Editorial febrero 2025

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A vueltas con Karla Sofía

Comenzamos esta crónica de febrero recordando cómo a finales del mes pasado, Karla Sofía Gascón fue excluida de la gala de los Goya y de los Oscar, y borrada de los carteles y la promoción de la película Emilia Pérez a raíz del descubrimiento de unos tuits muy polémicos de 2020.

He de decir que leyéndolos he descubierto que mezclan evidentes exabruptos xenófobos con opiniones políticas legítimas que hasta podrían defender los más rancios socialdemócratas. Y también que la falta de contexto, la superficialidad y banalidad que constituyen el sustrato principal donde crecen las opiniones en redes, no ayudan a entender si Gascón es una burda racista o simplemente una persona que ha prescindido de la mínima prudencia y de la etiqueta y los filtros necesarios que exigiría una conversación civilizada en cualquier otro ámbito. Como quiera que sea, resulta difícil moverse en esta dicotomía: ¿Hasta qué punto las opiniones de un intérprete deben merecer sanción por parte de las instituciones culturales? ¿Cuál es el límite?

Veamos: parece exagerado cancelar, como se intentó hacer con Chris Pratt –por cierto, entrevistado en La revuelta estos últimos días a raíz de la presentación de su última película, Estado eléctrico, en Netflix– por ser un defensor de la familia y la tradición cristiana, o a Henry Cavill por ser expareja de Gina Carano, una entusiasta republicana también muy suelta con sus opiniones en Twitter… pero estaremos de acuerdo en que hoy día no premiaríamos a Leni Riefenstahl por dirigir El triunfo de la voluntad –aunque la película de la realizadora alemana sí fue reconocida con diversos galardones en los años 30 en EEUU– o a Goebbels por la producción de El judío Süß; estas películas parecen tóxicas en sí mismas y no queremos contribuir a su éxito comercial ni justificar o difundir sus ideas mediante un galardón que las higienice.

Atendiendo a estos burdos ejemplos, el límite parece claro: ¿Tienen el intérprete, el autor o su obra una clara y onerosa intencionalidad política o ideológica? ¿Es eso lo que indirectamente estamos premiando cuando valoramos los méritos artísticos de una película?

Si esto es así, considérese entonces su nominación, porque parece claro que la autonomía del arte se contamina y malogra en los productos propagandistas. Valga esto tanto para lo bueno como para lo malo, pues la puerta del proselitismo político es tanto de entrada como de salida al cielo o los infiernos. 

Y señalo esto porque este mes de febrero, Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno de España, dijo estar muy ilusionada porque Karla Sofía Gascón fuese nominada al Oscar de Hollywood como mejor actriz, dada su fuerza y simbología y no sé qué otras virtudes atribuibles a su identidad de género; sin solución de continuidad, pasó a mostrar su decepción por los ya mencionados exabruptos vertidos en su cuenta de Twitter, que al parecer –la vicepresidenta no fue muy clara, haciendo gala de esa habilidad que tienen los políticos para no mojarse en asuntos controvertidos– la descalificaban para el galardón.

Este non sequitur entre su merecimiento profesional y sus opiniones personales parece confirmar lo que sugerimos en el editorial anterior y en los párrafos precedentes: que ha pesado más en la selección de Karla Sofía Gascón su identidad de género y la supuesta adscripción ideológica de tal condición identitaria que su interpretación actoral. Y por lo mismo, al constatarse su ideología equivocada o poco ejemplar, ha dejado de ser idónea para el premio.

Entendemos también que la decepción de la ministra se debe a que Gascón no era exactamente lo que ella quería que fuese. Es decir, que tanto hubiera dado que su actuación no fuese tan virtuosa mientras KSG fuera ideológicamente correcta y, con toda probabilidad, sexualmente minoritaria.

Aquí lo que ha fallado, inexcusables exabruptos de la susodicha aparte –que debería haber pensado que en el momento en que una persona anónima se transforma en figura pública también deviene inevitablemente en referente moral–, es la persona responsable de representación de Emilia Pérez, que no revisó las cuentas de su actriz principal en busca de posibles metidas de pata. Parece mentira que estas personas ignoren que hay gente como Sarah Hagi, que se dedica a rebuscar en las redes mensajes de este tipo para sacarlos a la luz y lanzar a sus responsables al circo mediático en que se ha transformado una industria cultural moralmente muy activa.

