De entre los muertos

Me perdonarán el uso del subtítulo de la obra maestra de Hitchcock, pero creo que no puede ser más adecuado para ilustrar lo que ha sido este loco mes de julio, tan sorprendente que ni el más osado de los escritores de Hollywood –si no estuvieran en huelga– podría imaginar semejantes giros de guión.
Empecemos por el final: dos días antes de que acabe el mes, se ha constatado la recurrente tendencia a la ingobernabilidad de este país.
Ante la ya de por sí marcada incertidumbre surgida de las urnas el día 23, en las que contra todo pronóstico demoscópico Feijóo ganó con un resultado insuficiente a un muy resistente Sánchez, el voto CERA (de los residentes en el extranjero) ha venido a equilibrar aún más las fuerzas en contienda, dando un último escaño al Partido Popular y arrebatándoselo al PSOE en Madrid.
El empate entre bloques es absoluto, y el panorama no pinta bien para evitar nuevas elecciones, dado que a los más recalcitrantes partidos nacionalistas ya no les bastaría con una discreta abstención, y deberían dar su apoyo explícito al nuevo Gobierno para que hubiese investidura, algo que, ética y estéticamente, no suele casar bien con su ideario.
Esa vieja y arraigada costumbre de los nacionalismos periféricos, tan prontos a contribuir a la gobernabilidad estatal cuando la inestabilidad o la incertidumbre apremian, no puede ocultar que los resultados han sido totalmente inesperados: todos los que daban por muerto y enterrado a Pedro Sánchez –y al sarcásticamente denominado Gobierno Frankenstein– han tenido que asumir que Este muerto está muy vivo y que, en efecto, se le ha dado una excusa perfecta a este redactor para homenajear a Hitchcock en el encabezado del presente editorial y para mencionar al más famoso personaje de Boris Karloff en sus líneas centrales.
Huelgan razones
Por otro lado, y como ya he mencionado, guionistas y actores de Hollywood han acordado, por primera vez en 60 años, ponerse de huelga a la vez. Eso quiere decir que ahora mismo la Meca del cine está, como el Gobierno de España, absolutamente paralizada por falta de impulso creativo.
Las razones que se aducen son variadas y poderosas: por un lado, la revolución del streaming ha venido a dificultar enormemente el conteo de exhibiciones de las producciones audiovisuales por las que cada actor/guionista percibía un tanto por ciento de los derechos. Si bien los contratos de estos creativos reflejaban bien la remuneración para los estrenos en pantalla grande, no hacían lo mismo para la actualmente dominante reproducción en casa. El resultado evidente es una bajada considerable de los emolumentos para los obreros –se dice que el salario medio de los intérpretes californianos está alrededor de 28 dólares por hora, y eso solo cuando trabajan, dada la naturaleza discontinua de su profesión– y de aumento para los productores, que sí obtenían su parte de las plataformas de streaming.
Por el otro, el cada vez más extendido uso de la inteligencia artificial es visto como una amenaza por los escritores, que tienen miedo de ser sustituidos por un ingenio que cumple a la perfección con lo que cada vez más exigen las producciones masivas y su público: estandarización e historias previsibles mil veces escritas.
Este es un monstruo que los propios creativos han contribuido a engordar: el colaboracionismo de escaleta ha hecho que las obras de autor, las historias originales, sean una excepción dentro del mundillo: lo que Theodor W. Adorno denominara «industria cultural» ha herido de muerte una manera de hacer cine. El plegarse a las ideologías, a la censura –y autocensura– y al franquiciado, ha condenado al hambre, cuando no a la desaparición, a los antiguos artesanos de la provocación y el asombro. Ahora una máquina hace el mismo trabajo que los jornaleros de la inspiración, y lo hace mejor que ellos.
Lo paradójico es que la IA solo puede canibalizar lo que otros han escrito y darle una apariencia de novedad… pero es que esa, y no otra, era la mecánica de las grandes productoras de nuestro tiempo. Y encima ahora resulta más barata.
Para no quedarnos solo con una visión parcial, diremos que las productoras aducen esta misma razón para no aumentar los emolumentos: los escritores quieren la utilización exclusiva de la IA para usarlas en su proceso «creativo», y además ya vieron aumentado su sueldo conforme a los nuevos modelos de exhibición hace muy poco tiempo. El previsible declive de las plataformas hace que dentro de muy poco se produzca un reajuste que mantendrá desorbitados los sueldos para un número de exhibiciones más pobre, lo que contribuirá a la desaparición de las productoras que pagan esos sueldos. Lo de la pescadilla que se muerde la cola y la gallina de los huevos de oro, vamos.
Fuera como fuese, esta resistencia por parte de las grandes productoras a conceder lo que los actores y productores consideran justo ha llevado a aumentar una tensión que, de momento, ha acabado en huelga.
Mientras tanto, y si la sacrosanta negociación laboral no lo logra, aquí tendremos que conformarnos con ver series enlatadas o con seguir una actualidad política que, por su impredecibilidad, le da sopas con ondas a la mayoría de los guionistas de culebrones judiciales de Hollywood.

