No hay mal que cien años dure… o que cada cien no se repita
Parece que Napoleón está de moda: Ridley Scott se ha atrevido de nuevo con una película histórica, retratando en este caso a un personaje real como lo fue el emperador corso de los franceses… y por cierto tiempo de parte de los españoles.
Ya Scott nos habló con desigual fortuna de Roma, de Colón, de las Cruzadas y de Robin Hood. No parece que en esta ocasión su epopeya histórica haya ido mejor que en otras ocasiones, tal y como lo muestra su tibia acogida entre crítica y público. Si ustedes quieren tener una idea de lo que –de momento– se piensa en Encadenados, pueden leer la crónica de Juan Ramón Gabriel aquí.
Un servidor todavía no ha visto Napoleón, aunque puedo confesar que de las aventuras historiográficas de Scott solo me complace muy ligeramente El reino de los cielos; y no lo he hecho porque he decidido esperar a la versión de cuatro horas que se emitirá en Apple TV+ para emitir un veredicto sobre la obra, dado que considero que los cortes del director suelen hacer más justicia a su propio proyecto, sobre todo si es tan ambicioso como el de Napoleón.
Y digo ambicioso porque lo cierto es que Scott no ha hecho otra cosa que atreverse con el siempre postergado sueño de Kubrick de realizar una biopic del marido de Josefina, y parece que, si las críticas son acertadas, se cumple la maldición de que siempre que un director –por muy talentoso que sea– ha intentado ponerse en lugar del genio neoyorkino, la cosa no ha salido muy bien.
Tenemos el ejemplo de I.A. de Spielberg, donde se hace notar que las únicas partes con sentido de una película por momentos ridícula fueron las escritas por el director de Barry Lyndon; pero también el muy poco conocido caso de la mediocre Ardiente secreto, de su estrecho colaborador Andrew Birkin, cuyo libreto, basado en una obra de Stefan Zweig, era un refrito de un guion escrito por Kubrick que se perdió durante más de cincuenta años.
Dejando aparte su megalomanía o sus sesgos anglófilos, una de las críticas que se le hacen al más reciente monumento cinematográfico de Scott es su falta de rigor histórico: es notorio el hecho de que España no aparezca en la película, cuando la guerra en nuestro país fue una de las causas de la sostenida debacle del francés. Uno quiere confiar en que la prudencia le haya llevado al realizador británico a no meterse en arenas movedizas, porque parece claro que, si hubiera tratado esa parte de la historia, debiera haber mencionado a su hermano bajo el apelativo de Pepe Botella y, sobre todo, al denostado rey felón.
Ya hemos sugerido en más de una ocasión y en este mismo editorial que, no siendo cierto que la historia se repita, a veces parece rimar. Doscientos diez años hace que Fernando VII, el por algunos deseado, retornaba de su exilio francés de Valençay, donde se caracterizó por llevar una vida despreocupada y disoluta, salpimentada con sus vergonzantes lisonjas y ofrecimientos al emperador corso. Y doscientos hace que, con Napoleón ya fallecido tras haber padecido una derrota en Waterloo y haberse exiliado en Santa Elena, los cien mil hijos de San Luis «liberaron» al Borbón de su «cautiverio constitucional» en España, con lo que pudo sentirse «libre» de ejercer un despótico absolutismo sobre un pueblo que alegre cantaba «¡vivan las caenas!».
Las tentaciones de trazar paralelismos con recientes exilios, defenestraciones de primeros ministros, luchas dinásticas por el poder, discursos en Egipto donde cuarenta y dos siglos nos contemplan, liberalismos exaltados o moderados, restauraciones monárquicas y presidenciales, marchas en favor que se transforman más tarde en subversiones –o quizá mejor perversiones– del orden constitucional, intrusiones extranjeras mediante cien mil hijos de San Luis –o quizá diez mil de San Vladimiro– y cambios de opinión y lealtades de los afrancesados, se han mostrado como demasiado grandes para ciertos editorialistas y comentaristas políticos que no han podido dejarlas pasar en sus análisis de actualidad.
Pero la prudencia –y la ignorancia– hacen desistir a un servidor de señalar quiénes cree pudieran ser los asonantes protagonistas actuales de tan lejanas vicisitudes: debo reconocer mi torpeza e incapacidad para dar sentido a esta boutade, en una tribuna que no pretende sino conjugar la actualidad sociopolítica con la cinematográfica de un modo lo más discreto posible.
Sobre si la historia juzgará como heroicidad o felonía los actos de nuestros actuales responsables políticos, ya se verá. Lo cierto es que si tales eventos los recrea alguien como Ridley Scott, no podemos estar seguros de que las generaciones futuras vayan a entenderlos del todo. Quizá es que tampoco tengan mucho sentido, y por eso ni vale la pena intentar comprenderlos.
King Henry
El que hace pocas horas ha sido puesto a disposición del tribunal de la Historia es el Secretario de Estado estadounidense por excelencia, Henry Kissinger, que ha durado una centuria vivito y coleando. Sobre si su paso por este valle de lágrimas puede considerarse un mal que cien años ha durado, de nuevo es tarea interpretativa para las generaciones que lo sucedan. Mientras vivió fue honrado y vilipendiado a partes iguales: el Comité Noruego le concedió nada menos que el Nobel de la Paz por gestionar un alto el fuego –fallido– en la guerra de Vietnam y por mediar en la guerra del Yom Kippur, mostrando así lo ridícula que puede ser a veces la concesión de tal premio: al principal responsable de la limpieza del patio trasero de los EEUU se le ha acusado de golpismo, represión y terrorismo de estado, y no parece que sean acusaciones sin fundamento. También de abrir China al mundo y de favorecer la Transición en España, no sin negras –y muy difusas– sombras sobre su posible implicación en la Operación Ogro.
