Música (3)

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La soledad sonora

La elección de Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975, de la directora belga Chantal Akerman) como mejor película de la historia por la revista inglesa Sight and Sound, desbancando a clásicos ancestrales tales como Ciudadano Kane o Vértigo, es la prueba palmaria de o bien un cambio de paradigma en la concepción cultural, en este caso cinematográfica, de Occidente; o bien la manifestación de una nueva tendencia ideológica que aspira a consolidarse y conseguir su lugar en la cumbre.

Serán el tiempo y las ulteriores producciones culturales las que acrisolen la enjundia, la sustancia de esta nueva corriente, o su efímera fama. En cualquier caso, lo que se pone de manifiesto es la irrupción de toda una filmografía cuyo nexo de unión es la dirección femenina, la abundancia de piezas intelectuales escritas y dirigidas por mujeres.

Esta eclosión responde al impulso feminista remozado en los últimos años e insuflado de nuevos bríos, siendo una parte muy importante de una actualizada política contestataria que, partiendo del rechazo a un desaforado neocapitalismo globalizador y depredador, acoge entre sus reivindicaciones la crítica del heteropatriarcado, la necesidad de la descolonización intelectual e ideológica, la reivindicación de los derechos LGTBi, la visibiliización de la mujer, el movimiento MeToo, la cultura woke, la denuncia del genocidio palestino y… todo aquello que cada lector quiere añadir (animalismo, antitaurismo…).

Así pues, hablamos de un cine que en su apartado femenino pretende mostrar, filmar, otra manera de ver el mundo, la vida, la realidad (se supone que frente al modelo dominante masculino y protocapitalista).

Estamos hablando del cine elaborado por las directoras francesas Claire Denis, Céline Sciamma o Mia Hansen Love, verdadera triada capitolina, cuya influencia es reconocida notoriamente por la abundante nómina de nuevas y jóvenes directoras españolas, cuyo cine está copando la vanguardia estética, desde la aclamada Clara Simón y su Alcarrás (2022), hasta la más discreta y mejor construida O corno (2023, de Jaione Camborda); o la más poética y austera El agua (2022), de Elena López Riera.

Un mínimo de cuatro o cinco nombres más se podría añadir a la lista, en la que incluso tendrían cabida algunas directoras trasalpinas: Alice Rohrwacher y su reformulación posmoderna del mito de Orfeo, amén de su enmienda a la totalidad de la Italia actual, vía escenificación de los años 70 y 80, aquellos en los que se jodió no sólo el Perú, sino la Italia moderna y corrupta: La quimera (2023). O, también, la tan pésima como popular —mejor populista— Siempre nos quedará mañana (2023), de Paola Cortellesi un panfleto pseudofeminista que provoca el sonrojo ajeno, no por feminista, sino por panfleto.

En esta nueva ola vanguardista, rupturista e innovadora es en donde se inscribe esta Música, con guion y dirección de la alemana Angela Schanel (1962), ampliando el territorio geográfico por el que se expande este nuevo virus fílmico. Cabe señalar las concomitancias de esta película alemana con la supradicha La quimera. Ambas parten de un relato mítico, de un impulso mitológico con los que actualizan la modernidad imperecedera de los relatos clásicos y los saben dotar, al tiempo, de una contemporaneidad crítica y reivindicativa.

Schanelec arranca su espartana puesta en escena del mito sofocleo por excelencia, de la trágica historia del hijo del rey Layo y de su mujer Yocasta, ejemplo paradigmático de la irreversibilidad del destino que traza el hado, al cual estamos sujetos todos: dioses, héroes y hombres.

Su lectura de Edipo rey se sustenta sobre unos mimbres que hacen del extrañamiento su núcleo axial, apelando desde el primer minuto a la resistencia (la resiliencia, casi) del espectador para dejarse embarcar en una travesía narrativa en la que ha de ser el propio pasajero el que trace el rumbo de una singladura en medio de unas imágenes que le rompen los esquemas clásicos de la lógica narrativa y lo conducen si no al naufragio, sí al menos a la derrota conceptual, a la imposible consolación de un lábil y escurridizo sentido que se le escapa de los ojos a espuertas, incapaz de dotar de significado a las ásperas pero tiernas, hirsutas pero acariciadoras, ríspidas pero hipnóticas sucesiones de acontecimientos que se le ofrecen. Si acaso y quizás, la música barroca clásica puede aportarle el efecto consolador ante las heridas de la pantalla, de igual modo que los acordes y los motetes musicales se convierten en el refugio balsámico del extrañado protagonista.

La capitana de este navío fílmico se empeña en que no tengamos ningún puerto de arribada en el que refugiarnos.

