Polvo eres…

Es inevitable, ya lo imaginan, que en un editorial que pretende hacer la crónica de este mes de octubre, se hable de lo que ha sucedido en Oriente Medio.
Cualquier persona sensata, que haya tenido el valor se asomarse con interés académico al larguísimo conflicto, sabe el vértigo que produce su comprensión y lo osado que resulta el pretender hacer juicios de valor —especialmente si son dicotómicos—, pretendiendo establecer una clara frontera entre buenos y malos. Y es que aquí reina el mal, y no hay manera de que demos la razón a cualquiera de los contendientes sin tener que quitársela inmediatamente por alguno de sus actos.
En un conflicto en que media la asimetría en todos y cada uno de los ámbitos y cada vez en uno de los contendientes —militar, pero también propagandística, legal, humanística y económica—, solo una inteligencia poliédrica puede orientarse sin confundir sus pasos, y no parece que las inteligencias así abunden.
La mía, desde luego, no alcanza.
La equidistancia tampoco parece ser una opción aceptable: primero porque, a pesar de todo, quizá sea posible que alguno de los implicados tenga razones menos malas que el otro, pero fundamentalmente porque somos humanos y gustamos de tomar partido; bien sea por el impulso de la visceralidad, bien por las simpatías personales, o bien porque un convencimiento cuasi racional ha ido decantando nuestras preferencias, al final optaremos por inclinarnos hacia uno de los lados, constatando la imposibilidad de los seres volubles de mantener un equilibrio perfecto en el vértice de un afilado triángulo.
Y digo cuasi racional porque aunque hubiese una sola persona de inteligencia poliédrica que conociese, sub specie aeternitatis, todos y cada uno de los elementos del conflicto, y fuese capaz de ponerlos sobre la mesa para convencernos a todos de la justeza de una resolución —fuera esta la que fuese—, con toda probabilidad no hallaría más que rechazo por los partidarios de cada uno de los bandos…
¿Por qué? Porque ambos ya están íntima y, sobre todo, moralmente convencidos de su verdad, y no atienden a razones que no sirvan más que para justificar esas mismas convicciones.
Sí, naturalmente yo también tengo mis simpatías —soy humano, no una entidad absolutamente racional—, pero por supuesto no voy a expresarlas aquí: no quiero erosionar el prestigio de esta publicación con una diletante opinión política. Simplemente señalaré, como siempre, cómo la cinematografía ha tratado el conflicto, y procuraré hacerlo con filmes –o series– de calidad, que puedan arrojar claridad sobre nuestros ojos cegados por el polvo del desierto moral de este conflicto.
Así, probablemente lo mejor sea recurrir a alguien como Hany Abu-Assad, un realizador palestino que ha tratado el tema desde una perspectiva poliédrica y con muy diversos filmes. La mayoría coproducidos por… Israel.
Su película más celebrada ha sido Paradise now (2005), que consiguió un Globo de Oro, el Ángel Azul del Festival de Berlín y fue nominada a los Oscar en la categoría de mejor película de habla no inglesa en 2006.
Allí se narra la preparación y andanzas de dos terroristas suicidas que, no llegando a ejecutar su misión, deben replantearse su vida y sus convicciones. Abu-Assad es capaz de señalar la imposibilidad de superar sintética y cabalmente la oposición entre ser colaboracionistas con Israel o mártires por Palestina. El destino de los jóvenes gazatíes parece sellado en esa dicotomía perversa, alimentada por innumerables —y corruptas— fuentes de emotividad desbocada. En este sentido la metáfora de los filtros para el agua que aparece en la película no parece inocente.
Es una película dura y con pretensiones de objetividad, lo que —como es evidente— le ha valido elogios, pero también descalificaciones por parte de simpatizantes de cualquiera de las dos causas. Quizá solo por esto merezca la pena su visionado.

Pero Abu-Hassad no solo ha escrito sobre terrorismo, sino también sobre amor: Omar (2013) abunda en el tópico de la relación amorosa truncada que ya vimos en Paradise Now. No obstante, mientras que allí no llega a fraguarse, aquí ya está plenamente consolidada. Aunque el motivo que las frustra es en cierto modo diferente, el leitmotiv de ambas películas es la desconfianza que surge entre los terroristas y sus jefes cuando una operación se malogra; no hay manera de ser neutral en Gaza, y probablemente tampoco en Israel. El polvo de aquella desértica tierra parece reclamar la vuelta de todos a su seno de la peor forma posible.
Así El atentado (2012), de Ziad Doueiri, protagonizada por uno de los intérpretes de Paradise now, el estupendo Ali Suliman, narra la historia de un cirujano israelí-palestino que se ve envuelto familiar y emocionalmente en un atentado en Tel-Aviv.
Amin es uno de esos palestinos asimilados por Israel —no olvidemos que hay cerca de un 20% de la población del país que comparte ambas nacionalidades y trabaja allí perfectamente integrada y con ciudadanía plena— que ve cómo su mujer se inmola en un atentado suicida. Amin parte hacia Nablús en busca de respuestas, y en su entrevista con el jeque Marwan, el supuesto «autor intelectual» del atentado, solo averigua una cosa: no hay nada para él allí.
Esto se explica porque los asimilados son tratados como algo más bajo incluso que abyectos traidores: son ciegos y estúpidos, gente imposible de «convencer» del padecimiento de Palestina porque vive entre lujos con los que el enemigo ha comprado sus almas. En medio de tan sectarias acusaciones al menos el jeque llega a reconocer una cosa que parece cierta: no parece que los unos puedan llegar a entender el punto de vista de los otros.
Es algo absolutamente cierto, porque no hay justificación racional para ninguno de los crímenes que se cometen allí: Siham, la esposa de Amin, decide implicarse en el atentado después de ver lo que sucedió en el campo de refugiados de Yenín, pero del mismo modo muchos israelís hacen honor a Sebaot Yahveh, Dios de los ejércitos, cuando desencadenan su furia tras padecer los indescriptibles horrores del terrorismo. Los unos creen con total convicción que no podrán vivir con los otros, y eso les lleva a todos a la mutua destrucción.

