Las madres tienen razón

A sus noventa y tantos, Yoji Yamada sigue haciendo cine. La de director se sabe que es una profesión longeva, pero el maestro japonés parece que tiene el firme propósito de alcanzar a Manuel de Oliveira, el indiscutible campeón en esta competición, con una docena de películas cuando ya era centenario. La gran esperanza de vida nipona puede ayudarle en este objetivo.
Si a eso añadimos el carácter de legatario de Yasujiro Ozu que se le atribuye, su trabajo parece una misión que se empeña en cumplir para estar a la altura del gran maestro, ofreciéndonos películas que redundan una y otra vez en los grandes temas de Ozu, con esa cadencia tan propia del director de Cuentos de Tokio.
Una madre de Tokio, el título castellano que corrige el original japonés, Hola, mañana, trata de una madre y de Tokio, y con esto ya queda perfectamente delimitado el campo de la acción: La referencia familiar, que es la que está en el esqueleto de las películas que el alumno dedica al maestro, el marco que ofrece la ciudad de Tokio, gran urbe donde las relaciones se van tornando cada vez más impersonales, ejemplo también de una cultura que trasciende los límites geográficos de la capital, y la alusión al conflicto intergeneracional, que es el que estructura el argumento de la película y le sirve para plasmar su propósito último. Esas son las líneas maestras sobre las que se construye el film.
Más que un discurso intrafamiliar, la película arraiga en la quiebra temporal que se ha producido entre una generación que sigue viviendo con los valores del pasado aún reciente, y los nuevos tiempos que arrasan con esos valores, llevándose consigo las formas de vida y hasta las actitudes de quienes los ostentaban. Una madre de Tokio es un canto nostálgico a un tiempo que desaparece. Y al mismo tiempo un grito por recuperarlo.
Los primeros compases de la película se dedican a poner de relieve este contraste. Las imágenes de la arquitectura fría y geométrica de las oficinas en las que trabaja Akio se oponen a la casa de su madre, una casa familiar en un barrio tradicional que posee la calidez que aquellos rascacielos no tenían. Más adelante la hija de Akio pondrá de relieve la cordialidad de la vida en este marco, donde las puertas siempre están abiertas para quien quiera llegar, por oposición al lugar en el que vive su madre, necesitado de diversos códigos para acceder.
Otros detalles insisten en la presencia de un tiempo que se escapa sin remedio. Cuando la madre realiza sus trabajos de confección, el tallaje lo ofrece en el impuesto sistema métrico decimal, pero siempre lo acompaña con el equivalente en el viejo sistema de medidas japonés, como recordatorio de una época más entrañable y más propia.
El nuevo mundo trae consigo también una nueva forma de vida. En lo personal, en lo social y en lo familiar.
El estrés que guía la existencia del triunfador Akio, todo un jefe de recursos humanos en una importante empresa, no tiene nada que ver con la alegría del Club Amapola en el que se integra su madre. En un momento dado vemos al ejecutivo, en todo su éxito, comer solo en su casa, a diferencia de las tumultuosas comidas comunitarias de su madre.
Esas diferencias responden a las nuevas formas de relaciones sociales que se van imponiendo, y que tienen una perfecta muestra en las actividades a las que se dedican madre e hijo. Mientras el vástago se ocupa de devorar a sus compañeros de trabajo, sin importarle demasiado despedir a su amigo de siempre, porque el sistema y la empresa así lo exigen, y eso para él es incuestionable, la madre emplea su tiempo en atender voluntariamente a los necesitados. Una sociedad, por tanto, que ha pasado de cuidar a sus congéneres a destruirlos en beneficio propio.

En el ámbito familiar las diferencias también son evidentes. A lo largo de la película vemos a Akio intentar reconstruir la familia que tiene destruida. En este caso lo hará amparándose en su madre, que le servirá de puente hacia su hija, porque su matrimonio resulta irrecuperable. Sin embargo, tampoco con su madre la relación ha sido idílica. Existe un detalle de una profundidad inquietante: Cuando Akio llega a la casa de su madre, esta no reconoce su voz, y tiene que decirle su nombre para que la mujer caiga en la cuenta de que está hablando con su hijo.
El contraste con la familia de sus progenitores es palmario. La figura del padre muerto está presente, una figura peculiar pero recordada siempre de manera entrañable. Por otra parte, esta familia sirve de cobijo a la nieta, y se permite incluso esbozar una historia de amor entre la mujer ya mayor y el párroco de la iglesia que, aunque resulte fallida, remite a la armonía que parece ausente en los nuevos tiempos.
Con todo esto podemos entender que la película no se limita a plantear de forma aséptica una situación, sino que toma partido, ofrece una valoración de los tiempos actuales y propone su superación. La redención del ejecutivo agresivo, aún a costa de perder el trabajo por defender a su amigo, restituye las cosas en su orden deseable, muestra el periodo anterior como un paréntesis que debe ser cerrado, y la referencia al oficio de cocinar galletas, mucho más enriquecedor que el que desempeña, devuelve la vida a su viejo estatus.
La continuidad con las viejas costumbres japonesas viene propiciada por el puente que une a la abuela con la nieta. Como se dice en varias ocasiones refiriéndose a la belleza de ambas, los genes se saltaron una generación, y ese salto condena al olvido a la generación intermedia, asegurando la continuidad de lo que importa.

Las referencias a la unión entre las dos mujeres son constantes. Además de la belleza compartida, la joven ayuda a su abuela en el reparto de comida a los necesitados, y se reproduce con ella el momento en que su abuelo tomó las medidas para los calcetines de su amada, supremo acto de amor al que podía aspirar.
Y en el entorno familiar ocurre lo mismo. El fracaso de la relación de pareja de Akio contrasta con la familia feliz que construyó su madre, y que intenta prolongar con el pastor de la iglesia, y con el incipiente noviazgo, bajo los fuegos artificiales, que su nieta está experimentando.
Todo ello delimita una posición no exenta de ingenuidad. El choque generacional es demasiado rotundo para ser creíble. La complejidad que podría cuestionar la valoración de los polos desde los que se articula la película es mínima, cuando no inexistente, y tiene más fuerza el momento en el que Akio acude a socorrer a su amigo cuando este ha protagonizado la agresión en la oficina, y en el que permanece fuera de plano, como una persona inexistente que es ya a los ojos de todos, que la bondad expansiva que emana de esta madre de Tokio, aliñada con unos fuegos artificiales tan evidentes como redundantes.
Película para nostálgicos de un tiempo que, por mucho que se empeñe el director, ni fue tan maravilloso ni es probable que vuelva.
Escribe Marcial Moreno | Fotos A Contracorrientes films