Agosto de fuego y sangre

Llega a su fin un agosto inusual, no tanto por los calores –que han sido intensos pero que ya decaen con la más que notoria irrupción del otoño–, sino por la cantidad de noticias de relevancia que lo han trufado, a cada cual más luctuosa, y que han alejado la idea de que el octavo mes sea el más propicio para las «serpientes de verano».
La historia ya estaba poniendo su granito de uranio para hacer que en el mes dedicado al primer emperador de Roma aconteciera un hito inolvidable: el 6 y el 9 de agosto de 1945 se produjeron los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, como resultado de la culminación del Proyecto Manhattan comandado científicamente por Robert Oppenheimer.
Creo que a nadie sorprenderá que me haya referido específicamente al físico estadounidense cuando la taquilla cinematográfica ha sido reventada –junto a Barbie, no lo olvidamos– por una película que habla sobre su vida, y de un modo más concreto, sobre la parte de ella dedicada a este proyecto.
En esta poco más que correcta biopic se nos habla de su implicación en el desarrollo de la bomba, pero también en la caza de brujas que se produjo en el contexto del macartismo alrededor de su persona.
Creo que no es necesario explicar a nuestra muy cultivada audiencia qué fue el macartismo, pero por si alguien quiere alguna referencia artístico-cultural, quizá deba saber que el dramaturgo Arthur Miller alegorizó esta época en su obra El crisol, o si lo prefieren, Las brujas de Salem. De la alegoría surgió la metonimia, y así, desde entonces, al macartismo se le conoce también por «caza de brujas» y del mismo modo se atribuye esta catalogación a cualquier episodio de histeria colectiva basada en la persecución de personas en torno a una idea delirante.
Si por un casual Las brujas de Salem no se representara actualmente en un teatro cercano a su residencia, debe usted saber que la obra ha contado con múltiples versiones cinematográficas y televisivas: una de 1957, adaptada por Sartre, con Simone Signoret e Yves Montand; otra en 1959, con Sean Connery y Susannah York; una más en 1967, protagonizada por George C. Scott y Colleen Dewhurst; y quizá la más famosa de todas, adaptada por el propio Miller para la gran pantalla y protagonizada por Wynona Ryder y Daniel Day Lewis en 1996.
Los diez de Hollywood
Ya que hemos traído el nombre de Miller al frente, cabría señalar cómo el macartismo tuvo su mayor campo de batalla entre los artistas norteamericanos, fundamentalmente autores cinematográficos acusados de comunismo.
Para 1947, en plena fiebre represora, todo el mundo estaba obligado a pronunciarse sobre sus posibles actividades antiamericanas. No significarse claramente era objeto de sospecha en un ambiente de paranoia y persecución. En este contexto hubo personas que tuvieron ocasión de comportarse como héroes, tomando de un modo asertivo la postura de Bartleby, el escribiente, aquel que renunciaba, como diría Hannah Arendt, a ser un engranaje de la máquina represiva de una sociedad enferma; otras como villanos o traidores practicando la delación, y las más de las veces como personas corrientes, procurando eludir la ocasión de significarse, y con ella, el peligro de ser arrollados por la turba.

Pero en tiempos de excepción, la normalidad no solo es anómala, sino sospechosa, y nadie sobre quien se fijase accidentalmente la mirada podía estar a salvo de tener que declarar su adhesión incondicional a los postulados de los persecutores.
Entre los héroes cabe destacar a los que fueron denominados «Los diez de Hollywood», un grupo de guionistas y realizadores entre los que se encontraba gente como Alvah Bessie (guionista de Objetivo Birmania), Edward Dmytryk (director de Encrucijada de odios y El motín del Caine) y sobre todo Dalton Trumbo, novelista, guionista y director de cine de cuya prodigiosa lista de éxitos solo nombraremos Johnny cogió su fusil, Espartaco o Vacaciones en Roma.
Estos diez de Hollywood –de los que el director galés Karl Francis hizo una película en 2001, Punto de mira– se negaron a responder ante el Comité de actividades antiamericanas –órgano ejecutivo del macartismo– comandado por John Parnell Thomas.
Como resultado de su negativa, amparada por la Quinta enmienda que garantizaba su derecho a permanecer en silencio, todos fueron incluidos en una lista negra y algunos de ellos, en juicio sumarísimo, condenados a prisión.