Dicho lo cual, la Academia de Hollywood puede premiar a quien considere, incluso si quiere, juzgando la idoneidad de conceder su galardón a una persona que considera poco ejemplar. La cuestión aquí es si era necesario llegar a procurar su desaparición y muerte social por unos tuits desafortunados.

La gala de los Goya dio para mucho, y no todo cinematográficamente relevante.

Goya y los políticos  

La gala de los Goya dio para mucho, y no todo cinematográficamente relevante. Por primera vez se premió a dos películas ex aequo, El 47 y La infiltrada, y la calidad cinematográfica de ambas, a juicio de un servidor, justificaba claramente la victoria de cualquiera de ellas, aunque no sé si tan pintoresca decisión.

Ambas son películas históricas, y una reivindica la integración de los charnegos mientras la otra hace un recorrido por los últimos años de ETA y la labor policial de algunos agentes. Esto ha sido interpretado por algunos como un intento de conciliación entre posturas «de izquierdas» y «de derechas», aunque yo no acabo de entender, en la incomprensible maraña de ideas entremezcladas en el panorama actual, cuál es cuál, ni me importa tanto la cuestión política cuanto la calidad cinematográfica. Creo haber dicho ya que ambas películas me gustaron mucho.    

Lo cierto es que algunos se ofendieron por el discurso que la productora de La infiltrada pronunció al recoger el premio a la mejor película: María Luisa Gutiérrez dedicó el premio a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado «que arriesgan su vida por el bien común», e hizo un llamamiento a recuperar la memoria de la historia más reciente de este país.

Parece que hubo estupor entre alguno de los asistentes, pero no creo en realidad que la cosa fuera para tanto: a veces queremos sacar líquido inflamable de donde apenas hay tibios sonrojos, y probablemente la cosa fue aceptada con naturalidad entre la mayor parte de las gentes de bien: se quiera o no, ETA forma parte de la más triste historia de España, y los avatares que la componen merecen ser contados con dignidad y respeto.

Es cierto que casi al instante las redes se incendiaron, pero esto se debe al hecho notorio de que estas se alimentan con gasolina. Sí, algún exaltado habló de fascismo –y no se refería a los etarras retratados en la película, sino a sus productoras, realizadoras e intérpretes, y por extensión a quienes las premiaron–  y una youtuber políticamente significada llegó a decir que La infiltrada era una exaltación de la guerra sucia del Estado, que se mimetizaba con los ámbitos abertzales para destruirlos desde dentro.

Yo ahora debería decir que no me parece comparable La infiltrada con El triunfo de la voluntad o El judío Süß, pero creo que no es necesario: aparte de que La infiltrada no puede añadir gasolina a unos hechos históricos ya periclitados, sin intención alguna de obtener la inquebrantable adhesión de las masas políticamente enardecidas, creo que los comentarios de la youtuber se descalifican por sí mismos y no empañan en lo más mínimo la concesión de un merecido premio.

Algo parecido sucedió, en menor medida, con El 47: algunos la acusan de romantizar el charneguismo, y de acusar a los catalanes de racistas o clasistas. La verdad… creo que la película no acaba de adaptarse a esa descripción, y creo también que no hace falta insistir en que deberíamos bajarnos de ciertos autobuses ideológicos que no nos llevan a ninguna parte. 

La momia guanche se encontraba actualmente expuesta en Madrid.

La momia

El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, fue protagonista en la gala de los Goya y en los premios Feroz, y no precisamente para bien. Dejando a un lado el asunto Gascón, sobre el que tuvo una opinión parecida a la de Díaz, cabe señalar que el titular de Cultura fue interpelado por Nacho Vigalondo a raíz del decreto que quería a aprobar el Gobierno sobre las sociedades de gestión de derechos, para que estas autorizaran el volcado de películas para entrenar la Inteligencia Artificial sin necesidad de pedir permiso antes a los afectados. Al parecer, el discurso surtió efecto –no sabemos exactamente en quién –, y al cabo de dos días el proyecto de decreto fue retirado. Bien está lo que bien acaba.