He too
Para juicio sonado, el de Kevin Spacey. Tras varios años de calvario, un mes de juicio y doce horas de deliberación, un jurado lo ha absuelto de absolutamente todos los cargos de acoso vertidos contra él. Es la segunda vez que lo exoneran por casos parecidos, y en ambas ocasiones parece haberse demostrado el interés crematístico de los acusadores a la hora de denunciar al actor.
Pero parece que la verdad judicial –la única con la que el Estado de Derecho creyó poder defenderse de la arbitrariedad de las ordalías medievales durante siglos– no será nunca lo suficientemente fuerte como para lavar la culpa y la sospecha. El mantra del «Yo sí te creo» ha venido a obnubilar las mentes de los pobres mortales: ¿Y si, después de todo, Spacey fuera de verdad un acosador? ¿Cómo íbamos a defender, y aún más, a rehabilitar a semejante monstruo?, claman las conciencias de quienes nos queremos justos, de los que no toleraríamos el desamparo del débil.
Lo difícil, claro, lo endiabladamente problemático es saber aquí quién es el débil.
La verdad es que nunca lo sabremos, porque en el oscuro intersticio que se abre entre la justicia reclamada por el acusado y los acusadores se oculta indefinida, lábil y ambigua la mentira… y en esa oscuridad nunca puede constatarse con seguridad hacia qué lado se inclina.
Spacey podría aplicarse, reformulada, una de las más famosas frases de su carrera: el personaje de Verbal Kint –o si lo prefieren, Keyser Söze– en Sospechosos habituales la decía así: «El mejor truco del diablo fue hacernos creer que no existe». Ahora el original podría lamentarse de lo siguiente: «El mejor truco del diablo es que no sepamos si existe o no». O mejor aún: que no sepamos, si acaso existiera, quién es realmente.
En esa indefinición se mueve este mal contemporáneo, aquel que hace que la verdad sea una cosa tan relativa como nuestra íntima convicción para juzgarla. Kevin Spacey no volverá De entre los muertos, pertenece ya a esa legión de espectros que los seres humanos no se atreven siquiera a mencionar, por miedo a invocarlos y que su presencia atormente –siempre que la tengan, claro– su frágil conciencia.
Porque el problema es que, para evitar tan molesta compañera vital, algunos se han empeñado en silenciarla con meras consignas: aquellos que simplemente creen ciegamente, no están obligados a reflexionar.

La verdad está ahí afuera
Y hablando de creyentes: treinta años después del estreno de la serie televisiva Expediente X, que popularizó la expresión que antecede y que tenía como protagonista al muy devoto David Duchovny (el agente Mulder), responsables militares y ex trabajadores de los servicios de inteligencia de los EEUU han comparecido ante el Congreso para asegurar que su Gobierno tiene conocimiento de la existencia de Objetos Volantes No Identificados, acceso a su tecnología mediante ingeniería inversa, y restos de material biológico no humano vinculado a los mismos.
La cantidad de eufemismos que se gastan los denunciantes puede dar a entender muchas cosas: o bien que los OVNI pueden ser extraterrestres, o bien que pueden ser tecnología muy avanzada proveniente de «otros sitios», abriendo la especulación a la posibilidad de trascender el espacio… o el tiempo. Del mismo modo podría ser que simplemente fuese tecnología terrestre de los «enemigos de la nación», aunque viendo el desempeño del agresor en la guerra de Ucrania no parece que pudiera ser ruso.
La referencia a la materia biológica no humana lo mismo podría referirse a restos de pilotos extraterrestres que a excrementos de gato hallados en los vericuetos de esa tecnología muy avanzada abandonada durante años en los hangares del Área 51.
La verdad, como siempre, es escurridiza, y queda abierta al límite de la imaginación humana, que hace tiempo no disfrutaba de una serpiente de verano de tal magnitud.