Naturalmente la cinematografía ha recogido estas y otras pinceladas de su perfil en filmes como Nixon, de Oliver Stone; El vicio del poder, de Adam McKay, o la muy reciente Golda, de Guy Nattiv. A estas representaciones de su persona cabe añadir su participación real en series como Dinastía –interpretándose a sí mismo–, y en documentales como El juicio a Henry Kissinger (2002), Secrets of a superpower (2008) o Inside de mind of Henry Kissinger (2021) que trataron con mucha dureza en el primer caso y relativa objetividad en el tercero, una vida política de la que el mismo habla en primera persona en el segundo.
Tanta paz lleve como descanso deja.
Yahvev (o Alá) los acoja en su seno
No dura la paz en oriente medio. La frágil tregua firmada entre Israel, Hamás y otros grupos terroristas, se ha roto tras una semana de intercambio de prisioneros. Como ya les dije, me siento incapaz de guiarme moralmente o guiar a otros entre tal baño de sangre, y solo quiero traer a colación un suceso que ha tenido lugar la última semana de noviembre y que apenas constituye un suspiro más entre la interminable sucesión de lamentos por los fallecidos: ha caído en combate Matan Meir, el productor ejecutivo de la serie Fauda, mencionada en el editorial anterior.
Su nombre sobresale entre incontables víctimas porque pudo hacer algo que lo catapultó a la fama en vida. Decenas de miles han desaparecido con él sin ni siquiera tener la oportunidad de expresar su valía creativa. Descansen todos en paz, aquella que no tuvieron en su efímero paso por la doliente tierra de sus antepasados.
De Niro los pone en su sitio
Los asesinos de la luna, de Scorsese, también habla de tierras ancestrales. En este caso el director neoyorkino –que por cierto, ha cumplido 81 años este 17 de noviembre– nos habla del pecado original estadounidense que también Kubrick quiso simbolizar muy sutilmente en El resplandor: el robo a sangre y fuego de las tierras indígenas en Oklahoma por parte de una caterva de asesinos sin escrúpulos.
Lo cierto es que en la entrega de los premios Gotham, donde correspondió a su buen amigo y actor fetiche Robert de Niro la tarea de honrarlo, se produjo un señalado desencuentro con la productora, la misma Apple TV que va a emitir las cuatro horas del Napoleón de Scott.
Cuando De Niro fue a leer su discurso, se dio cuenta de que había sido censurado. Como el intérprete es ya también talludito, atesora un currículum legendario a la altura de muy pocos y no le va a faltar de comer, consideró que no podía dejar pasar tamaña afrenta, y presto sacó su móvil como si Travis Bickle hubiese desenfundado su Smith & Wesson del 44, para leer el discurso completo que allí guardaba almacenado, y que aquí les copio para que no se lo pierdan:
«La historia ya no es historia. La verdad no es verdad, e incluso los hechos están siendo sustituidos por hechos alternativos e impulsados por teorías de la conspiración y fealdad. En Florida, a los jóvenes estudiantes se les enseña que los esclavos desarrollaron habilidades que podrían aplicarse para su beneficio personal. La industria del entretenimiento no es inmune a esta enconada enfermedad. El Duque, John Wayne, dijo públicamente sobre los nativos americanos: “No creo que hiciéramos mal en arrebatarles este gran país. Había un gran número de personas que necesitaban nuevas tierras, y los indios intentaban egoístamente quedárselas para ellos”.
La mentira se ha convertido en una herramienta más del arsenal del charlatán. El expresidente nos mintió más de 30.000 veces durante sus cuatro años de mandato, y mantiene el ritmo con su actual campaña de venganza. Con todas sus mentiras, no puede ocultar su alma. Ataca a los débiles, destruye los dones de la naturaleza y muestra su falta de respeto, por ejemplo, utilizando Pocahontas como insulto».
Acabó con un «How dare you?» mejor interpretado que los de Greta Thunberg, como es natural, y a punto estuvo de largarse sin aceptar el premio. Pero De Niro es un caballero versado en diplomacia y simplemente hizo lo que tenía que hacer: señalar el acto vergonzante de los que limpian el suelo al paso de su amo, haciéndose valer sin perjudicar a otros en su enfado. Su ego no es tan grande como para convertirlo en reo del narcisismo que los políticos a los que critica atesoran.
Napoleón, Scott, Kissinger, Meir, Scorsese, De Niro y otros tantos han hecho lo que mejor sabían hacer para pasar a la historia. Originales, atrevidos, algunos luminosos y otros oscuros, cumplen bien con el dicho del Bhagavad Gita:
«En la batalla, en el bosque, en el precipicio de la montaña, en el vasto y oscuro océano, en el sueño, en la confusión, en las profundidades de la culpa… las buenas obras que ha hecho el hombre le defienden».
Dejemos a un lado a los felones y los parásitos, a los asesinos de masas y a los charlatanes, a los nostálgicos de un paraíso perdido que nunca fue y a los lisonjeros de medio pelo que alaban emperadores de ayer y de hoy. Disfrutemos de las buenas obras de los hombres –y mujeres– que valen la pena, para sobrellevar el tránsito por esta dolorida tierra. Estoy seguro de que, en este sentido, el cine puede ofrecernos todavía muchas horas de intenso deleite.
Aunque quizá no sea necesario tragarse cuatro de ellas de una sentada.
Escribe Ángel Vallejo