Urtasun ha sido también protagonista en los últimos días por solicitar la retirada de restos humanos de los museos arqueológicos de nuestro país. La momia guanche es uno de los más famosos, y se encontraba actualmente expuesta en Madrid, tan alejada temporal como espacialmente de su ubicación original en Tenerife.

Las explicaciones del ministro son razonables: parece indigno exhibir restos humanos sin justificación académica, cultural y científica suficiente. Durante bastante tiempo tuvimos ejemplo de esto en Banyoles, con la impúdica exhibición del cadáver momificado de un bosquímano de Botsuana.

No parece sin embargo que el caso de la momia guanche sea el mismo: su interés antropológico es muy superior al de la pura morbosidad de los restos torpemente disecados de Banyoles, y hubiera bastado, como sugiere la Ley en que se apoya el ministro, que se incluyeran cartelas explicativas sobre el difunto, su cultura y la relevancia arqueológica de la momia. O eso, o devolverla a Tenerife, que lleva años reclamándola. Cualquiera de las dos opciones parece mejor que relegarla a un oscuro almacén, como si se tratase del Arca perdida de Spielberg.

El Golem, de Wegener, de 1920.

El Golem

De facto y de pleno en su segunda y esperemos que última legislatura –aunque tratándose de Trump no se sabe qué pueda pasar–, el presidente norteamericano ha decidido volar todos los puentes, todos los consensos, y todas las antiguas alianzas estratégicas de los últimos decenios.

En su en parte justificada lucha contra el wokismo se ha pasado tanto de frenada que no cabe esperar sino que los antiguos creyentes despierten de nuevo a lo largo de la presente legislatura. Eso nos llevaría a un nuevo oscilamiento pendular en los próximos años, evidenciando que los movimientos populistas de cada índole son cada vez más rápidos y agresivos en su alternancia.

Si pareció que nos librábamos del fuego de las cancelaciones, la superioridad moral, el racismo institucionalizado con ínfulas salvíficas –en la mejor tradición de un Ku-Klux-Klan supuestamente izquierdista que postulaba de igual modo la separación de las «razas» para salvarlas en su particularidad–, ha sido solo para constatar que las brasas son igual de ardientes pero incluso más pegajosas que las llamas, y que no parece haber sensatez ni mesura en la alternativa radical al wokismo: Trump se ha lanzado a purgar a trabajadores del USAID, la agencia de ayuda humanitaria federal, a expulsar a residentes estadounidenses legítimos pero no nacidos en los EEUU, a prohibir cualquier investigación sobre el cambio climático o incluso un libro sobre la aceptación de la diversidad de la actriz Julianne Moore.

En el ámbito diplomático las cosas no han ido mejor: aparte de iniciar una guerra comercial de incierto recorrido y consecuencias, Trump parece haberse aliado con lo peorcito de cada casa; sus reuniones con Netanyahu han excedido con mucho las inevitables y más o menos corteses relaciones diplomáticas entre aliados para pasar al pasteleo comercial.

Trump pretendía expulsar a los palestinos de Gaza para transformar aquello en un resort de lujo, y no dudó en representarse como un veraneante junto al líder israelí en una desafortunada imagen generada con I.A. En esa imagen, por cierto, aparece una estatua dorada gigantesca del mandatario norteamericano que recibe a los visitantes al complejo vacacional. Uno no sabe si pretende emular al Coloso de Rodas imaginado por Sergio Leone en 1961 o al Golem de Wegener de 1920.

Y digo esto porque otra de las no por esperadas menos sorprendentes alianzas del negociante ha sido con Vladimir Putin, a quien ha exculpado de la agresión sobre Ucrania en 2022 y con quien se ha aprestado a restablecer contactos diplomáticos y comerciales.