Paradójicamente, Parnell sería poco tiempo después procesado por corrupción, no sin antes negarse a declarar, Quinta enmienda mediante, sobre sus supuestas actividades delictivas.
Entre los villanos siempre se ha considerado que estaba Elia Kazan, delator de Trumbo y otros muchos, que fue autor de no pocas películas significativas.
Pero la traición no está reñida con el talento, y Kazan ha pasado a la historia por entregar una obra maestra que muchos consideran un elogio de la delación: en La Ley del silencio, de 1954, Marlon Brando justifica su traición a los sindicatos de estibadores contando sus peripecias delictivas en aquella época. Muchos acusaron a Kazan de tergiversar los hechos y de convertir en comunistas a los que, históricamente, no fueron más que simples mafiosos.
De hecho, el guion originalmente compuesto por nuestro ya conocido Arthur Miller fue entregado a Budd Schulberg, tras la negativa de aquel a realizar unos cambios que Kazan consideró más proamericanos.
Al parecer, y según esa sociedad enferma de la que Kazan se convirtió en engranaje necesario, todos los males del mundo libre debían responder a una única causa: el comunismo.
De La Ley del silencio a La ley del hampa

Pero los gánsteres, por mucho que Kazan se empeñara en disfrazarlos u ocultarlos, son una planta cuyas semillas italianas fructificaron principalmente en suelo estadounidense. La mafia se adaptó a las grandes redes empresariales americanas, y medró entre prohibicionismos y redes clientelares. Muchas de las mejores películas de la historia tienen como protagonistas a jefes mafiosos norteamericanos, pero la realidad es que el modus operandi de estas organizaciones es ya internacional, y a veces incluso se estataliza. Véase si no el caso de la Rusia de Putin.
Putin es el prototipo de jefe al que no le gusta que le lleven la contraria, y además le encanta hacer sufrir a sus subordinados cuando deben significarse, emitiendo una opinión que no es más que un consentimiento forzado bajo una sutil amenaza que incluye la posibilidad de la muerte. Es famosa la escena en que el mandamás ruso somete a un discreto, pero contundente, escarnio público a uno de sus diputados renuente a la guerra con Ucrania. Decir «no» a un jefe es muchas veces cuestión de jugarse el cuello. Ni hablemos ya de rebelarse.
El primer caso es el típico en que se hacen ofertas que no se pueden rechazar, el segundo es el de la gente se cae por las ventanas, o sus aviones, como ha sucedido hace poco en el caso de Prigozhin, se desploman misteriosamente.
Sí, todo parece indicar que el calvo infame ha sido asesinado. Ajusticiado, dirían algunos. Pero me temo que el hecho de que un tirano acabe con otro –por mucho que en nuestro fuero interno nos alegre la muerte del primero– no puede denominarse justicia. La ceguera de la tiranía es diferente de la de la justicia: carece de la medida que le otorga su balanza, y es irracional e indiscriminada: nadie está a salvo de ella; ni siquiera los inocentes.
Otro de los elementos más llamativos de las relaciones gansteriles es cómo se protegen entre ellos. Al común de los mortales nos sorprende cómo alguien se atreve a entrar –para medrar– en esa rueda, engrasada con la omertá y la fidelidad canina.
Pero cualquiera que haya visto un mínimo de cine, sabrá que los intereses que los aúnan se disuelven como un azucarillo cuando el poder del jefe se pone en cuestión y la rebelión tiene éxito, o cuando la sociedad criminal –generalmente por razones de fuerza mayor, como la detención de la cúpula– se disgrega. En este sentido no puedo dejar de recordar cómo los jefes huyen como ratas, saliendo incluso por las ventanas en la película Una terapia peligrosa, de Harold Ramis.
La ley del hampa es una gran cohesionadora social mientras el jefe conserva su poder y lo administra con firmeza y pocas estridencias. Todo son entonces aplausos, risas y palmaditas en la espalda. Pero si este flaquea o se muestra en exceso tiránico –como el Al Capone de Robert De Niro en Los intocables, machacando cráneos con bates de béisbol– y no deja paso a gente más sensata, su reinado de terror puede volverse en su contra.
