EE. UU. — Francia
Resonaban los ecos, como tempestad veraniega, de la sonada derrota de Biden en el cara a cara con Trump –un desigual combate en el que un anciano completamente desorientado y balbuciente se mostró incapaz de hacer frente a un expresidente procesado, sospechoso de alta traición y que parecía mentir sin decoro–, cuando nos desayunamos con la abultadísima victoria del Frente Nacional –o Agrupación Nacional, o como demonios se llame ahora– de Marie Le Pen en la persona interpuesta de Jordan Bardella.
Mientras, el primer presidente naranja de la historia no ha alcanzado aún el poder por segunda ocasión –aunque quede claro que por intentar tomarlo por la fuerza en su momento y no se quedó–, el delfín de Madame Le Pen de momento solo aspira a hacerlo por vez primera en una segunda vuelta en la que casi todos los demás estarán contra él.
No será la primera vez que partidos de lo más dispar se agrupen para intentar frenar a la ultraderecha en Francia, pero parece que esta vez está muy difícil que se dé la vuelta a la omelette: el resultado de la AN ha sido apabullante y la bisoñez del candidato –un joven imberbe de apenas 29 años–, parece un simbólico aviso de que las nuevas generaciones ya no temen al espantajo de Vichy: el romanticismo de la ressistànce ya solo pervive en filmes como Esta tierra es mía, de Renoir, Un condenado a muerte se ha escapado, de Bresson, o El tren, de Frankenheimer… aunque también en los gritos de «No pasarán» que multitudes de franceses coreaban en la plaza de La República con intención de conjurar al demonio sin ser consciente que el silencio del mayor número de los que apoyan a Bardella-Le Pen es aún más atronador.
Y es que resulta que el maligno, como sucede en la metafórica La mano del diablo, de Tourneur, adopta las más diversas formas: el fantasma del colaboracionismo es real, por mucho que algunos ya no se asusten, y son las clases más desfavorecidas de Francia, ante la inoperancia de los moderados centristas como Macron que se supone debían salvarlas, los que han acabado por votar al partido fundado por el negacionista del Holocausto y tolerante con la ocupación nazi que fue Jean Marie Le Pen.
Quizá, al fin y al cabo, y sin menoscabo de la heroicidad de muchos valientes, Francia fue siempre y a pesar de la leyenda construida a lo largo del siglo XX por la literatura y el cine, secretamente más colaboracionista que resistente.
O a lo mejor es que no deberíamos fijarnos en películas que nos hablan de una realidad social muy distinta y lejana a la de la ocupación y el régimen de Vichy: Francia es hoy un crisol mal calibrado en cuyos extrarradios –las banlieuses– se hacinan las semillas y germinan las flores del mal. Más adecuado parece contemplar filmes como La Haine, de Kassovitz, o sobre todo la versión de Los miserables, de 2019, de Ladj Ly, una película presentada en Cannes cuyo lema es «No hay malas hierbas ni hombres malos, sino malos cultivadores», y que el mismísimo Macron alabó, comprometiéndose a estudiar y remediar situaciones como las que habían inspirado la película.
Lo suyo, desde luego, no es la agricultura… aunque no es el único responsable de que el desierto avance.
Francia-Rusia
Y es que no creamos que la alternativa es mucho más esperanzadora: la France Insumisse de Melenchon no solo se ha mostrado incapaz de ofrecer soluciones creíbles para la República, en su discurso pueden encontrarse todos los males que han disuelto a una izquierda presa de marcos ideológicos absurdos y contradictorios, y lo que es peor… la misma condescendencia hacia el diablo que han mostrado sus rivales de ultraderecha.
Francia parece haber caído presa de aquella supuesta –y falsa– independencia frente a las superpotencias, fruto de una supuesta Grandeur que le permitía tutearlas y que Hitchcock retrató fielmente en Topaz, donde los gerifaltes de antaño ponían una vela a la URSS y otra a EE. UU., y que hoy día ha acabado por echar a algunos en brazos de la nueva Rusia.
Sí, el diablo es Putin, y es el único que sonríe a pesar de que su pueblo –sus jóvenes, su economía, su futuro– va perdiendo una sangrienta contienda bélica: en el enfrentamiento electoral de las grandes potencias, gane quien gane, él siempre parece triunfar.
Se mire donde se mire, a uno y otro lado del Atlántico, todo apunta al desierto del más tóxico populismo; como ya hemos dicho, la oferta política en EE. UU. es igualmente desesperante, y no hay alternativa, de momento, a esa dupla decadente y gerontocrática que forman el demócrata y el republicano. Como todo, ya parecieron anticiparlo Los Simpson en un capítulo especial de Halloween, donde ante las elecciones presidenciales entre Bob Dole y Bill Clinton, por mor de un sistema electoral bastante absurdo –tertium non datur– los electores solo podían elegir entre los extraterrestres Kang y Kodos, que habían secuestrado y sustituido a los candidatos reales.
Esperemos que la opción ganadora sea menos mala que la de escoger a un extraterrestre, aunque viendo a ambos contendientes, uno tiene serias dudas de su humanidad.
España-Imperio Austrohúngaro
Pero no seamos chauvinistas: el horizonte no parece más despejado de populismo peronista en nuestro país, donde el presidente parece haberle cogido gusto a eso del género epistolar: el 4 de junio se despachó con una segunda carta a la ciudadanía, más expeditiva si cabe que la anterior, disparando a diestra y siniestra –sobre todo a diestra– y sugiriendo que del voto en las europeas se seguiría o él o el caos.