El último esperpento se ha dado en el despacho oval, donde se intentó humillar a un Zelensky que no se amilanó ante las embestidas del vicepresidente Vance y el mandamás Trump. Para ser francos, podríamos conceder que ninguno de los gerifaltes estuvo afortunado: ni Zelensky con su aspecto informal y su creciente tono indignado ante las afirmaciones –probablemente mal interpretadas en los matices de una traducción defectuosa– del poco diplomático y lenguaraz Vance, ni por supuesto el presidente Trump, que con sus formas ha pisoteado la dignidad de su cargo y sorprendido al mundo con su poco disimulada preferencia por el sátrapa del Kremlin.   

¿Que qué tiene que ver esto con El Golem? Pues que el monstruo ideado por Gustav Meyrink obedecía a quienes introducían mensajes en su boca, generalmente con ánimo funesto. Tal parece, incluso por su aspecto, que Trump sea un Golem que obedece órdenes de Putin: todo lo que sale de su boca tiene un aire justificatorio del autócrata ruso tan burdo, que hasta los más fieles aliados del Imperio Atlántico han enfriado sus relaciones con el hombre naranja en espera de tiempos más propicios.

Al final, malo es para todos que alguien con poder absoluto tenga esas amistades tan poco recomendables.

Gene Hackman ganó su primer Oscar con «The French connection».

El bueno, el feo y el malo

El protagonista de Poder absoluto, Gene Hackman, interpretaba a un presidente mujeriego y autoritario amigo de millonarios en la película de Clint Eastwood. No crean que digo esto solo porque el personaje de Hackman me recuerde a alguien que parece estar de rabiosa actualidad, sino porque el actor y su mujer, la pianista Betsy Arakawa, han fallecido en extrañas circunstancias todavía no aclaradas al cierre de este editorial.

Cuando se dice extrañas es por algo: también han encontrado muerto a su perro, encerrado en un armario, y el fallecimiento de todos parece no haber sido violento. Sea como fuere –dado que acabaremos por enterarnos de los pormenores–, aquí solo estamos legitimados para hablar de cine, y a fe mía que con la muerte de Hackman ha desaparecido uno de los más grandes actores del pasado siglo.

Digo esto porque Hackman colgó las máscaras allá por el año 2004, cerca de cumplir los 75, para dedicarse a la escritura, el dibujo y el disfrute de una larga y apacible senectud.

El gran actor es recordado por su versatilidad, que cabe en dos Oscar tan merecidos como dispares: el primero lo obtuvo por su papel de Jimmy Popeye Doyle en The French connection, donde interpretaba a un detective desagradable, violento y racista, pero íntegro en el cumplimiento de su deber. El segundo, por encarnar de nuevo a un agente de la Ley, el sheriff Little Big Dagget, que comparte con Popeye su gusto por la violencia y las malas maneras, pero que se dejaba corromper fácilmente por el poder que le otorga la estrella.    

Dagget es un buen personaje, y su Oscar es merecido, pero a mí me gusta otro agente de la ley interpretado por Hackman: En Arde Mississippi encarna de nuevo a un cínico sheriff del terruño, condescendiente con algunos usos poco edificantes del racismo institucionalizado del sur de los EEUU, pero implacable con la violencia que el Klan ejerce contra los negros… y contra sus propias mujeres. Este personaje está tan bien interpretado y construido, con tantos matices, plasmados ora en arrebatos de cólera, ora en cinismo y humor negro, que debió haber ganado otro Oscar de no ser porque en su camino se cruzó el personaje de Raymond Babbit interpretado por Dustin Hoffman en Rainman. Y es que ya se sabe que Hollywood –sin querer por ello desmerecer el trabajo de Hoffman– es especialmente sensible a estos papeles dramáticos.

Hackman no fue nunca el más guapo, ni hizo casi nunca de bueno, destacando en sus papeles de malo. Pero era un actor como la copa de un pino y supo siempre estar alejado de las polémicas insustanciales. Es todo lo que puede pedirse a un artista de su categoría.

Este mes han fallecido también Tony Isbert, Genevieve Page y Brian Murphy, el inolvidable George Roper de Un hombre en casa

Descansen todos ellos en paz y disfrutemos todos con su legado, ese que no muere y los muestra siempre lozanos en pantalla.

Escribe Ángel Vallejo

Gene Hackman ganó su segundo Oscar por «Sin perdón».