Un ataúd forrado de terciopelo azul

Desde luego la felicidad del nuevo año nos duró poco. La cabeza del David Lynch fue borrada de la existencia acabando la segunda quincena de enero, cuando solo contaba setenta años, y quedándole –si tomamos como referencia a Eastwood, Polanski o muchos otros– todavía unos cuantos lustros creativos.
Algo debe tener el agua cuando la bendicen, y no puede haber mayor bendición cinematográfica que la de Stanley Kubrick, que dijo de Cabeza borradora que era una de sus películas favoritas de toda la historia del cine. Lynch será recordado por ser inclasificable, casi por ser digno aspirante a promotor de un epíteto. Y es que «lyncheano» puede llegar a ser, si lo quiere la historia del arte, algo como kafkiano o dantesco, y el cineasta de Montana siempre tendrá un lugar a la diestra del padre Stanley y al lado de Cronenberg a la hora de ser considerado un cineasta provocativo, desinhibido y osado. Que a estos llegue a considerárseles la Santísima Trinidad de lo inquietante no puede dudarse cuando realizadoras contemporáneas como Coralie Fargeat pretenden rendirles homenaje en películas como La sustancia.
Lynch puede gustar más o menos, hasta el punto de ser considerado genial, odioso o banal: pero lo que no puede negársele es la originalidad y la versatilidad: ha hecho películas grotescas como Cabeza borradora o surrealistas como Terciopelo azul, pero también intimistas como Una historia verdadera; superproducciones fallidas como Dune o películas independientes con éxito abrumador, como Mulholland Drive o Corazón salvaje. Ha tenido incursiones en televisión, con su archiconocida Twin Peaks, o en la música y la pintura. Un artista total, en suma, aunque no pueda catalogársele como genial en todos y cada uno de los ámbitos que cultivó.
Ni falta que hace, por supuesto; Lynch pasará a la historia por lo que siempre quiso hacer: cine, en su máxima expresión; esa sustancia de la que están hechos los sueños… y las pesadillas.
Slugs, la muerte viscosa del cine
Hablando de La sustancia, cabe reseñar que en la edición de los Oscar de este año la película de Fargeat ha obtenido cinco nominaciones principales como película, guion, dirección y actriz principal. Aunque no son todas las esperadas, puesto que también aspiraba –incomprensiblemente a mi juicio– a la de mejor actriz secundaria para Margaret Qualley.
Encuentro que el único galardón medianamente justificado es el de Demi Moore, que es de lo único pasable de la película, y también que la Academia de Hollywood ha estado poco acertada al conceder a semejante engendro –y me refiero, claro está, a la película, y no al monstruo interpretado por Moore– tal número de nominaciones, dado su carácter de puro refrito estilístico que pretende ser un homenaje a la Santísima Trinidad antes mencionada, con el aderezo de una suspensión de la incredulidad tan pasada de frenada, que no puede dejar de considerarse un intento de contribución de Fargeat a la larga lista de las características de lo grotesco en el cine.
En efecto, la realizadora presume de ser estudiosa de tal presupuesto narrativo, y de convertirlo en uno de los leitmotiv de su obra; en mi opinión se trata de un sayo hecho de capa y además mal remendado: decir que vas a hacer de la suspensión de la incredulidad (cutre) el sello distintivo de tu cine es como decir que podrías trabajar sin guion, que una mañana de resaca es el momento perfecto para dejarse llevar por la inspiración, o que la coherencia está sobrevalorada en todos los géneros de la literatura universal.
Lynch, recién estrenado su chaletito de 2×1 metros a seis pies bajo tierra, debe estar retorciéndose en él, mientras a Cronenberg y Kubrick les entra el mal de altura allá en los cielos cuando se enteran de semejantes justificaciones por parte de quien pretende homenajearlos.
Pues bien, dicho todo esto, resulta que la Academia ha nominado al filme de Fargeat al mejor guion. Es como colar en la lista de mejores intérpretes al Monolito de Kubrick o en la de mejor sonido a Tiempos modernos de Chaplin.
Pero bueno… me perdonarán el burdo sesgo opinatorio. Hay gente que la considera una obra maestra y mi desahogo no vale más que su sano criterio.
