Editorial febrero 2023

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Pérdidas irreparables

febrero-0000-raquel-welchFebrero, el más efímero de los meses, se ha empeñado en reivindicarse por la vía de los hechos luctuosos. Un año hace ya que se produjo la infame agresión rusa sobre Ucrania, y lo incontable de las víctimas hace bueno el –supuesto– dicho de Stalin, según el cual las que superan el millón ya no son más que una estadística. 

Las cifras, dijera lo que dijera el padrecito, son insoportables, y tanto da que sean de bajas rusas o ucranianas, porque mucho me temo que en la niebla de la guerra ni siquiera los agresores saben muy bien por qué luchan.

Lo cierto es que hoy nuestros pacifistas de oficio se escandalizan mucho y muy justamente con los guarismos de semejante picadora de carne, y reclaman una negociación para detener la masacre, como si los invasores fuesen a plegarse la reacción del pueblo soberano indignado.

Pero uno, que no acaba de entender cuál sería el beneficio de dejar de armar a Ucrania para que siga defendiéndose –sin negar que muchos mercaderes de muerte pueden estar haciéndose de oro con el conflicto–, acaba por sospechar precisamente por eso que el recurso a la paz arcoiris tiene que ver más con las estadísticas electorales que por una verdadera preocupación antibelicista.

Y es que los ecos de la abyecta invasión de Irak y su justa indignación en la ciudadanía resuenan en el argumentario de los dialogantes… pero la apelación a aquella guerra desvergonzada solo muestra la torcida interpretación de los hechos de quien la esgrime: se trató entonces de interpelar a los invasores ex-ante, puesto que estos eran países formalmente democráticos que podían temer la reacción del pueblo en las urnas, y con ello evitar crímenes contra la humanidad.

Se trata ahora, sin embargo, de evitar dar un placet a los hechos consumados por criminales de guerra; concesión que redundaría en un sírvase usted mismo y sálvese en Ucrania quien pueda. Y esto sin duda responde a un planteamiento ex-post frente a un interlocutor que solo parece entender –y aplicar– la razón de la fuerza.

Compartir ya no es lo que era

Pero las estadísticas, ya se sabe, las carga el diablo: el pasado mes Netflix hizo cuentas sobre el número de hogares que se conectaban con cuentas compartidas en las que solo uno de ellos pagaba la cuota y quiso hacer magia con los números, suponiendo que tras sancionar esa costumbre –que cuando salió al mercado se encargó de promocionar sin rubor–, no iba a bajar sustancialmente las suscripciones y sí atraerse a los clientes ya fidelizados/adictos a su catálogo.

Lo que sucedió es que ni el catálogo de Netflix era tan apetecible, ni los clientes estaban dispuestos a pagar chatarra a precio de oro: en la plataforma de streaming hay mucha morralla, y solo vale la pena desembolsar de 12 a 18 euros si la cuenta se reparte entre varios.

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Las videotecas de HBO, Amazon o Filmin le dan mil patadas y son más baratas. Si Netflix se quiso hacer la lista con las estadísticas, el pueblo simplemente aplicó una regla de tres.

El resultado ha sido bien conocido: bajas masivas, trending topics en Twitter con el hashtag #AdiósNetflix, y resurrección de los programas P2P como Emule, para compartir de verdad, como al principio nos incitó a hacer Netflix.

Una lástima eso de matar la gallina de los huevos de oro, pensando en que, efectivamente, la piratería parecía haber pasado a mejor vida, hasta que nos dimos cuenta de que simplemente, había abandonado la navegación entre los ordenadores de sobremesa para anidar en las plantas superiores de los edificios de Los Gatos, en California.

Unos Goya muy bestias

Lo más doloroso no es todo este trasiego económico y esta vuelta a la búsqueda de servidores activos en Emule, lo que de verdad asusta es que en las galas de los Goya volvamos a tener que oír la cantinela del «¡No a la piratería!», cuando ya nos habíamos acostumbrado a quejarnos de otras cosas.

Y lo cierto es que este año, fuera del –para algunos– muy discutible palmarés, la entrega de los cabezones no ha sido ni demasiado reivindicativa, ni demasiado polémica. Sobria, sin sobrecargas de humor ni excesos moralizantes, se ha limitado apenas a encumbrar la película de Sorogoyen As Bestas, que se llevó nueve piezas.

Le siguieron por número Modelo 77, aunque la película de Alberto Rodríguez destacó fundamentalmente en apartados técnicos, y Cinco lobitos, con tres premios de enjundia, entre los que destaca la dirección novel de Alauda Ruíz de Azúa.

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El adiós de un grande

Hemos hablado de sobriedad, y esto puede deberse a que justo un día antes de los mencionados premios, en cuya ceremonia iba a ser galardonado, nos dejó Carlos Saura, uno de los grandes de nuestro cine. Saura no descubrió sino tardíamente su vocación cinematográfica: fotógrafo primero e ingeniero después, pareció querer aunar la complejidad estructural con la imagen y de ahí solo podía surgir el oficio de director de cine.

Sus primeros trabajos ya resultaron notabilísimos: con el documental Cuenca, su segunda realización, fue premiado en san Sebastián, y cinco años después, con su obra magna La caza, obtuvo el premio a la mejor dirección en Berlín. El oscense ya había participado en la Berlinale, sin obtener galardón, con Llanto por un bandido, pero Saura merece con esta película pasar a la historia por haber dado un papel de verdugo a su paisano Luís Buñuel y otro, de alguacil, nada menos que a Antonio Buero Vallejo.

