Mi única familia (2)

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Vida alienada de una esposa y madre (2)

Casitreinta años después del éxito alcanzado con Secretos y mentiras (1994), Mike Leigh ejecuta una copia casi mimética del que ha sido considerado su mayor acierto cinematográfico. Pero si veinte años no son nada, treinta parece ser que sí lo son, y no precisamente para mejor.

Tal vez sea el tumultuoso e irrefrenable paso del tiempo; tal vez, la paulatina, constante e imparable degradación cultural (intelectual) de Europa; tal vez, simplemente, que los tiempos han cambiado, pero el hecho cierto es que la última aportación del director británico a su acervo artístico adolece de la fuerza y de la emoción de su afamada predecesora, de la que deviene pálido eco, copia ajada.

El planteamiento de esta Mi única familia se asienta sobre las mismas bases de su modelo de 1994: escudriñar, con una mirada entomológica, el magma sobre el que se genera y se erige el material básico de eso que se ha dado en llamar el núcleo familiar primigenio, el constituido por los lazos de sangre de primer grado; radiografiar la larva ardiente que bulle en ese núcleo fundador, tapada por el manto formal y contenido de las relaciones afectivas y sociales, a la espera de que se produzca una erupción volcánica que destroce el statu quo falso e hipócrita que asfixia a los personajes, para poder desprenderse de esas cadenas aparentes y vacías en aras del hallazgo explosivo del verdadero cariño, del auténtico amor. Fundamento este último y genesíaco para poder soportar y sobrellevar los embates de la vida.

Leigh retoma a la actriz Marianne Jean-Baptiste para protagonizar su última película. En Secretos y mentiras encarnaba a la hermanastra de color de la protagonista en un papel en las antípodas del histrionismo e histerismo de su atribulada (y vulgar) hermana. La contención, el laconismo y la parquedad eran los atributos que Jean-Baptiste oponía frente a la desmesura y la incontinencia fraternal de la actriz Brenda Blethyn (magnífica), todo ello delante de la impotente y doliente mirada de su hermano (un inconmensurable Timothy Spall).

Veintinueve años más tarde, Marianne Jean-Baptiste interpreta a un personaje que remite al de Brenda Blethyn del filme de 1994: un personaje antipático, desagradable, con el cual el público no sólo no puede empatizar, sino que le provoca urticaria. La actriz se pone en la piel de un ama de casa cincuentona, cuya cotidianidad viene marcada por la amargura y la frustración que la invisten desde el último pelo de las rastras de su cabeza hasta el recoveco más íntimo de su torturada alma.

Jean-Baptiste, desde el minuto cero de la historia, muestra todo un repertorio de aspavientos gestuales y de palabras ponzoñosas que más que caracterizar férreamente a su personaje lo caricaturizan, convirtiéndolo en un espantapájaros que no sólo impide alzar el vuelo dramático al guion, sino que lo condena a un vuelo rasante, prosaico y melodramático.

El desafuero externo del personaje ha de servir para somatizar la amargura y la frustración interior, pero son tales los decibelios de sus gritos; el veneno de sus palabras; los incontrolables ademanes y muecas de la actriz, que lo que debía ser un busto esculpido con las más aceradas marcas del sufrimiento es un espantajo que incita al asesinato con premeditación y alevosía. Por favor, que alguien le pare los pies y le rompa… el alma.

En la puesta en escena, se produce un desfase entre la mirada distanciada y contenida, casi flemática, de la cámara, y el huracán de negras palomas melodramáticas en las que chapotea el personaje. Leigh recurre al gran angular y al zoom para mostrarnos esa lejanía cientificista, casi de mirada analítica: hay que rehuir el sentimentalismo, lo almibarado, con la pretensión de alcanzar el núcleo emocional desnudo, sin trampantojos argumentales.

Pero frente a esa impavidez formal de la enunciación, los personajes propenden a la exageración, al desbordamiento, a la desmesura. Posiblemente el director ha forzado esa oposición para alcanzar sus objetivos prospectivos, para escarbar en lo más superfluo en busca de la veta más profunda, pero el resultado no ha sido el deseado. Como tampoco le funciona el recurso contrario: los primeros planos, la cámara acechando el cogote y los rostros de los personajes cuando se apuesta por convertir el telescopio en un microscopio para acercarse a ellos. O el reflejo especular forzado por la presencia de esas imágenes simétricas a través del reflejo (los espejos de la peluquería de Chantelle; de la habitación de Pansy, la protagonista).

En cierto modo, todo lo que la pantalla ofrece son efectos sucesivos y recurrentes de la madre y esposa harta de su condición de madre y de esposa, y de su roce con un mundo hostil que parece acosarla y agredirla. Pero el efecto logrado es el contrario: la hostilidad radica en el interior de Pansy (Jean-Baptiste) y en su feroz combate contra todo y contra todos: contra su marido, un pusilánime fontanero que vive acogotado por los improperios de su mujer; contra su hijo: un obeso negro de manual, estereotipado, con rasgos y gestos propios de un disminuido o discapacitado, que ni estudia ni trabaja: sólo zampa; contra la dependienta del supermercado, contra la doctora joven y delgada que intenta auscultarla y reconocerla; contra la joven y paquistaní dentista que se esfuerza por reconocer su dentadura; contra la encargada de una tienda de muebles que pretende ser amable con ella y atenderla con cortesía…, toda una retahíla de situaciones creadas ad hoc para mostrar ese carácter furibundo de Pansy, para expandir su malestar de una manera tan enfática y recurrente, que al final provocan hartazgo, cansancio improductivo.

