Negro sobre blanco
Este 2023 nace como el año del centenario de Lola Flores. Cualquiera que evoque su imagen se la imaginará bailando y cantando, aunque el famoso adagio negaba que supera hacer bien cualquiera de las dos cosas, sin que por ello se dejase de recomendar la contemplación de su arte. Sin embargo, la casi omnirreferencial Wikipedia la cataloga en primer lugar como actriz, y uno no sabe si esta decisión responde a la idea de que La faraona «interpretaba» su cante y su baile del mismo modo en que Marlon Brando pudiese interpretar a un mafioso –con la, bien que lograda, consabida dosis de impostura– o si en efecto se quiere constatar que la jerezana ejerció con solvencia la profesión dramática.
Treinta y cinco películas respaldan esta última versión, algo que no muchos actores pueden decir. Muchas de ellas rodadas bajo el sello de Suevia, productora creada por Cesáreo González que hizo del cine folclórico su estandarte y que tuvo en nómina a José Luis Sáenz de Heredia, reconocido hagiógrafo del franquismo, pero que también financió obras tan señaladas como Calle Mayor o Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem.
Cuando La Lola de España nació, Europa procuraba resurgir de las cenizas de la Gran Guerra y de la pandemia de gripe española, mientras que EE. UU. se aprestaba a disfrutar de los locos años 20 y el cine de Hollywood introducía prodigiosas innovaciones técnicas: el color en 1922 y el sonido en 1927.
Ese mismo 1927 nació en Roma la famosísima Gina Lollobrigida, fallecida el 23 de enero del presente año. Lollobrigida tuvo, en sus inicios como actriz, una corta e intensa carrera en Italia, que llamó la atención de Howard Hughes, quien la llevó a EE. UU. en 1950. Sin embargo, esa primera aventura transoceánica no rindió los frutos esperados y tuvo que regresar a Europa. No fue hasta 1953, con La burla del diablo, que John Huston la hizo debutar en Hollywood, donde desarrollaría durante quince años una carrera que culminó con su vuelta a Italia en los años 70.
Pero volvamos al Hollywood de 1930, donde se rodó la primera versión de Sin novedad en el frente, producida por la Universal y dirigida por Lewis Milestone. Su estreno en Alemania produjo enfrentamientos entre nazis y comunistas, casi como preludio de lo que tan solo unos años después supondría un macabro revival en el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial.
Noventa y tres años después, una nueva versión cinematográfica del clásico literario de Remarque es una de las películas con más nominaciones a los Oscar. Lo llamativo es que se trata de una coproducción germano-estadounidense cuya realización es, por primera vez con respecto a la obra seminal, casi íntegramente alemana y su distribución para todo el mundo ha corrido a cargo de Netflix.
No obstante, la película más nominada ha sido Todo a la vez en todas partes, que también opta al premio a mejor película.
El mencionado filme, que al que suscribe no le ha entusiasmado por parecerle más caótico y profuso en sobreexplicaciones que original y ocurrente, juega con el concepto de multiverso y narra los conflictos interdimensionales de una familia de origen chino residente en los EE. UU.. Con semejante guion y la presencia de no pocos iconos cinematográficos, como Jamie Lee Curtis, Michelle Yeoh y Jonathan Ke Quan, ha reventado –cognitivamente hablando– los sesos y la taquilla de medio mundo, y tal explosión no podía dejar de verse reflejada en las nominaciones de la Academia, máxime cuando la película cumple –no sin cierta retranca– con las directrices del nuevo código Hays de inclusión, que será de obligada aplicación en 2024 para todos aquellos filmes que quieran optar al máximo galardón.
En este sentido, una película como Sin novedad en el frente, no podría aspirar a ello el año que viene, dado que su elenco no parece albergar mucha variedad racial. Se me ocurre, sin embargo, que dado el alto número de lisiados que aparecen en pantalla, podría salvar su idoneidad recurriendo a la inclusión de personas con diversidad funcional.
Igualmente, Avatar podría conjurar el veto en sus próximas entregas aduciendo que los Na’vi son étnicamente diversos, aunque eso no podría evitar que algún que otro activista irrumpiera en la celebración de la gala del teatro Kodak portando un cartel que dijese #OscarSoBlue.
Pero, bromas aparte, los ecos de este racismo sociológico estadounidense vuelven a resonar tras la criminal y vergonzosa paliza que cinco policías propinaron al ciudadano afroamericano Tyre Nichols. Lo llamativo es que todos los policías eran también afroamericanos y eso desbarata un tanto la maniquea interpretación canónica del mencionado racismo histórico, social e institucional del país norteamericano, en el que los blancos siempre agreden a los negros con saña supremacista.
Claro que normalmente suelen postularse explicaciones ad hoc para tales excepciones, y se puede decir que el racismo ha sido interiorizado en este caso como auto odio, lo que viene a significar que los agresores afroamericanos son una especie de «Tíos Tom» que trabajan inconscientemente en favor de la hegemonía blanca, como el despreciable esclavo encarnado por Samuel L. Jackson en Django desencadenado.