Sin duda la relación con ambas personalidades puede ser un indicador de sintonía intelectual, o también una señal de destino manifiesto, plasmada en el hecho de que la película se topase con la censura, algo de lo que los dos autores mencionados ya sabían bastante. Fuera como fuese, esta circunstancia hizo a Saura ejercitarse en la habilidad de sortear la tijera cultivando la metáfora, pero también rodeándose de cómplices poéticamente afines, o que le ayudasen a financiar lo infinanciable para conseguir el deseado Nihil Obstat.

Así, de la relación profesional con el productor Elías Querejeta y el escritor Rafael Azcona han surgido algunas de las mejores películas de nuestro cine, como Peppermint frappé, con la que Saura obtuvo su segundo Oso de Plata en Berlín, tan solo dos años después de hacerlo con La caza, y en la que ya actuara su durante muchos años musa y esposa Geraldine Chaplin. Con Querejeta y Azcona también hizo La madriguera, Ana y los lobos y La prima Angélica.

Sería muy prolijo revisar toda la filmografía de este gran director; baste decir que se atrevió con muchos géneros, siempre con un toque personal, ya fuera con el musical, donde destaca su trilogía sobre el flamenco iniciada con Bodas de sangre, el cine quinqui –Deprisa, deprisa– o el fantástico –Buñuel y la mesa del Rey Salomón– y el histórico, con Goya en Burdeos, La noche oscura o El dorado.

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Diosas prehistóricas

En febrero también nos ha dejado Raquel Welch, modelo y sobre todo actriz que fuera apodada «el cuerpo» por su espectacular figura, a raíz de su aparición en el filme Hace un millón de años, rodado en el Parque Nacional del Teide.

Semejante sobrenombre, tan políticamente incorrecto, no hubiera sido posible ponérselo hoy día; pero es que la actriz, que compartió –y llenó– la pantalla con astros como Mastroianni, Sinatra, James Stewart, John Huston, Mae West o Harvey Keitel, parece haberse metido, muy a su pesar, en todos los asuntos que hoy podrían desatar una tormenta de corrección política.

Sabido es que interpretó a una transexual –siendo mujer, cosa prohibidísima hoy día– en Myra Breckynridge, y también que en sus últimos años denunció haber sido apartada del filme Cannery Row por edadismo –en román paladino, ser demasiado mayor para interpretar un papel–, con lo cual la productora se vio obligada a pagarle diez millones de dólares y eso mismo supuso su condena al ostracismo durante dos décadas en la era preWeinstein.

Lo cierto es que Welch es un icono del cine, y su catalogación como mero sex symbol de las décadas de los sesenta y setenta parece a todas luces injusta: si su carrera se hubiese desarrollado con normalidad, muy probablemente hubiera transicionado con dignidad a la madurez artística. Prueba de ello son sus últimos papeles en series de televisión de éxito, como Seinfeld o CSI: Miami.

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Los dioses confunden a quienes quieren perder

Pero también este mes parece haber dado al traste con la vida inteligente de alguno de nuestros más insignes cineastas: David Mamet se ha destapado con unas declaraciones –según se dice, bien desarrolladas en su último libro, Himno de retirada– como mínimo sorprendentes para alguien que siempre se ha caracterizado por señalar, crítica y sagazmente, los más burdos artefactos de la manipulación y el engaño.

Mamet, autor de los guiones de La cortina de humo, que denunciaba las maniobras de distracción de las altas esferas con respecto al populacho, llegando para ello a fabricar una guerra; Glengarry Glen Ross, un descarnado relato de la hipercompetitividad; o Los intocables de Elliot Ness, en el que se hacía notar el poder omnímodo de la mafia, parece haberse alineado con los negacionistas de la pandemia o con los partidarios de Trump, lo cual no debería ser más que una opinión política si no fuese porque el bueno de Mamet parece haber acabado por justificar el asalto al Capitolio.

Mamet también habla en su libro de los problemas reales de la decadencia estadounidense, como la secta Woke. Algo así había señalado ya en Oleanna, y se podía entrever en no pocos de los artículos que componen el libro. Pero lo que parece llamativo es su progresivo abandono de la crítica social para meterse de lleno en la guerra política con sus embarradas trincheras y sus falsos y populistas dilemas.

Uno no se atreve a calificar, sin leerlas con cuidado, las opiniones de alguien tan señalado e inteligente… pero me inclino a pensar que Mamet puede sufrir eso que se ha venido en llamar «Síndrome de Albert Boadella», que parece aquejar a muchos de aquellos que han padecido una suerte de estrés postraumático o grave decepción vital, y que de repente se convierten en fieros luchadores de su causa, ya sin la mesura, ironía e inteligencia que los caracterizaba, defendiendo alguna que otra vez fantochadas indefendibles que solo muy tangencialmente pueden vincularse a su lucha primigenia.

La comprensión no es justificación, y nuestra admiración por muchas de las obras y pensamientos de estas personas no puede ser justificadora de algunos de sus exabruptos. Si acaso, volviendo a un elemento clásico que puede aplicarse muy bien a estos dos dramaturgos, la contemplación de sus peripecias vitales puede servirnos de katharsis, para ver lo que la hybris puede hacer con alguno de nuestros mayores talentos.

Cuidémonos de la desmesura. Es lo poco que puedo decir ante el loco mundo de hoy día, que parece enloquecernos a todos.

Escribe Ángel Vallejo

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