Ópera prima de Mario Casas

El Mario Casas actor inicia aquí su futurible carrera como director de largometrajes, con esta obra que en principio hay que valorar en su justa medida. No es una película importante, pero tiene aspectos de interés para el amante del cine español y, concretamente, de los nuevos directores españoles.
Este es un primer peldaño de Casas, un primer paso en este difícil mundo de la dirección. Ponerse detrás de una cámara y sacar adelante un producto digno y profesional es un valor como para aplaudir. Eso, antes que entrar a degüello, como más de uno ha hecho.
Se sitúa la historia en un barrio humilde a las afueras de Barcelona. Allí viven Dan y sus dos amigos, Vio y Reno. Viven al día, sin pensar demasiado en un futuro más o menos inmediato, entre fiestas, chupitos y porros.
También roban joyerías por el procedimiento de estrellar un coche contra el escaparate para, una vez abierto un boquete, penetrar en su interior y a toda prisa robar los relojes y joyas de las vitrinas y estanterías. Luego huyen en una moto los tres y la policía pisándoles los talones.
Uno de ellos, Dan, tras su apariencia de joven delincuente, esconde alma y habilidades, propias de un artista con talento. Dibuja y pinta en su cuaderno y es un grafitero interesante, todo lo cual es diferente al mundo que le rodea. Dan vive con su abuela, pues su padre, delincuente y drogadicto, está en la cárcel.
Al poco de morir la abuela su padre sale de la cárcel, un psicópata en toda regla que pretende someter al hijo a su antojo y violentamente, lo cual despierta en Dan sus viejos demonios. Esta espiral de violencia le conduce a huir y a poner a prueba la amistad entre los tres amigos. La cosa acabará con otro robo fallido que obliga a Dan y a Vio a escapar a Madrid.
Esa huida tiene algo de autobiográfica para Casas quien alude al título así: «hay algo en el viaje de esos dos a lo desconocido, de otro que hice yo también cuando llegué a Madrid. (…) Me sentía muy solo, pero tenía un sueño, que era ser actor, y saqué alas de él» (declaración fiel pero traída de los pelos).
La ambientación nos conduce también a unos barrios obreros barceloneses que Mario transitó con su hermano Óscar durante la niñez. Por lo demás, parece que la familia de los Cass es bastante cohesionada y en nada se parece al relato del filme.
Eficaz aparato impresionista en términos de efectos de sonido y banda sonora que me ha gustado, de Zeltia Montes (selección de canciones personal e inteligente). Excelente fotografía de Edu Canet, que reviste sobriamente pero también con intensidad, la película. Tiene un plano secuencia inicial muy logrado que insinúa las futuras tensiones de la historia.
En un momento, dos amigos, él y ella, entran en la casa de ella a recoger unas cosas. Lo que vemos y oímos es la viva representación de la familia desestructurada contemporánea. Mucha porquería sentimental en el salón, incomunicación a gritos, crudeza etílica presenciada por niños y adolescentes en un hogar que huele a basura, pesadumbre, rabia y cuchillo afilado y puntiagudo. Apenas breves minutos sutiles y sin subrayados de texto o de imágenes de más, pero un panorama muy elocuente.
Lo que se cuenta es la historia de un joven acosado por todos los lados de su existencia, un muchacho dolido y desgarrado interiormente por un padre que es puro peligro.
En el reparto, Óscar Casas, hermano de Mario, hace un excelente y riguroso trabajo del personaje Dan; portentoso, capturando los destellos del fin de la inocencia, un adolescente de barrio pobre viviendo con su amorosa abuela en el súper extrarradio, que es más allá del extrarradio de Barcelona. Sobrevive con los palos que va dando y algo con la pintura.
Sus dos colegas son encarnados con enorme intensidad, energía y actitud por una genial y debutante Candela González y un eficiente Farid Bechara, también actor nuevo y no profesional; acompañando Fran Boira (un poco excesivo como el padre psicópata), Marta Bayarri o Gerard Oms. Estas interpretaciones son una aproximación a las formas del cine quinqui que todos conocimos desde los setenta, como las de Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma.

Entonces, ¿cine quinqui?
Veamos, este género siempre fue una forma de denuncia exasperada y colérica, denuncia ríspida, a la vez que exaltación de unos personajes marginales como si fueran héroes. Estas cintas quinqui se movían en un cenagal y sabían que chapoteaban en un barrizal de violencia y drogas. Un cine que transmitía una realidad casi documental y sus protagonistas eran delincuentes reales. Esos protagonistas (el Vaquilla, etc.) acababan muy mal, víctimas del alcohol, la heroína y la violencia de la cárcel. Vidas tristes que alcanzaron un patetismo sublime en la pantalla.
Sin embargo, esta película de Casas hace un extraño salto mortal proponiéndose como una heredera de lo quinqui, pero que no lo es de manera genuina, sino convirtiendo el espíritu de aquellas obras en mercancía consumible, medio light, medio inocente. Por empezar, Casas es guapo y lo que cuenta, la tragedia del protagonista, no tiene mucho de callejón sin salida social y sí mucho de predestinación trágica personal como hijo de un padre maltratador.
En fin, en esta cinta hay homenaje y consideración al filme de Saura Deprisa, deprisa (1981); además, está más cerca del cine social español de principios de los 2000 (Achero Mañas, Fernando León de Aranoa), que del cine quinqui.
Lo que sí se puede decir es que estamos ante una historia de amantes perseguidos y en fuga, teñidos de desamparo, donde hay dolor y una visión oscura de la vida, de sus vidas. También mucho dolor, dolor interior y amenaza que acecha en cada esquina, angustia, fatalismo, incluso nihilismo por incapacidad para sobrevivir a unas circunstancias muy adversas. Sólo el amor los mantiene.

Como escribe Vázquez: «Casas ha debutado con una película orgánica, tumultuosa y enérgica, intuitiva en esencia, que rememora paisajes de su infancia a la vez que pretende capturar una mirada naturalista, más melancólica que enfurecida».
Casas hace un seguimiento de la pareja protagonista, poniendo su nerviosa cámara prácticamente encima de los jóvenes, lo que resulta excesivo. La forma en que aprehende sus rostros, sus gestos, sus cuerpos, habla de cómo se relacionan con el medio físico y con el entorno social, la forma de tocarse, de mirarse y cómo en sus caras se acumulan historias difíciles, huellas de violencia y reacciones llamativas, como cuando Dan agrede brutalmente al dueño de un supermercado porque le está pegando a su hijo pequeño. Unas biografías terribles, a pesar de su juventud.
Vemos en pantalla una interesante mixtura de amistad, cariño y comprensión que nos aproxima a estos jóvenes tan enamorados como desdichados. Un lenguaje físico que funciona, aunque no fluya siempre igual el verbal. Otras partes son en exceso esquemáticas —parte del argumento mal construido—, todo ello fruto de un libreto de Dévora François y el propio Casas al que le falta un hervor, o dos.
Película, en fin, que, con las deficiencias propias de una ópera prima, entretiene, resulta interesante y posee cualidades formales atractivas. Se ve que el Mario Casas director ha aprendido mucho de su trayectoria como actor y ahora ha querido dar un salto valiente, a la vez que le hace un regalo a su hermano Óscar.
Escribe Enrique Fernández Lópiz | Fotos Warner Bros. Pictures España