Napoleón (2)

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Un Napoleón vulgar

La dimensión histórica de la figura de Napoleón Bonaparte ocupa un lugar privilegiado no sólo en el acervo cultural de Occidente, sino también en el imaginario colectivo más popular. Su estampa ha sido el espejo en el que se han contemplado todos aquellos que padecen algún tipo de megalomanía. Su retrato ha sido objeto de culto por la pintura, de David a Gross; su impronta histórica nutrió gran parte de la producción de Goya (los desastres de la Guerra, el tres de mayo…). 

En cierto modo, fue un adelantado y precursor del culto a la juventud: su condición de general lograda en edad muy temprana, así como el epítome del héroe antiheroico, del paradigma del protagonista carente de épica por bregar en un nuevo mundo que carecía de la misma y en donde el dinero y la política serían los nuevos valores absolutos.

La admiración que Stendhal le tributaba se personificó en sus dos personajes más conocidos, en esos dos advenedizos (parvenus) protagonistas de Rojo y negro y de La cartuja de Parma. En la primera, Julian Sorel escondía de miradas indiscretas su más preciado tributo: una biografía del emperador; mientras que, en la segunda, Fabrizio del Dongo deambulaba tras la debacle de Waterloo sin ser consciente de su participación en la batalla.

Balzac acabaría de moldear el arquetipo de antihéroe en sus novelas de la Comedia humana, verdadero muestrario de todo el nuevo universo forjado tras la caída de Napoleón (Rastignac, Lucien de Rubempré). Todavía en 1950 Gonzalo Torrente Ballester dedicó una obra dramática a la figura napoleónica en Atardecer de Longwood, capital de la isla de Santa Elena en donde fue exiliado y murió el Emperador. Incluso Álvaro de Campos-Pessoa lo cita en su monumental Tabacaria: «El mundo es de quien nace para conquistarlo/y no del que sueña que va a conquistarlo, aunque tenga razón./He soñado más que todo cuanto Napoleón hizo».

El cine se hizo eco del personaje histórico desde bien pronto. Ahí está el Napoleón (1927), de Abel Gance, cine mudo con un sistema innovador de proyección (polivisión), que sesenta años después sería restaurado y reivindicado en el Palau de la Música de Valencia, con un Carmine Coppola (el padre de Francis Ford) dirigiendo en vivo y en directo una orquesta que interpretaba la banda sonora mientras se proyectaba el filme en una pantalla tríptica.

Desiré (1954), de Henry Koster, se hacía eco de un joven Napoleón anterior a su triunfo y de su relación amorosa con la heroína del título (Jean Simmons), apelando a una perspectiva más humana e íntima, bajando al personaje del pedestal de la Historia. En cambio, Waterloo (1970) escenificaba la batalla que supuso su defenestración política y militar, ahora con una mirada estrictamente histórica y externa, sin aditamentos sentimentales.

A rebufo del revival historicista en que ya desde hace décadas nos encontramos inmersos, tanto a nivel literario como cinematográfico (directamente proporcional al nivel de ignorancia de los sucesos históricos y a su renuencia a lo cronológico de las nuevas generaciones), Ridley Scott desempolva la figura de Bonaparte.

Cabe resaltar la querencia que el director siempre ha mostrado por el cine histórico, ya desde su lejano debut en la dirección en 1977 con Los duelistas, en donde partiendo de un relato de Conrad trazaba la trayectoria de las guerras napoleónicas que asolaron Europa a principios del XIX; hasta ejemplos destacados más recientes como 1492: la conquista del paraíso (1992), Gladiator (2000), El reino de los cielos (2005), Robin Hood (2010), Exodus (2014), El último duelo (2021).

El género histórico se aviene con las virtudes del director de Alien, pues le permite desplegar todo su ingenio visual y escenificar grandes escenas de masas acompañadas de vertiginosos movimientos de cámara. Es decir, una espectacularidad cultivada con denuedo por el cine desde sus más tiernos orígenes, desde Griffith y De Mille, hasta Kubrick, Lean y Scorsese.

Phoenix dota a Napoleón de un hieratismo próximo a la oligofrenia, con una interpretación monocorde, sin ningún atisbo de progresión externa ni interna.

El Napoleón de Scott sigue a pies juntillas la cosmovisión de su director: un producto sofisticado, bien acabado, de una perfección formal omnímoda (vestuario, decorados, armas, explosiones, palacios suntuosos), envolvente y apabullante que, no obstante, no logra disimular que se trata de pólvora mojada.

Scott fía su apuesta a dos bazas, amén de toda la parafernalia, pompa y boato del diseño de producción (no estamos ante el Kubrick de Barry Lyndon ni ante el Scorsese de La edad de la inocencia): por un lado, la interpretación del controvertido Joaquin Phoenix, cuya carrera actoral ha cabalgado a lomos de personajes torturados, estrafalarios, marginados, alejados de cualquier atisbo de normalidad burguesa. La omnipresencia del actor y de su personaje es casi absoluta desde el inicio: un travelling de seguimiento del carruaje que transporta a Maria Antonieta a la guillotina, ejecución contemplada por el joven militar desde un ángulo de la plaza, mimetizado entre la fervorosa multitud.

Phoenix —suponemos que con la aquiescencia de Scott— dota a Napoleón de un hieratismo más próximo a la oligofrenia que a la sacralidad, mediante una interpretación monocorde, sin ningún atisbo de progresión externa ni interna (el tiempo pasa, los años transcurren y el físico del personaje permanece incólume), sin ninguna metamorfosis corporal o psicológica: Napoleón-Phoenix es el que es ab initio y hasta el final, imperturbable, incólume, con un gesto pétreo y unos silencios y ausencias más próximos a un espectro de autismo que a una reconcentrada inteligencia o a un interiorizado dolor o sufrimiento.

Napoleón es un tableau vivant que emerge de las pinturas de Gross; es una marioneta cuyo resorte no lo maneja nadie, más allá de la pura acción y de un arbitrario e inconexo guion que remite a determinados hechos históricos (unas batallas sí; otras, no) que se muestra incapaz de penetrar en la psique y en el corazón del teniente corso. Phoenix encarna a un Napoleón malencarado, tan bizarro como dubitativo; colérico en ocasiones, con unos estallidos de violencia rayanos en el ridículo, que lo desdibujan como personaje; en otras, incurre en una vulgaridad soez.

El otro punto de apoyo debería ser (pues no lo es) la historia de amor con Josefina Beaharnais (1763-1814). Vanessa Kirby se desenvuelve a trompicones en su relación con Bonaparte: de la necesidad de supervivencia tras ser liberada de la prisión —pelo a lo chico, electrizante y en punta; maquillaje en abundancia; gestos procaces y erotizados (a saber, casi  un remedo de Pris, la replicante a la que daba vida Daryl Hannah en Blade runner de 1982)—; de un adulterio incausado e improductivo a nivel dramático, a convertirse en paciente esposa, fiel amiga y necesaria consejera de su esposo, incluso después de ser repudiada y obligada a divorciarse por razón de estado (era incapaz de engendrar un heredero).

La relación con Josefina es una de las tramas más débiles del filme: falta la pasión…

Su relación no sólo no echa chispas, sino que resalta la pobreza de los materiales sobre los que se edifica la película. Sus encuentros son soporíferos, sus diálogos vulgares y chocarreros. En cierto modo, su relación se atiene a todos los lugares comunes que se han vertido sobre la misma, destacando la secuencia en la que consigue hechizar al joven militar: se abre de piernas y le ofrece su tesoro (no hay primer plano, por supuesto). Tampoco este vínculo amoroso emana dramatismo, El tópico de una gran mujer detrás de todo gran hombre resulta rancio e improductivo, pues ni siquiera ofrece enjundia narrativa. Las escenas en las que hacen el amor nos muestran a un Napoleón cubriendo a Josefina con cara de circunstancias y sin asomo de placer (ni de amor). Un polvo breve, efímero, epidérmico, como el recuerdo de esta película.

En un lugar aparte figuran las inexactitudes históricas, las cuales nos resultan indiferentes (que se rasguen las vestiduras los chovinistas franceses) para la valoración del filme, pues interesa del sintagma cine histórico el sustantivo cine, no el adjetivo histórico. La fidelidad a los hechos de la Historia se sobreentiende; la interpretación de estos, no. La película se estructura a partir de una serie de episodios históricos que no consiguen ser hilvanados con fruición dramática para ahondar en la personalidad o en el personaje histórico de Napoleón.

La Revolución Francesa se zanja con cuatro cartelitos, con el asesinato de María Antonieta y con la caída de Robespierre delante del Directorio. La toma de Toulon junto con Barras nos ofrece una de las escenas más impactantes: Bonaparte es derribado de su caballo por el impacto de una bala de cañón que destroza el pecho del animal. Terminada la batalla, regresa y extrae del cuerpo del animal la bala, con el encargo de ser enviada a su madre. La campaña de Egipto sirve para ilustrar la estupidez de Bonaparte (bombardea una pirámide; se mofa de una momia). De allí, al golpe de estado del 18 de Brumario, mediante el cual Napoleón se erige con el poder. Los carteles renuncian a la fecha revolucionaria (¡pobre Marx, se queda sin título!) por la del 9 de noviembre de 1799. La ejecución del golpe de estado nos ofrece a un Napoleón ridículo, patético, cobarde.

De las Guerras de Coalición, destaca la batalla de Austerlitz (1805). Aquí el director echa toda la carne del espectáculo en el asador, regodeándose en los ahogamientos de los soldados en las aguas heladas, con toda una paleta cromática que inunda la pantalla. La invasión de Rusia ofrece escenas extraídas de los desastres de la guerra goyescos, mostrando una guerra de guerrillas y una crueldad desconocida acontecidas en el suelo peninsular español, por arte de birlibirloque cinematográfico trasladadas a Rusia. Se muestra el incendio de Moscú. La funesta retirada de Rusia. El primer exilio a Elba. El regreso de Napoléon.

Y, como colofón, la batalla decisiva de Waterloo y su derrota frente a las tropas inglesas de Wellington y las prusianas. Scott se refocila en esta batalla. Su planteamiento es el propio de esas recreaciones de pugnas que tan de moda se han puesto últimamente. No aporta nada al personaje ni a la historia. Muerte de Josefina, en un segundo plano y fuera de campo, sin extraer, una vez más, ningún aspecto dramático, por incapacidad e impericia, no porque Scott se haya apuntado a estas alturas de su provecta vida al distanciamiento brechtiano.

Cabe resaltar la querencia que el director siempre ha mostrado por el cine histórico, ya desde su lejano debut en la dirección en 1977 con Los duelistas.

Captura: Wellington se entrevista con él en el barco (guiño a la magnífica Master and Commander, 2003, de Peter Weir) que lo transportará a Santa Elena. Escenas en la reclusión de la Isla. Muerte: su efigie recortada, su silueta característica declina y abandona el plano, mientras escribe su última carta a… Josefina: polvo será, más polvo enamorado. Este requiebro de amor inmortal y eterno —a destiempo— añade un déficit más en el haber.

El guion desprecia la elaboración y construcción de los personajes secundarios. Renuncia a dotar de acompañamiento la soledad y la desnudez de los protagonistas. Por ahí desfilan una serie de zombis a los que se recurre y se abandona sin ton ni son: el hermano de Napoleón, los políticos Paul Barras, Talleyrand, Fouché. La madre de la criatura, que hace acto de presencia para suministrarle a su hijo la certificación de la incapacidad de gestación de Josefina, ofreciéndole una moza para que la insemine. El zar Alejandro; Francisco el emperador de Astria; María Luisa de Austria, su segunda esposa y madre de Napoleón II; los hijos de Josefina. El propio Wellington, al que interpreta Rupert Everett, y algunos más.

¿Qué perseguía Ridley Scott con la resurrección del personaje de Napoleón? ¿Advertirnos sobre la irrupción de nuevos cesarismos, de nuevos autócratas que cabalgan sobre Occidente a lomos de populismos emergentes? ¿Hablamos de Putin, de Trump, de Bolsonaro, de Maduro? ¿Hablamos del auge del liberalismo, del asedio a las democracias por los extremismos de derecha y de izquierda?

El emperador de los franceses, el inspirador de la tercera sinfonía (Heroica) de Beethoven; de la apertura 1812 de Chaikovski. El impulsor del código civil que lleva su nombre y nutre la mayoría de las legislaciones actuales europeas; el primer político que surgió tras el parto violento de la Modernidad cuyos antecedentes no tenían ningún tipo de pedigrí, más allá del mérito, esfuerzo y capacidad, merecía un retrato más afinado, menos lastrado por los tópicos al uso.

Con estos mimbres no sólo no se combatirá la ignorancia populista (que no popular), sino que se expandirá y se fortalecerá, pues la popularización no tiene por qué conllevar una vulgarización.

Escribe Juan Ramón Gabriel | Fotos Sony Pictures España