A veces el jefe es renuente, y aún conserva una gran parcela de poder que lo hace a él intocable. Sin embargo, siempre hay atajos para defenestrar al tirano: recordemos que a Capone lo enchironaron por evadir impuestos, ya que no pudieron juzgarlo por crímenes muchísimo más abyectos.
Bien está, en ese caso, lo que bien acaba… pero que lo pillasen por una frivolidad así para hacerle pagar fechorías de mayor calado deja un regusto amargo; insisto: no parece que la justicia merezca tal nombre si no puede aplicarse con medida a lo que han sido verdaderamente actos injustos. Da la sensación de que la consecución de un loable fin ha tergiversado los medios, y de que, llegado el caso, puede suceder lo mismo con cualquiera. Otra cosa es que no queramos verlo.
Ceguera colectiva

No olvido que empecé esta crónica hablando de Oppenheimer y su vinculación tangencial con la caza de brujas. Sin embargo, poca gente conoce un caso en cierta medida diferente, también vinculado a la historia de la bomba atómica, y que produjo un episodio muy llamativo y estudiado por la psicología de masas: el caso de Claude Eatherly.
Eatherly era culpable, sí… aunque todo un pueblo se negara a aceptar esa culpa que él mismo sentía y acabara por responsabilizarlo de otra cosa.
Este oficial de las fuerzas aéreas de los EE. UU. viajaba en el avión de reconocimiento climático que señaló a Hiroshima como objetivo ideal, por sus condiciones atmosféricas, para arrojar la bomba.
No pulsó el botón; no diseñó el ingenio… pero irremediablemente se sentía culpable en gran parte por haber contribuido a la masacre.
Cuando volvió a EE. UU. aclamado como un héroe, ya no era el mismo: sentía no solo que no merecía los elogios, sino que debía ser castigado por su crimen. Se dedicó a atracar bancos –aunque nunca se quedaba el dinero– para poder ser castigado. Se puso en contacto con las víctimas de Japón y abjuró de su condición de héroe. El pueblo americano, señalado en su propia falta de conciencia para con las víctimas del bombardeo, lo consideró un loco y un traidor. Un nuevo tipo de histeria colectiva en forma de ceguera autoimpuesta se apoderó de la nación líder del mundo libre, porque esta no parecía soportar la idea de su propia vergüenza y culpa: puesta frente al espejo de Eatherly, la imagen que de ella se proyectaba era muy ominosa.
Pocos consiguieron ver cómo el relato político-ideológico había cambiado los pormenores del luctuoso hecho de Hiroshima para transformar en heroico lo intolerable: el asesinato de masas. Uno de ellos fue Günther Anders, el filósofo que asistió al juicio en que lo defenestraron y que luego mantuvo una correspondencia con el piloto que fue recogida en el libro Más allá de los límites de la conciencia; otros, no específicamente centrados en la desventura de Eatherly, estudiaron cómo la población se aviene, mediante la presión de grupo y la obediencia a la autoridad, a iniciar procesos de persecución y linchamiento contra individuos que, ya siendo inocentes como las «brujas» de Salem, ya reconocidamente culpables como Eatherly, no se pliegan a la catalogación que de ellas haga un pueblo alienado.
Sobre Stanley Milgram –y en menor medida Asch, que aparece como secundario – hay una película casi documental de 2015 –Experimenter–, que cuenta la sobrecogedora naturaleza de sus estudios sobre conformidad –cómo las personas se pliegan a las percepciones erróneas de la mayoría, aun sabiendo de su falsedad, solo por no llevar la contraria al grupo– y sobre obediencia a la autoridad –cómo los individuos son capaces de infligir daño a otros por verdaderas estupideces solo porque las autoridades se lo exigen–, para llegar a construir sociedades que, adecuada y acríticamente conducidas, acaban por deslizarse hacia el totalitarismo.
El poder de los medios

En este sentido, hay un viejo adagio, no necesariamente conspiracionista y atribuido a Malcolm X, que dice así: «Si no estáis prevenidos ante los medios de comunicación, os harán amar al opresor y odiar al oprimido». Naturalmente, esta dialéctica del opresor y el oprimido era muy del gusto del señor X (me refiero a Malcolm, y no al nuevo nombre que Twitter ha adoptado este mismo mes de agosto, aunque bien podría aplicarse a esto último), y perfectamente asimilable a su época, la de la lucha por los derechos civiles en EEUU. Si quieren ustedes saber más sobre el personaje y su vida, de nuevo les remitimos a un biopic, el realizado por Spike Lee en 1992 que, con las limitaciones típicas de su cine, constituye sin embargo un buen acercamiento a su figura.
