. Los diálogos transitan por los clichés, por las frases hechas y mil veces escuchadas en situaciones parecidas, unas veces con mayor chispa (pocas, la verdad, más allá de algún arañazo de esgrima verbal); otras, más aburridas y soporíferas (toda la secuencia que transcurre en la sala del tribunal).

La sororidad femenina será crucial para la resolución satisfactoria no del crimen, sino de las ataduras e impedimentos que lastran a los personajes femeninos, pues la visibilidad, esto es, la representación del poder femenino es lo que se está dirimiendo y es el verdadero homenaje que persigue Ozon.

No podía faltar el toque libertino, erótico, tan caro al cine francés, con esa secuencia de las dos amigas desnudas en la bañera, urdiendo sus planes en una franca y desnuda intimidad. Como telón de fondo, la puesta en escena de ese París de los años treinta que alimentaría el cine de Carné o de Jean Renoir, a los que se les reconoce con esos fragmentos en blanco y negro que imitan sus películas: esas calles por las que ya deambulaba el comisario Jules Maigret y que también nutrirían muchas de las novelas duras de Simenon.

El cine y el teatro son objeto de constante pleitesía, de lúdico escarceo y aleve deconstrucción. La pareja de amigas coprotagonistas acuden al cine para ver Curvas peligrosas (1934), de Billy Wilder, en un juego metaficcional más de los muchos, demasiados, que pueblan el guion.

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En ese tono jocoso; en esa reivindicación de la alegría de vivir que rezumaban las comedias de los treinta, con esas heroínas tan modernas y libérrimas (Carole Lombard, Katherine Hepburn) se regodea François Ozon más que para avisarnos de aquello que se avecinaba (y que tan bien supieron plasmar Renoir en La regla del juego o Irène Némirovsky en sus novela póstuma Suite francesa) o que se nos puede venir encima, para proyectar el discurso actual preponderante y dominante del feminismo institucional, lo cual resta fuerza, vigor y energía a su mirada, llena por el contrario de satisfacción y de tierna complacencia.

La reconstrucción artística del crimen, la manipulación de los hechos vía literatura: las dos mujeres ejecutan al desalmado acosador en escena mediante la reescritura de la realidad, las convierte en aliadas sobrevenidas. Esas manos alzadas y entrelazadas de las dos actrices delante del público entregado y fervoroso simbolizan no sólo la unidad femenina, sino la alianza de acero del cine francés, entre las nuevas generaciones de actores y los veteranos consagrados.

De esa aleación de metales nuevos y ligeros con viejos y pesados extrae su fortaleza la cinematografía francesa, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad. Qué mala es la envidia.

Escribe Juan Ramón Gabriel | Imágenes Caramel Films