Hablando del omnipresente Ali Suliman, acompañado esta vez por otra de las más famosas actrices palestinas, Hiam Abbas —que hacía de madre de uno de los jóvenes protomártires en Paradise Now y que en la película que voy a recomendarles se come la pantalla—, podemos encontrar también a ambos en la más poética y famosa Los limoneros, de Eran Riklis, una estupenda fábula sobre las soledades —fundamentalmente femeninas— e injusticias económicas que genera el conflicto en ambos bandos, con una población civil alegorizada por los limoneros en disputa entre la viuda palestina y su vecino, el ministro de defensa israelí.
Porque no dejemos de señalarlo: sean quienes sean los ejecutores, el mayor número de víctimas se cuenta entre la población inocente.
No olvidamos que la percepción de los israelitas es sensiblemente diferente a la de los palestinos, y no menos digna de consideración. Esta puede constatarse en Fauda, una serie de Lior Raff y Avi Issacharoff que ofrece Netflix, en el que un agente israelí y un militante de Hamás juegan al ratón y al gato durante cuatro temporadas, la última de las cuales traslada el conflicto a Bélgica, como dando un aviso sobre la internacionalización de un conflicto, ya lo dijimos, poliédrico.
La serie ha cosechado un éxito sin precedentes a pesar de no ser norteamericana, y a ello parece contribuir un tratamiento no tan patriotero como el que puede abundar en otras de parecida temática como Homeland. La crítica parece estar de acuerdo en que tiene un punto de vista más o menos equilibrado, sin dejar de señalar algunos sesgos paternalistas con respecto a las mujeres y los palestinos por parte de los israelís. Nada es perfecto, vaya.

Vals con Bashir, de Ari Folman, muestra una perspectiva diferente: la de la asunción de la culpa por parte de las actuaciones de Israel en ciertos momentos del conflicto. En este caso las Fuerzas de Defensa israelís no tomaron parte directamente en la masacre de Sabra y Shatila, pero dejaron hacer a las falanges cristianas libanesas el trabajo sucio de liquidar a los palestinos. Una cara más para el poliedro, que viene a señalar que los conflictos religiosos están a la base de las masacres humanas, alimentándolas con una furia que no es de este mundo.
Más mundana pero también relacionada con el castigo y la culpa es Munich, de Steven Spielberg. La película es amada y odiada a partes iguales, no se sabe si consciente o inconscientemente, por los que quieren ver en ella un mal filme de intriga y espionaje, pero que quizá simplemente no soportan una mirada equilibrada que los pone frente al espejo de sus propios sesgos.
Munich es, en mi opinión, una muy buena película que mesura perfectamente la narración de la insana —e imposible— búsqueda de un equilibrio entre el terror que desencadenan los oprimidos y la respuesta de un estado democrático, pero cegado por su pretensión de no ser nunca como aquellos antepasados suyos que fueron llevados como corderos al matadero.
La venganza implacable, la Ley del Talión, el certero retrato de los gobernantes israelíes —en especial la magnífica Golda Meir interpretada por Lynn Cohen— y sobre todo el examen de conciencia de los ejecutores, convierten a Munich en una de las mejores películas sobre un conflicto tan intenso y recurrente como las tempestades de un mar constantemente agitado.

El Mediterráneo que nos une a todos
No solo el polvo del desierto es seña de identidad de los pueblos de Oriente Medio: Israel, Palestina, Líbano… son bañadas por el mismo mar que Valencia. También todos esos países participan en la Mostra de Cinema del Mediterrani que ha concluido su trigésimo octava edición este mes de octubre.
Como haciéndonos a todos partícipes en cierta medida del conflicto, la entrega de la Palmera de Oro se vio afectada por la imposibilidad del equipo de la película ganadora, Riverbed, de acudir a la ceremonia. La dificultad de salir del Líbano merced a los criterios restrictivos para obtener visado debido al conflicto fue la causa de que solamente Omaya Malaeb pudiera recoger los galardones.
Premiadas también fueron la portuguesa Cidade Rabat y la marroquí Deserts, con la palmera de plata y el premio a la mejor dirección e interpretación masculina, respectivamente. Claudia Faci se hizo con el galardón la mejor interpretación femenina y la serbia Lost Country obtuvo el premio al mejor guion.
Si nuestros lectores quieren hacer un seguimiento más amplio de lo que fue esta edición, pueden comenzar por aquí, e ir siguiendo los numeritos hasta llegar al 8, que se ocupa con más detenimiento del aquí mostrado sobre el palmarés.

Polvo de estrellas
Ha muerto Carlos Pumares. