Claridades en la penumbra

«Ya ves,
que vamos avanzando,
cumpliendo este camino.
No lo sé.
Ya ves».
(José Antonio Labordeta)
El nuevo filme de Miguel Santesmases, Tierra baja, no logra aprovechar las posibilidades discursivas de una potente historia y un valioso guion, firmado por el propio Santesmases y Ángeles González-Sinde. Pese a ello, se trata de un largometraje digno, con secuencias cuidadas y un buen trabajo interpretativo de la pareja protagónica: Aitana Sánchez-Gijón, que da vida a Carmen; y Pere Arquillué, que encarna a Eduardo.
Considero que el principal talón de Aquiles de la película radica en que se queda a medio camino a la hora de reflejar sus centros temáticos más relevantes: la crisis existencial y creativa de una veterana guionista (Carmen), así como las penalidades y esperanzas del mundo rural turolense.
El comienzo de Tierra baja posee consistencia, solidez, ya que, de una manera precisa, sin ornamentación, sitúa a la protagonista, una reputada guionista alejada del universo cinematográfico, en la masía familiar de un pueblo de Teruel, un refugio para los sinsabores de su vida. A través de la quinésica de Sánchez-Gijón, de su mirada melancólica, nos damos cuenta de la penumbra en la que vive inmersa la protagonista.
Santesmases, con sabiduría fílmica, contrasta muy bien la ardua coyuntura vital de Carmen con las personas sencillas, vitalistas, afables, con las que trata: la dependienta de una tienda de alimentación, que le propone salir con su grupo de amigas; su prima, que le insiste en que colabore con un artículo para una humilde revista; y Damián, un manitas, que, en su bonhomía y laboriosidad, soporta el carácter arisco de Carmen, producto de su tristeza interna.
La obra de Santesmases resulta muy valiosa en el apartado concerniente a la conexión de la conflictividad psicológica de la protagonista con la naturaleza, que no es solo una mera ambientación, sino un entorno puro, auténtico, donde Carmen intenta levantar su maltrecho ánimo. El proyecto de regadío que anhela Carmen para su olivar es su manera de seguir creyendo en la vida, de no bajar los brazos, de no hundirse.
En la composición de los planos, en la hermosura de las arboledas, de las tierras agrícolas, hay una apreciable huella de Erice, del Erice de El espíritu de la colmena (1973) o El sur (1983), o de películas de nuestra época como Alcarràs (2022), de Carla Simón. No será este el único influjo ejercido por Erice, pues la temática de la crisis creativa y existencial también está tratada —de una manera más profunda y compleja que en Tierra baja— en el último largometraje del cineasta vasco: Cerrar los ojos (2023).
Hacia la mitad del metraje, la película de Santesmases se hace algo rebuscada, artificiosa, en su propuesta de estructura encuadrada, de narración dentro de una narración. Parece todo cogido con alfileres, y eso que tanto Sánchez-Gijón como Arquillué nos ofrecen secuencias magníficas, de una emoción contenida, de un sobrio dramatismo que no cae en la fácil sentimentalidad.
No obstante, la línea discursiva del antiguo amor perdido que retorna no presenta la fuerza fílmica necesaria, quizá sea algo previsible y carente de encanto. Cuando Santesmases desarrolla la vertiente narrativa del amante enfermo, con un nexo evidente con Volver a empezar (1982), de Garci, pienso que es demasiado tarde para levantar la historia de amor.
A destacar, asimismo, el trabajo dialógico, que incluye los importantes silencios, la naturalidad de las conversaciones, que abarcan de lo cotidiano a lo trascendental, de lo retrospectivo a lo futuro, de lo divertido a lo dramático, que junto con la estructuración bimembre de los planos para focalizar la atención en los dos protagonistas y el excelente uso de la luz natural tanto nos recuerdan a La buena estrella (1997), de Ricardo Franco, cuyo magistral guion, escrito por este director y González-Sinde, obtuvo el Goya.

A pesar de que La buena estrella supone una cima del cine español y Tierra baja se encuentra lejos de la grandeza del filme de Franco, ambas creaciones buscan abordar cómo las personas hacen frente a las adversidades de la vida, o si queremos aludir a las palabras de Miguel Delibes, cómo los individuos intentan remediar en su existencia una soledad que los congela, los paraliza, los aprisiona.
En relación con el barbecho creativo de Carmen, y cómo esa ausencia de creatividad entronca con la falta de ilusión por el día a día y una tendencia a la melancolía, el dolor que punza, Tierra baja, según se iba desarrollando, me recordaba mucho a Sonata de otoño (1978), de Ingmar Bergman. En el filme del cineasta sueco, el alejamiento de la música de la protagonista (Ingrid Bergman) presenta evidentes similitudes con el distanciamiento del cine de Carmen, y es muy probable que esa decadencia existencial, presente en otros trabajos bergmanianos como Persona (1966), Gritos y susurros (1972) o Saraband (2003), haya alentado el largometraje de Santesmases.
Por otro lado, Tierra baja no consigue mostrar con la adecuada consistencia las problemáticas de las zonas rurales en España, a menudo ninguneadas por los poderosos de variado signo, y que, en pleno siglo XXI, deben afrontar el despoblamiento, la ausencia de recursos económicos y la marginación, a todos los niveles, dentro de las regiones. La película sí resulta valiosa a la hora de presentar a las gentes humildes de los pueblos, tan verdaderas, tan humanas, y tan distantes de todas las hipocresías y rapacidades de numerosos habitantes de las grandes urbes.
Antes de finalizar esta crítica, me gustaría poner de relieve la hermosísima partitura pianística de Alejandro Román, que toca algunos acordes de Bach, y que no ejerce de música de acompañamiento, sino que potencia toda esa geografía de lamentos y esperanzas que constituye el itinerario vital de los protagonistas.
«Para sentir tu piel
lejana
te escribo».
(Ángeles Mora)
Escribe Javier Herreros Martínez | Fotos Zavijava Films