De la CIA a la TIA
Los Técnicos de Investigación Aeroterráquea están de luto. Este mes de julio ha fallecido su fundador, el gran Francisco Ibáñez. Hay poco que decir sobre su figura y su obra, de tanto que podría decirse. La magnitud del personaje es tal, que no puede entenderse la historia de este país sin recurrir a su influencia en tres generaciones de niños y adolescentes. Él les enseñó a leer –y por leer entiendo desarrollar un hábito que se convierte en irrenunciable placer, que acompaña y ayuda a crecer humanamente– y les enseñó a buscar en el diccionario las palabra botarate y cebollino, a localizar en el atlas Antofagasta o Sebastopol y a utilizar interjecciones como ¡leñe!, ¡rayos! o ¡corcho! con las que expresar enfado o sorpresa sin recurrir a palabras malsonantes.
Ibáñez fue un gigante que se caricaturizaba a sí mismo como tal en sus propios tebeos, un genio con laureles, el espíritu de una época en la que, sí, los jornaleros de la imaginación también estaban explotados por grandes empresas y no por ello renunciaban a su creatividad. A Ibáñez le hurtaron sus hijos predilectos, su sueldo y sus trazos distintivos, pero su imaginación desbordante nunca decayó ni se hizo cobardemente a un lado: hizo chistes con todas las tendencias políticas y con todos los eventos históricos, y se dice que por ello resultó incómodo a un poder –fuera cual fuera su signo ideológico– que nunca le concedió la medalla al trabajo. No la necesitó, porque trazó su inconfundible firma –cuyas dos rayitas paralelas he visto imitar en incontables rúbricas– en el corazón de miles de lectores, y eso es por sí mismo digno de Hércules.
Sus personajes –especialmente Mortadelo y Filemón– tuvieron presencia en el cine en muy diversos formatos, desde la animación clásica de los estudios Vara en 1969 y 1971 hasta los live action de Javier Fesser realizados en 2003 y 2008. Tras ambas películas, el propio Fesser dirigió una adaptación del cómic en animación 3D, Mortadelo y Filemón contra Jimmy el cachondo.
Ibáñez no necesita resucitar porque nada puede arrebatarle su inmortalidad. Miles de páginas hablan por él, y él mismo sigue vivo en ellas, con su calva reluciente, sus gafas y su corona de laurel. Memento mori, le susurraban los clásicos; váyanse a freír monas, les contestaba él.

Muerte en el Sena
A pesar de haber obtenido casi todas las medallas honoríficas del Reino Unido y Francia, la muerte parece haber alcanzado también a la actriz y cantante Jane Birkin. La británica nacionalizada francesa fue muy famosa durante las décadas de los sesenta y setenta, y compaginó la gran pantalla con los escenarios musicales. Interpretó a Louise Bourget en la película de Muerte en el Nilo, junto a Peter Ustinov, pero se hizo famosa sobre todo por Blow Up (1966), On connaît la chanson (1998) y, aquí en España, por La miel (1980).
Su faceta musical le ha remitido probablemente más éxitos y reconocimiento; pareja artística y sentimental de Serge Gainsbourg durante doce años, junto con él dio a luz a la más famosa versión de la canción Je t’aime… moi non plus, que permanece en el imaginario colectivo de toda una generación por unos gemidos tan sugerentes que valieron una excomunión papal.
Nadie dude, por tanto, que el alma inmortal de Birkin tiene su residencia en el más cálido infierno. A fe mía que prefiero fatigar la inacabable eternidad a su lado que aquí, junto a extraterrestres podridos, políticos resucitados o muertos vivientes.
El espectro de Kevin Spacey parece estar de acuerdo conmigo, aunque el diablo se empeñe en decir que el infierno no existe.
Escribe Ángel Vallejo