Asumo mi total ignorancia sobre la situación social del país que vio nacer a Martin Luther King o Malcolm X, sin dejar de reconocer que el problema racial en el país norteamericano ha hecho correr ríos de tinta a través de las más –y las menos– afortunadas plumas; pero yo suelo ser partidario del principio de parsimonia y amigo de las explicaciones más simples: pudiera ser que la violencia policial en los EEUU obedeciese más bien a una pobre selección y escasa preparación de los candidatos al cuerpo, acentuada con el desprestigio creciente de una profesión a la que, por ello mismo, cada vez acuden más desertores del gueto y del precariado.
No es raro que los socializados en la miseria y la violencia confundan la autoridad que da el uniforme con el autoritarismo de la pistola y la porra, y el respeto debido a los agentes del orden con la desfachatez de quien se piensa inviolable. Recurrir a complejos mecanismos psicosociales de culpa y responsabilidad histórica pueden quedar muy bien en un paper universitario o en una gala hollywoodiense, pero no suele arreglar problemas de convivencia bien arraigados en desigualdades materiales.
Con todo, si los defensores de la teoría crítica de la raza insisten en el absoluto ontológico de la maldad blanca, y la por ella contaminada inocencia de «los racializados», siempre les queda el recurso al trampantojo cinematográfico que con la mayor sorna y atrevimiento del mundo, profirió Jesse Owens con ocasión de su consecución de cuatro medallas de oro en las muy racistas Olimpiadas de Berlín en 1933: le propuso a los nazis que si tenían algún problema con el color de su piel, emitieran los negativos de la película en la que vencía con suficiencia a los alemanes, así él aparecería como blanco y los derrotados como negros.
Al parecer, los antirracistas de entonces poseían algo además de una razón aplastante: tenían inteligencia y sentido del humor… negro.
Para humor negro el del chiste de Julián López en la gala de los Premios Feroz de 2018, que se ha viralizado a raíz de los abusos presuntamente cometidos por el productor Javier Pérez Santana en la entrega de los mencionados premios este 2023. López hizo una especie de chiste posmoderno en el que la gracia residía en hacer sentir miedo a los posibles acosadores que, se daba por supuesto, existían también en la farándula patria. Con su cara seria y guardando hasta siete segundos de turbador silencio, pareció dar a entender que podía revelar los nombres de los infames, para después bromear sobre el mal rato que la conciencia podía haberles jugado a algunos. Era solo una broma, acabó por decir… pero era una de esas bromas con carga de profundidad, que trocan sonrisas en sudores fríos y lágrimas.
Algo parecido sucedía con las acciones llevadas a cabo por el colectivo ultrarracionalista Homo Velamine: en su propia ironía anidaba las más de las veces la llamada de atención sobre un hecho vergonzante arropada en sarcasmo. Tan lisa, patente y descarada era a veces la puesta en escena de sus actos, que nadie podía pensar que algo así no fuera en serio. Y por eso una de ellas, la del falso Tour de la manada, se erigió en paradigma del escándalo moral de los biempensantes. Cuando se descubrió el engaño, este se reveló como un castigo demasiado doliente como para hacer destilar simples sudores fríos o lágrimas en los culpables. El señalamiento de sus miserias era tan notorio y a la vez tan sutil, que los dotados de un mínimo de inteligencia no podían menos que verse señalados dos veces. La prensa, principal damnificada por su pobre desempeño profesional y su gusto por la carnaza, reaccionó con todo un arsenal de mentiras envueltas en niebla; la judicatura se aprestó a castigar ejemplarmente… el emperador desnudo corrió a ocultarse entre la multitud, mientras esta apedreaba al niño que lo había descubierto.
La historia nos la cuenta Juan Soto Ivars en su libro Nadie se va a reír, y viene al caso de este editorial no solo porque en ella se pone negro sobre blanco la peligrosísima tendencia de los opinadores actuales a interpretar literal, y lo que es peor, moralmente, casi todo lo que exige un mínimo esfuerzo hermenéutico… sino porque Anónimo García –el niño apedreado por la multitud y enjuiciado penalmente por descubrir las miserias del periodismo patrio– y Juan Soto Ivars estuvieron presentando el libro en la librería Ramón Llull de Valencia, y tuve ocasión de reunirme con ellos.
Fue una velada intensa y emotiva, porque además de presentar el libro, se trataba de intentar reparar lo roto, que no era otra cosa que el impulso creativo de un artista destruido por una turba irracional –la némesis de un ultrarracionalista–, pero también de que recuperase su autoestima y su vida.
La historia de Homo Velamine hace buena la intuición de Nietzsche sobre las fuerzas reactivas que pretenden aminorar a los espíritus libres, pero para quien quiera interpretarlo de un modo más llano, creo que también le hace justicia el dicho de Jonathan Swift, citado al inicio de La conjura de los necios, de John Kennedy O’Toole: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio puede reconocérsele por este signo: todos los necios conjuran contra él».
Escribe Ángel Vallejo