Otras películas que aspiran a gran cantidad de galardones son The brutalist, Wicked, Cónclave y A complete unknown, aunque la más nominada ha sido Emilia Pérez, ese extraño musical francés que compite por nada menos que trece estatuillas, incluyendo de nuevo y paradójicamente, a la vez el Oscar a la mejor película internacional y mejor película a secas.
Almodóvar se ha quedado en blanco con La habitación de al lado, mientras que Dune 2 y Nosferatu apenas destacan en apartados técnicos.

¿Víctor o Victoria?
Pero lo que más ha dado que hablar en el tema de los Oscar ha sido la nominación a mejor actriz de la española Karla Sofía Gascón por Emilia Pérez. No vamos a entrar en el debate sobre su sexo, que ha movido ríos de tinta y caracteres entre grupos identitarios que señalan cómo hasta las categorías femeninas están siendo ocupadas por «hombres», pues nos parece de especial mal gusto: aquí se trata de hablar de cine y en ese sentido solo cabría valorar su interpretación dentro de la película.
Y precisamente por esto, por no respetar este principio de ponderar el oficio de Gascón y no sus preferencias de cualquier tipo es por lo que, de nuevo, debemos hablar de la eterna polémica entre obra y autora, o entre intérprete e interpretación, que ha venido a colarse en el mencionado debate: unos muy desagradables y polémicos tuits de 2021 han mostrado que la actriz tiene unas opiniones digamos muy políticamente incorrectas, por ser suaves, sobre ciertos temas raciales, religiosos y culturales.
Gascón puede haber tenido opiniones deleznables, no cabe dudarlo; pero lo que llama la atención es la paradoja a la que se enfrentan Hollywood en particular y EE. UU. en general sobre este tema: una actriz, de cuya nominación se asegura que ha sido valorada siguiendo criterios estrictamente profesionales –puesto que de no ser así entraríamos en consideraciones ideológicas del peor tipo–, se ve cuestionada también estrictamente por su ideología. La aporía es clara: si Gascón es una buena actriz –y parece que lo es–, considerar su exabruptos pasados a la hora de calificar su trabajo actual es poco adecuado. Si vamos a considerar las cuestiones ideológicas entonces muchos preguntarán si su nominación estuvo influenciada por tal criterio, y tendremos una nueva polémica absurda –e irresoluble– servida.
El aspecto general de la paradoja está, cómo no, vinculado al reciente triunfo de Trump, que tomó posesión hace pocos días firmando decretos presidenciales de muy profundo y nefasto calado, como el de indultar a los asaltantes del Capitolio y el de prohibir el derecho a la nacionalidad por nacimiento o la expulsión de los inmigrantes.
Cabe dudar de la constitucionalidad de muchas de estas medidas, pero tanto da: Trump basa su popularidad precisamente en hacer profesión de fe de todo aquello por lo que Gascón está a punto de ser cancelada, y no solo no oculta sus exabruptos, sino que se enorgullece de ellos. Nadie sabe hasta qué punto es tan cabestro como parece: lo cierto es que su estrategia funciona, y galvaniza a sus seguidores, manifiestamente hartos de la «corrección política» y la cultura de la cancelación.

Podemos conjeturar, en este sentido, si los tiempos están cambiando, si el péndulo oscila sin freno ni mesura y si de nuevo ha sobrepasado el punto de equilibrio encaminándose hacia otro indeseable extremo. Si esto es así, muchos acabarán por preguntarse si Karla Sofía Gascón no habría sido premiada de haber sido nominada uno o dos años después, y precisamente por haber opinado como lo hizo antaño.
Claro está, al conocedor de los entresijos de Hollywood no se le escapan varias consideraciones: la primera es que el ecosistema hollywoodiense parece ser la última reserva de la biosfera de la corrección política, y resulta dudoso que las semillas trumpistas fructifiquen como especie invasora en semejante biotopo. La segunda es que, después de todo, Gascón todavía puede ser premiada. Si esto acaba por suceder, lo que habría que plantearse es si se ha producido gracias a Trump, en contra de Trump… o porque por fin se han decidido en Hollywood a valorar solo el trabajo interpretativo.