De poco le sirvió, y no creemos que fuera por su clamorosa falta de estilo: a pesar del mensaje, las elecciones europeas no le fueron excesivamente bien ni a él ni a su flanco izquierdo, aunque tampoco puede decirse que la derecha y la ultraderecha –como gusta decir Sánchez en su querencia por las salmodias– hayan triunfado por encima de su cadáver.
Así pues el resumen es casi un empate a nada, que nada arregla ni estropea, y que nos conduce al sopor de un verano asfixiante no por los calores, sino por un clima preelectoral perpetuo en el que la tan ansiada renovación de la cúpula del CGPJ ha sido solo un efímero paréntesis de consenso entre batallas absurdas donde contienden en «X» pseudoperiodistas como Alvise y pseudoministros como Puente.
Lástima que uno de los más insignes nacidos en junio, don Luis García Berlanga, ya no esté entre nosotros para sacarle punta a tamañas insensateces.
Italia-Rusia
Hablando de empates, ya ha empezado a disputarse la Eurocopa de fútbol en Alemania, y de momento entre los grandes ha caído Italia. Sí, la Italia de la primera ministra Meloni que se lleva fatal con su socio Salvini a propósito de Putin. Lo interesante de Italia es que la disputa es entre aliados, y no entre rivales. Si aquí nos quejamos del exceso de contiendas electorales, imagínense en un país que sale a gobierno por año.
Lo bueno de todo esto es que los italianos, a falta de Berlanga, tienen todavía a cineastas como Nanni Moretti que, haciendo de la necesidad crítica virtud, nos ofrece películas deliciosas que retratan la idiosincrasia política italiana. Véanse si no La voz de su amo, El caimán o El sol del futuro.
Por lo demás de momento la selección española —más diversa que nunca— va bastante bien, y se enfrentará en cuartos a Alemania. Una final anticipada que no tendrá, como las elecciones francesas, una segunda vuelta.
Japón-Italia
Como cada cuatro años, en un mes se inician las Olimpiadas en París y también podremos entretenernos viendo sufrir a los atletas mientras compiten, pero eso ya lo comentaremos en el editorial de julio.
Porque mientras tanto, en Valencia la competición se vinculaba a la celebración de un muy reivindicativo Cinema Jove, que ha encumbrado al japonés Takuya Kato, con su filme Fly on. La otra gran triunfadora fue El paraíso, de Enrico Artale, que se llevó tres galardones de gran importancia: dirección, interpretación y banda sonora.
Pero sin duda la preferida del público –y así lo reflejaron las votaciones– fue Valenciana, de Jordi Núñez, ambientada en los mentideros audiovisuales y políticos de la Valencia de los 90, pero también, aunque en menor medida, en la inefable escena de la noche valenciana de esa misma década, representada por una ruta del Bakalao que está teniendo un intenso revival tanto en películas como en series.
EEUU-Alemania
Para revival el de los no-muertos: este mes de junio nos enteramos de que el 25 de diciembre –vaya fecha para los que quieren resucitar– se estrenará una nueva versión de Nosferatu, de manos de Robert Eggers, que por si no lo recuerdan es el director de La bruja, El hombre del norte y El faro, tres películas que rozan el notable.
Eggers es muy valiente al atreverse a rehacer el filme señero de Murnau. A muchos puede parecerles doble sacrilegio hacerlo con esa obra y precisamente en esa fecha. A otros simplemente nos apetece esperar a ver qué pasa: si Eggers es capaz de estar a su propia altura, entregará un filme entretenido cuanto menos; si pretende hacer el filme de terror de la década, probablemente ha apuntado demasiado alto: como ya sucediera con Blade runner y Denis Villeneuve, la sombra de la predecesora –y nunca mejor dicho en el caso del No muerto– es demasiado alargada. Solo habrá una Sinfonía del horror, y esa es la de Murnau y Schreck.
Francia-Canadá
Aunque por desgracia no todo puede revivir. En el apartado de decesos, lamentablemente nutrido en lo cualitativo este mes, los nombres de Anouk Aimeé y Donald Sutherland acaparan todo el protagonismo.
Aimeé, una de las actrices protagonistas de La dolce vita y Otto e mezzo, ambas de Fellini, candidata al Oscar –que nunca ganó– por la película Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch, en 1967, falleció este pasado 18 de junio a la edad de 92 años, dejando tras de sí la imagen arquetípica de la gran dama francesa: independiente, magnética, poderosa y romántica.
El otro eterno aspirante a la estatuilla dorada, que solo pudo conseguir como homenaje a toda una carrera brillante y versátil que nos ha dejado este mes, ha sido el inolvidable e irrepetible Donald Sutherland.
Quien durante cierto tiempo fue considerado simplemente como «el padre de Kiefer», debido al efímero protagonismo del menos talentoso pero más premiado protagonista de Línea mortal, comenzó su carrera a mediados de los años 60, con papeles secundarios de cierta relevancia en películas bélico-socarronas como Doce del patíbulo, Los violentos de Kelly o M.A.S.H.
Y es que algo en su mirada, medio sonriente medio amenazante, lo predisponía para papeles de gente sarcástica. Sutherland era sin embargo un actor de gran variedad de registros, desde el drama hasta el terror, y pude decirse que ha pasado a la historia de un modo en que muchos de sus compañeros reconocidos por la Academia no lo harán nunca: en forma de meme. Sutherland, señalando con el dedo y gritando, como copia extraterrestre del protagonista humano de La invasión de los ultracuerpos.
Les digo una cosa: para que nos gobiernen extraterrestres, que sean como Sutherland.
Escribe Ángel Vallejo