Pero este adagio es perfectamente aplicable a otros casos. Estoy pensando ahora en el otro hecho luctuoso que marcó la primera semana de este agosto sangriento: el asesinato de Edwin Arrieta por parte de Daniel Sancho.
Lo llamativo de este caso no es la manifiesta estupidez del criminal, sino el empeño de algunos medios nacionales por convertirlo en algo así como una víctima y un asesino por necesidad, visto el supuesto acoso al que Arrieta –que según estos medios poco menos que se andaba buscando su descuartizamiento– lo había sometido durante su extraña –y en el fondo asumen que indeseada– relación afectivo-sexual.
Negación de agencia del criminal, culpabilización de la víctima, conspiración de la policía tailandesa…todo un despropósito al servicio de la inocencia por infantilización del niñato. Alguien que, siendo joven, guapo e hijo de famosos, no puede ser simplemente un descerebrado y un asesino.
Se dice incluso que estaba a punto de casarse y que cometió el crimen para evitar que el «chantaje» de Arrieta saliese a la luz para estropear una bonita historia de amor. ¿Se han parado a pensar estas lumbreras sobre qué pasaría si el menda se viese en una situación parecida con su futura esposa? ¿Entonces y solo entonces el asesinato sería injustificable? ¿No se dan cuenta de que romantizar un asesinato pasional nos devuelve como mínimo a los albores del siglo XVII?
Colonialismo reloaded

En los albores del siglo XVII comenzaron los portugueses la colonización de África, con la instauración de gobiernos títeres en Zanzíbar y El Congo. Más tarde llegarían neerlandeses y franceses, y ya se sabe en qué acabaría todo esto: reparto del continente, genocidio belga en el Congo, Apartheid, primera Guerra mundial, descolonización y satrapías. Otro desastre continuado que añadir a la historia y que continúa en nuestros días.
Viene esto al caso porque Níger primero y Gabón después han sufrido sendos golpes de Estado que han cambiado los equilibrios de poder no solo en estos países. El colonialismo tiene ahora una renovada apariencia de proteccionismo económico y militar, donde la potencia decadente es Francia, y las emergentes son Rusia, China… y Estados Unidos.
Es difícil no ver la mano de Rusia en los tejemanejes del grupo Wagner, que lucha por hacerse con los recursos de Libia, Sudán, Mali y República Centroafricana entre muchos otros. Muchos aseguran ver su influencia en algunos golpes de estado recientes, como si estuviéramos frente a un remedo de Los perros de la guerra,de John Irvin, la película basada en el bestseller de Frederick Forsyth, pero lo cierto es que no parece haber pruebas de su implicación ni en Níger ni en Gabón.
Bibloquismo everywhere
Lo único claro es que África es un depósito de recursos y una potencia demográfica emergente y nadie quiere perder –como sucediera a finales del largo e infausto siglo XIX– su parte del pastel. Esta parece una batalla más en la guerra de bloques que protagonizan los países occidentales al lado de EE. UU. y de los emergentes –los denominados BRICS- al lado de China e India. No en vano esta sociedad se ha ampliado en los últimos días con la inclusión de Argentina, Egipto, Irán, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y Etiopía.
No he mencionado a Rusia adrede: esta parece incluso perder su poder en la conquista del cosmos: India le ha ganado la partida en su carrera por alunizar en los polos de nuestro querido satélite hace pocos días. La nave rusa, en una metáfora demoledora de su situación geoestratégica, se estrelló en un páramo helado.
Nos conducimos de nuevo a un mundo bipolar, y no solo en el aspecto geoestratégico: Nuestra sociedad planetaria parece haber perdido el control de la razón sobre las emociones, y se conduce ciega hacia el abismo entre momentos de depresión y de euforia.
Algo parecido sucede aquí en España, que tras las últimas elecciones parece incapaz de ponerse de acuerdo sobre los pactos que faciliten la gobernabilidad de un país dividido y frente a frente, pero sin intención de besarse, sino de molerse a garrotazos.
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—Pero… ¿Acaso no vas a hablar de…?
—Preferiría no hacerlo.
Escribe Ángel Vallejo