Pero la polémica con la película revelación de este año no acaba ahí: su director, el francés Jacques Audiard, conocido por la excelente Un profeta, se ha destapado con unas declaraciones que han avivado el fuego de una película de por sí polémica por su interpretación de la cultura mexicana: vino a decir que el español era una lengua de países modestos, en vías de desarrollo; de inmigración y pobreza.
Sus palabras, sin duda, parecen responder más bien a un torpe e involuntario chauvinismo condescendiente antes que a la malicia con la que Trump pareció referirse a España como uno de los BRICS. El bueno de Audiard parece ignorar, desde la grandeur de su atalaya cultural, que la lengua de Cervantes, lo mismo que la de Moliére, se habla en gran parte del mundo debido a un pasado imperial. Y que si bien es cierto que el francés se prodiga en países de acogida como Canadá o Suiza, no lo es menos que también se habla en las banlieues de París y en Burkina Faso, Senegal, Gabón o las repúblicas Centroafricana y del Congo, países cuya renta per cápita no podría competir con las de Puerto Rico, Chile, Uruguay, México o incluso Argentina, y cuya tasa de emigración es como mínimo pareja, si no a veces superior, a la de muchos países hispanohablantes.
En fin, no valgan estas tretas estadísticas –cargadas por el diablo en sus detalles– para dejar de señalar que la polémica es estúpida, y que no cabe sentirse ofendido por semejante tontería: de nuevo deberíamos valorar si la obra de Audiard merece la pena, y no andar picando en trucos publicitarios más o menos afortunados con exaltaciones patrióticas propias de otros tiempos.

Ein Volk, ein Reich, ein Führer
Y es que se cumple también este enero el 80 aniversario de la liberación de Auschwitz. Solemnes fastos, generalmente presididos por el silencio, han querido conmemorar el hecho no tanto de su liberación como de la profunda desolación que aún deja su recuerdo. Sabemos, no hace falta decirlo, que el cine ha dejado constancia de ese dolor con imágenes que perviven en la memoria de los espectadores. Películas sobradamente celebradas como La lista de Schindler o este pasado año La zona de interés, son generalmente conocidas por el gran público.
Sin embargo, no todo ha sido ficción: hay documentales sobrecogedores, como Shoah, de Claude Lanzmann, o Noche y niebla, de Alain Resnais, que merecen ser recordados por ser testimonios directos del Holocausto, narraciones que muestran cómo la poética de la imagen muere frente al horror, casi certificando las palabras de Adorno cuando temió que no fuera posible hacer poesía después de Auschwitz.
Llamativo es que el primero de estos documentales dure nueve horas y media –y Lanzmann exigía que se proyectara siempre de un tirón, sin cortes– y el segundo tan solo 32 minutos, pero aún lo es más que ambos expresen el mismo sentido en duraciones tan dispares; quizá el nexo común se halle en la propia idiosincrasia de su temática: el mal es tan inconmensurable como lo eterno, allá donde la duración no importa y es lo mismo una mota que una montaña, donde un pequeño orificio o un abismo muestran la misma negrura.
Pero hoy cabe recordar también la palabra escrita, sobre todo la de ese cronista del Holocausto que fue Primo Levi. Dijo en su Trilogía de Auschwitz: «No empezó con las cámaras de gas. No empezó con los hornos crematorios. No empezó con los campos de concentración y exterminio. Comenzó con políticos dividiendo a la gente entre nosotros y ellos. Empezó con discursos de odio e intolerancia, en las plazas y a través de los medios de comunicación. Comenzó cuando la gente dejó de preocuparse por eso, cuando la gente se volvió insensible, obediente y ciega, con la creencia de que todo esto era normal».
No es imposible, aunque sí improbable, que el mal absoluto que representan los campos de exterminio vuelva a repetirse a tal escala. No es, sin embargo, poco frecuente que su mecanismo se replique de vez en cuando en pequeños relámpagos, en momentos de tiranía que anhelan otras soluciones finales. Pero el temor real es otro: las nuevas formas de dominio masivo, auxiliadas por capacidades técnicas insospechadas, subliman el brutal y sórdido amontonamiento y cremación de los cuerpos en procesos menos crudos, más sutiles, pero también destructivos de los cuerpos y las almas individuales.