Pues la capitana de este navío fílmico se empeña en que no tengamos ningún puerto de arribada en el que refugiarnos de las inclemencias de su travesía narrativa, de los embates de la vida. Nos hurta el salvavidas de la posible recomposición del puzle dibujado en la pantalla, pues nos roba las categorías kantianas del espacio y del tiempo, destruyendo la lógica de su sentido para hacernos zozobrar sin remedio.

Se apropia hasta de la palabra, pues el relato se caracteriza por su insonoridad, por la ausencia de diálogos, por la mera presencia del sonido diegético de las olas del mar o del canto de las cigarras en medio del secarral de las montañas griegas, o del tráfago del tráfico en Atenas o en alguna ciudad alemana. Pues somos nosotros los que hemos de acabar de escribir y de leer lo que sucede delante de nuestros asombrados ojos, ávidos de capturar aquello que sucede fuera de campo, pues lo nuclear, lo basal apenas aparece esbozado, insinuado, apenas pergeñado.

Lo abstruso de la historia se ensambla perfectamente con su dicción: en cierto modo, este nuevo cine de mujeres no sólo busca visibilizar temas hasta ahora no tratados en imágenes, sino que persigue representarlos de otro modo, con otro lenguaje. En sus mejores ejemplos, esta nueva corriente cinematográfica pretende romper con lo establecido por adocenado, estereotipado y patriarcal-capitalista…, etc., etc.

Persigue una especie de gramática femenina, una sintaxis que trascienda el modelo dominante y permita acceder a… ¿dónde? En cierto modo, sobrevuela el anhelo de ruptura propio de la Revolución Cultural, cuyos nefastos efectos son ampliamente conocidos, pero cuyo elan emancipador y adanista se renueva constantemente.

Música porfía por desnaturalizar a los personajes, por que estos se desprendan de cualquier atisbo de artificiosidad estética, aunque sea la más despojada naturalidad, aquella que se quiere un retrato puro y duro de la vida. No, no es eso. Pues un hieratismo en los movimientos actorales perfectamente ensamblado con unos planos generales y unas secuencias filmadas con la distancia del gran angular (se nos viene a la mente aquel intento ¿fallido? de Jaime Rosales con su Tiro en la cabeza, 2008) alejan al espectador de cualquier atisbo de identificación no ya sentimental, sino incluso narrativa.

En fin, una película bizarra, distinta, que exige mucho al y del espectador, quizás demasiado.

Asistimos atónitos, ahítos de vacío diegético, a una sucesión de secuencias ante las que hemos de rendirnos inermes, aunque nos quede el consuelo de descubrir incoherencias, de atisbar errores en la trama, de subrayar algún despropósito. Pero ni por esas nos libramos del tono adusto, de la sensación de fracaso ante la imposibilidad de armar el artefacto que nos han modelizado en la pantalla.

Nos restan los indicios: esos pies hinchados, agrietados, heridos del protagonista (como los de Edipo, cuyo nombre denota tal hinchazón); ese abandono en mitad del monte (como Edipo de nuevo); esos coches antiguos que nos permiten localizar la acción a finales de los sesenta, después pasar a los ochenta para acabar, incongruentemente con la supuesta lógica temporal del relato (ya habíamos señalado que la directora la ha quebrado o le importa un higo), en un presente de móviles inteligentes en una ciudad alemana, a la que no tenemos ni idea de cómo hemos llegado desde las montañas helénicas.

Nos amparamos en ciertas repeticiones, paralelismos, de casas, de gestos, de playas, que nos muestran cierta idea de eterno retorno, de recurrencia vital de la que no podemos zafarnos. Esa cámara estática, inmóvil, distanciada y distante de lo que acontece dentro de su encuadre, que objetualiza a los personajes. Ese estatismo con el que la directora nos exige que alcancemos el extatismo, la catarsis, la liberación, que el personaje protagonista (¿seguro?) parece alcanzar junto a su hija Febe a lo largo de ese paseo a orillas de un río (alemán) en cuyas aguas se han bañado y cuya caminata la cámara acompaña desde lejos, desde la orilla contraria, en un travelling de seguimiento que parece mimetizarse con el fluir constante e imparable del tiempo, de la vida.

En fin, una película bizarra, distinta, que exige mucho al y del espectador, quizás demasiado; que corre el riesgo de que esa exigencia supere la recompensa del esfuerzo; que puede naufragar en las aguas crípticas y opacas de cierto ensimismamiento, de determinada intransitividad, de cierto narcisismo satisfecho. O tal vez sea el momento de recuperar y reivindicar el modus operandi de un Dreyer y el hieratismo de sus personajes, al modo de un Kaurismaki extremado y más severo.

O como señalaron en el festival de cine de Valladolid (en donde le otorgaron el premio a la Dirección y a la Fotografía), la sombra de Bresson… y la de todos aquellos que han intentado tener una mirada propia y personal. Quién lo sabe. El tiempo nos lo dirá.

Escribe Juan Ramón Gabriel | Fotos Atalante