Vidas pasadas (5)

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¡Buah!

Pasan los años y vas acumulando todo lo que tendrías que haber dicho y no dijiste. Tu vida avanza y ese acervo de acontecimientos, de sentimientos, crece, se arremolina y se desborda en tu interior, hasta que llega el momento en que la vas a ver, en el que podrás decirle todo eso que te callaste, y lo que la distancia, cuando no la ausencia, ha reprimido dentro de ti. Ahí está. Se acerca. Ahora sí. Y las palabras se agolpan en tu boca, porque su imagen, deslumbrante, hace que todo se olvide, porque es ella y no es ella, porque el tiempo nos transforma…

Y sólo aciertas a decir ¡Buah! Y ahí está todo; todo lo que fuimos, toda la espera, todas las ilusiones, todo lo que imaginamos sobre el vacío. Y toda la alegría del reencuentro. ¿Qué más cabe decir? Ella lo comprende, y responde de la única, de la mejor manera que podía hacerlo: ¡Buah! Y cada ¡Buah! los acerca. Ríen, se miran. Cada ¡Buah! acumula más y más sentido, y ellos lo saben. No hace falta decir más. Porque lo que tenían que decirse está en sus miradas, en sus gestos, en un pasado en el que se reconocen y tiende un puente entre ellos, entre dos ciudades que han crecido y se han transformado.

Es el encuentro, tras muchos años, de dos niños que se enamoraron, sea lo que sea el amor en la niñez. Esta escena, como tantas otras, como todas las de la película, marca la dimensión del talento de su directora y guionista. Porque se sustrae a la tentación de discursos grandilocuentes, de sentimientos desaforados. Deja que la cámara nos muestre lo que ocurre sin necesidad de explicar nada, contagiando una sensación, insuflándole vida a la imagen.

El argumento no tiene nada de novedoso; ha sido mil veces trillado: Una pareja se enamora, pero las circunstancias les obligan a separarse, hasta que mucho tiempo después se produce el reencuentro. Entonces, ¿por qué de un argumento tan gastado surge una película tan conmovedora? Por lo único que puede hacerlo, por la única razón que hace que el cine se convierta en arte, por la exquisita manera que tiene de contarnos esa ya conocida historia.

En primer lugar, por el respeto con el que son tratados los personajes. Lejos de mostrarnos arquetipos, que actuarían según se espera que lo hagan en su situación, poseen una complejidad que hasta a ellos mismos escapa. Vemos trazos de sus comportamientos, y en ellos adivinamos lo que son y quieren ser, las contradicciones en las que viven, sus esperanzas y sus ilusiones, sus éxitos y sus sordos fracasos. Nada es como se espera, pero al no serlo, todo es mucho más real.

Por otra parte, la narración está llevada con una delicadeza extrema. Cada plano, cada secuencia, contiene una emoción aplacada. No hay subrayados, no hay reiteraciones que nada aporten, no hay concesiones al espectador. Hay cine, sintáctica y semánticamente. Los recursos lingüísticos son utilizados con una brillantez extraordinaria. El poder que acompaña a las imágenes, y la convicción con la que se utilizan, son desbordantes.

Los tres momentos en que se estructura la película, separados entre sí por sendos periodos de doce años, cumplen una función precisa. La niñez, aparte de establecer el planteamiento que desarrollará la película, sirve para hacer una descripción rigurosa de los personajes, la cual se prolongará, sin abandonar esas bases, en los tiempos futuros. Vemos a Nora (todavía Na Young) y Hae Sung niños volver a casa desde la escuela. Ella parece enfadada y no habla, y él, un paso por detrás, con el balón en las manos, se desvive por saber qué le ocurre. Ha sacado la segunda mejor nota, y eso es un fallo imperdonable para ella. En este breve diálogo ya entendemos la fuerte personalidad de ella y la entrega de él.

Más tarde, en la escuela, la niña comunica a sus amigos que se va del país, porque ningún coreano gana nunca el Premio Nobel de Literatura. Una personalidad segura de sí misma y ambiciosa. Unas mesas más allá Hae Sung escucha la noticia en silencio. Y con dolor. Después, volverán en coche del parque, con Nora recostada, durmiendo, sobre el niño, mientras éste, despierto, la vela, la protege. Y, por último, en su separación, repiten el paseo de vuelta inicial, cuesta arriba, pendiente física y emocional, con Hae Sung que no se separa de su balón (lo bota y lo limpia, con todo lo que eso nos indica sobre su carácter), pero que sigue fiel a su amada, hasta que sus caminos se bifurcan.