Un cine de contención en lo formal y exageración en la interpretación de la protagonista.

Cabe señalar que los personajes protagonistas pertenecen a un entorno social acomodado y pudiente; a una clase media que reside en una urbanización en el norte de Londres y que disfruta de un confort burgués. Es decir, ni el racismo ni los problemas de clase son los objetivos que persigue criticar el director. Ya quisieran muchos espectadores españoles de una situación económica parecida a los protagonistas disfrutar de ese nivel de vida.

Frente a la aspereza de Pansy, sólo hay un personaje que le haga frente con torería y valor: su hermana Chantelle. Esta regenta una peluquería y su carácter es simpático, amable, risueño, vital. Prácticamente una persona feliz con su vida y su familia, con sus dos bellas y jóvenes hijas, ambas con unos buenos empleos y que todavía viven con su madre en un ático luminoso en el que que se palpa y respira felicidad: bailan, se gastan bromas, comen, beben, ríen por cualquier tontería…

Obviamente, estamos ante la foto invertida de Pansy. Pero si esta es demasiado desgraciada per se, aquellas son demasiado felices por lo mismo.

A los cincuenta minutos de la película, el director se aviene a mostrarnos la causa primera del modo de ser de ambas hermanas: la áspera Pansy, la tierna Chantelle. La celebración de la festividad del día de la Madre y la consiguiente visita a la tumba de la madre muerta cinco años antes parecen aclarar la causa y el móvil del comportamiento de los personajes: Pansy no soporta la figura de su madre muerta, a cuya agonía tuvo que asistir accidentalmente, pues le reprocha a su madre ser la causa eficiente de su sentir desgraciado, de su amargura profunda, de sentirse «maldita».

El abandono del padre conllevó un estallido que obligó a la madre a tomar las riendas familiares, a tener que trabajar y dejar a Pansy como responsable de la casa, al cuidado del hogar y de su hermana pequeña Chantelle, sacrificando los anhelos de estudio («yo era buena en matemáticas») y su posterior desarrollo personal: su única salida fue casarse con un hombre al que no quería —ni quiere— para no quedarse sola. Todo esto se dice, pero a estas alturas ya nos resulta irrelevante e injustificable, casi inverosímil, como justificante de la actitud de Pansy.

Mike Leigh regresa al planteamiento de «Secretos y mentiras» treinta años después.

Hay que resaltar que también la hermana, Chantelle, fue abandonada por su esposo, pero ella se sobrepuso y tomó las riendas de su vida y de sus dos hijas pequeñas, a las que ha sabido criar en un clima de amor y de felicidad.

Tras la visita a la tumba de la madre, Pansy entrará en un mutismo y en un laconismo reconcentrado. Esa visita al cementerio carece de garra y emoción (fordianas), como adolece de profundidad el ensimismamiento emocional, la ruptura interna de Pansy. Sus lágrimas no nos conmueven y, de hecho, son un simple ínterin. Al regresar a su hogar, regresa su espíritu hostil y combativo. Incluso parece haber tomado la determinación de expulsar de su habitación, de su vida, a su atribulado marido, quien también parece mantener una tensa relación familiar con su progenitora, pues no responde nada cuando es interpelado por ella, silencio que tendría que ser revelador como causa no explicitada, pero que permanece como una anécdota más de las que se van desgranando sobre la marcha.

La secuencia final nos remite a la panorámica general inicial, focalizada sobre el exterior de la pulcra vivienda familiar y del ordenado y burgués entorno vecinal. Esta rima refuerza el carácter de repetición y recurrencia, el énfasis sobre lo que hemos visto: unos días en la vida de una familia cualquiera, extrapolable a cualquier vida normal.

No obstante, una sensación de alivio se apodera de nosotros. El silencio se agradece. La historia se acaba y la catarsis no se ha producido. Tal vez haya que buscarla en Secretos y mentiras. Quizás no sea posible en estos aciagos tiempos. Lo que queda claro es la incomparecencia de los personajes masculinos, la incompetencia de los hombres como padres y el tesón de las mujeres como madres corajes.

Quizá ese sea el mensaje de Leigh, la dura verdad (Hard Truths) del título original: la vida alienada de una esposa y madre que todavía no ha superado la frustración y el rencor que como hija siente por su fallecida madre, cuya sombra sigue siendo alargada (a pesar de que su única presencia viene dada por la foto en la sepultura del cementerio) y de la que no logra desprenderse.

Escribe Juan Ramón Gabriel | Fotos BTeam pictures