Las autocracias posmodernas también recurren a los campos de concentración: los migrantes son ahora las víctimas que se recluyen en islas o en antiguas cárceles para terroristas, y todo nos parece de lo más normal, porque el relato de que la migración debe ser administrada se ha asentado como se asentó el de la administración de la muerte.
Como ya todo parece escrito, no está mal tampoco rememorar las palabras de Albert Speer, arquitecto y ministro de armamento de Hitler, que vaticinó en sus memorias algo parecido a lo que podemos vivir ahora: «Pensé en las consecuencias que podría tener en el futuro un poder político ilimitado que actuara en complicidad con el de la técnica, dejándose asistir, pero, también dominar por ella. (…) Todos los Estados del mundo corren hoy el riesgo de caer bajo el terrorismo de la técnica, aunque en una dictadura moderna ese peligro me parece ineludible. Por lo tanto, cuanto más se tecnifique el mundo será más necesario que, en contrapartida, se fomente la libertad individual y el respeto de cada hombre hacia su propia dignidad».

Speer, autor de tan sabias como cínicas palabras, fue el protagonista de una miniserie alemana de 2005 protagonizada por Sebastian Koch, en la que de nuevo lo grande y lo pequeño se confabulan para dibujar sueños que hoy consideramos pesadillas: Speer diseñó el Berlín anhelado por Hitler, con sus avenidas kilométricas y su colosal cúpula junto al Reichstag, obras concebidas para resistir mil años bajo la influencia del partido único y que al menos doblaban en dimensiones a las más grandes conocidas. Pero Speer pasó 20 años encerrado –y aún hoy nos preguntamos cómo el número dos del régimen eludió la horca en Nuremberg– cuidando un pequeño jardín que también diseñó él mismo.
A lo que íbamos: a diferencia de los tiranos clásicos, que invaden países con sus ejércitos y de los que aún hoy queda alguno en las tierras del Volga, o que transforman los partidos democráticos que los auparon al poder en meras claques cesaristas, hoy los absolutistas posmodernos no solo indultan a los sediciosos o colonizan poco a poco las instituciones, rompiendo los contrapesos legales. Estos además anhelan, como sugirió Speer, la dominación blanda mediante la técnica: se rodean de los gurús tecnológicos y estos le rinden pleitesía, transitando del desprecio inicial a la fidelidad perruna.
Cuando no logran la adhesión de los tecnolíderes y sus corporaciones, asaltan las grandes empresas de telecomunicaciones mediante la defenestración de sus ejecutivos, cuyos lamentos no suelen escucharse bajo la montaña de dinero que ha servido para compensarlos. Poco a poco, en su lenta expansión predatoria a veces estridente y a veces amable, pero siempre «democráticamente sancionada», van haciéndose con todo el poder sin oposición aparente. Azuzan el miedo o señalan la degeneración del contrario; proclaman que son o ellos o el caos y nos enconan a los unos contra los otros, en tensiones que muchos temen puedan desembocar en procesos bien conocidos, como los que Alex Garland ha querido reflejar en películas como Civil War.
Ese proceso es el mismo de siempre, solo que corregido y sublimado, y no podría triunfar si la gente no diese su consentimiento, si alcanzara a darse cuenta de que eso no es «lo normal».
No suele suceder, pero a veces sucede que la gente «despierta». Este humilde cronista no tiene la solución, ni parece que de existir una sana propuesta –es decir, un remedio que no fuera peor que la enfermedad–, esta lograra sacarnos realmente de esta abominable rutina.
No creo, sinceramente, que las cosas vayan a ponerse como en los años treinta, porque los sátrapas posmodernos han comprendido que donde triunfa la domesticación no es necesario el exterminio.
Yo solo puedo pedir, visto el actual estado de cosas, que por lo menos se nos ofrezca un soma decente: un cine que al menos tenga guiones y que nos haga soñar –o padecer– en determinados momentos. Que nos haga sentir vivos y que nos saque de la pereza y la rutina mental. Quizá así podamos darnos cuenta de que lo normal no siempre es lo bueno.
Escribe Ángel Vallejo