La personalidad fuerte, ambiciosa, de Nora, ha quedado definida, y será reconocible en los otros dos episodios, aunque el premio que en cada momento persiga vaya cambiando, mientras que el talante entregado y melancólico del muchacho tampoco le va a abandonar en ningún momento. Dos tipos contrapuestos (hasta en sus profesiones será así, escritora ella, ingeniero él) que han establecido una conexión que los acompaña a lo largo de toda su vida.

La película es una historia de amor y no lo es. La reflexión es más bien sobre qué queda de un amor que, quizá, existió.

Esta forma de ser determinará el modo en que se fraguará el reencuentro. Es Hae Sung quien la buscará a ella contactando con su padre en Canadá, sin saber que la joven se ha independizado de sus padres y vive en Nueva York (no como Hae Sung, quien continúa viviendo con los suyos), y ella lo encuentra un poco por casualidad. Finalmente, será el joven quien se desplace a Nueva York para propiciar el reencuentro, aunque ella, cuando visitó Seúl con su marido, trató de contactarle sin éxito.

La película es una historia de amor y no lo es. La reflexión es más bien sobre qué queda de un amor que, quizá, existió. Sobre cómo construimos una imagen, sobre lo que nos impulsa a construirla, sobre cómo la alimentamos, sobre qué subsiste de ella cuando la confrontamos con la realidad. La película versa sobre el paso del tiempo, sobre cómo ese paso del tiempo nos construye, sobre la ilusión de recuperar un pasado incierto, sobre la dificultad de construir un futuro a la intemperie.

Nos habla del miedo de Hae Sung, ya detectado en su vida adolescente, y magistralmente expuesto en la escena en la que se vuelven a encontrar en Nueva York, ya citada. Es ella, decidida, quien se acerca y lo abraza, mientras él apenas se atreve a corresponder a ese abrazo. Al final, cuando se separen, las tornas se invertirán, y será Nora quien se deje abrazar sin saber reaccionar, pues la mujer fuerte se ha colocado ante su propia realidad y ha dudado, mientras que el hombre dubitativo, aunque renuncie, ha confirmado sus ilusiones. Nora, que incluso estaba olvidando su idioma coreano, recupera su niñez y llora, algo que no hacía desde hace muchos años. La visita de Hae Sung la ha resituado en el mundo y la ha transformado.

La película es un duelo, como en los westerns, pero un duelo de amor. No se trata de destruir al otro, sino de absorberlo, de hacerse uno con él. El triunfo es mutuo y consiste en vencer la distancia que media entre los contendientes, el verdadero enemigo.

La planificación así nos lo indica. La distancia de un paso que los separaba en su niñez se convierte después en un océano, el cual se intentaba salvar a través de la pantalla de un ordenador. Cuando se produce la primera conexión, la cámara está mostrando la pantalla del ordenador de ella (quien previamente se ha arreglado el pelo), y hace una breve panorámica para dejarla y mostrarnos la expresión de la joven, porque de eso se trata, de mostrar su emoción. Más adelante, cuando ella decida interrumpir el contacto (siempre ella tomando las decisiones), el movimiento será el inverso, el que se desplaza desde su rostro hacia la ventana que nos muestra los rascacielos de Nueva York, sede de su vida y su ambición. La distancia reconstituida.

La distancia de un paso que los separaba en su niñez se convierte después en un océano, el cual se intentaba salvar a través de la pantalla de un ordenador.

Después, cuando Hae Sung se desplace en busca de Nora, la distancia física se reduce a la mínima expresión, pero la barrera no desaparece. Tras el abrazo, la cámara se va moviendo de uno a otro, incapaces de situarse sobre un mismo plano. Finalmente, cuando se separen, nos ofrecerá un plano de ambos detenidos frente a frente, listos para desenfundar, para desenfundar el abrazo que no llega, y que Hae Sung, quien ha crecido como nunca antes, lo había hecho en esa breve visita a su amiga, lleva a cabo.

Encontrarse con su viejo amigo sirve para que Nora pierda pie en su vida. Lo hace en el ámbito sentimental, dejando aflorar las frágiles bases sobre las que se asienta. La conversación en la cocina que tiene con su marido, negando que sienta una atracción por su antiguo compañero, sirve para cuestionarse la relación que está viviendo, para dar cauce a su confusión, a las miserias que su vida esconde. Y, al final, la luz de la cocina se apaga.

Por otra parte, le retrotrae a Corea, un mundo del que ella se jacta de haber escapado. El cierto desprecio con el que tilda las costumbres de Hae Sung de muy coreanas, choca con sus esfuerzos por integrarse en la vida norteamericana (comenzando por el ya remoto cambio de nombre, que en un primer momento arrebata a su hermana porque ése, y sólo ése, le gustaba, otro maravilloso trazo en la construcción de su personalidad), por dejar atrás una Corea de la que casi ha llegado a olvidar su lengua. Pero ese pasado sigue latente, como la lengua que recupera y como los sueños que se producen en su lengua materna, y que trazan una barrera insalvable con su marido. Las lágrimas finales, la vuelta a la infancia, serán el testimonio del fracaso de su proyecto emancipador.

Su reencuentro es la manifestación del in-yun coreano, el destino que hace que dos personas que se han encontrado ocho mil veces en sus vidas pasadas, aunque no sean conscientes de ello, acaban juntándose. Si bien esa promesa de amor eterno, por encima de todas las vidas y todos los obstáculos, puede ser una ilusión salvífica más que una realidad.

¿Están enamorados los protagonistas de esta historia? ¿Cuál es la verdadera relación entre ellos? La magistral escena con la que se abre la película nos da pistas a la vez que fija la perspectiva que la recorrerá de principio a fin. Alguien que observa a los tres acodados en la barra del bar, aventura posibilidades sobre el parentesco que los une: ¿Antiguos amantes?, ¿pareja?, ¿colegas?, ¿hermanos? No son dudas gratuitas. Toda la película es una indagación sobre la relación que los constituye, algo que ni ellos mismos saben. Las observaciones del anónimo relator hacen aflorar las dudas de los mismos protagonistas.

¿Están enamorados los protagonistas de esta historia? ¿Cuál es la verdadera relación entre ellos?

Sin embargo, sea el recuerdo o sea la realidad, sea la ilusión que puede vencer todos los fracasos o sea el futuro que se abre, la cámara les va a conceder ese momento final de conexión. El marido de Nora, que se interponía entre ambos durante el paseo nocturno, va quedando relegado hacia el extremo del trío, y la cámara va sacándolo de plano. Ahora son Nora y Hae Sung quienes llenan la pantalla, y durante su conversación el marco que los acoge, el fondo del plano, va difuminándose hasta hacerse indistinguible. Al final sólo existen ellos.

La despedida es la constatación de la irreversibilidad del tiempo, por mucho que los recuerdos persistan, y la amenaza de un fracaso. Para Hae Sung la vuelta a Corea, quizá con una nueva novia de reemplazo, bebiendo alcohol con unos amigos tan frustrados como él, y con el peligro de convertirse en ese hombre acabado que se escondía tras él en el plano en el que lo vemos viajando en el metro, y que queda al descubierto cuando se levanta, como una especie de premonición de su futuro, algo que comprendemos cuando notamos que la cámara se detiene unos segundos sobre él al salir Hae Sung de la escena. Para Nora el ingreso en una prisión, ahora consciente, y que se plasma en esas puertas que se cierran tras ella cuando su marido la conduce de vuelta a casa. La valiente y decidida Nora.

Y todo este prodigio no sería posible sin la participación de unos actores descomunales, capaces de expresar con una mirada, con un gesto, con un tono de voz, una vida entera. Greta Lee (Nora) y Teo Yoo (Hae Sung), pero también John Magaro (Arthur) hacen un trabajo excepcional, y en ellos reside la capacidad de convicción que la película transmite. Podríamos añadir la fotografía de Shabier Kirchner, con la frialdad de las tormentas, la esperanza de los rayos de sol, o la calidez de los interiores. En los espacios y en los personajes. O la música, en cuya selección reconocemos a Leonard Cohen o a Van Morrison, entre muchos otros.

Pero por encima de todos, el milagro de una directora que es capaz de debutar en el cine de una manera tan arrolladora. ¿Cuánto tiempo hace que no veíamos una ópera prima de este nivel? ¿Desde Orson Wells quizá? ¿O desde la única ofrenda de Charles Laughton? Celine Song, además, resumía su bagaje artístico en la autoría de diversas obras teatrales, lo cual, si bien se mira, introduce una nueva dificultad a su tarea cinematográfica, pues, además de las complicaciones intrínsecas, tenía que salvar la tentación convertir el relato en un trasunto teatral, y a bien que lo consigue. El resultado es cine puro.

Cuando piensas que el cine ya ha dado todo lo que puede dar, cuando crees que ya nada más se puede obtener de estructuras demasiado gastadas, llega alguien y te sorprende. Y te hace feliz.

 Escribe Marcial Moreno | Fotos Elástica Films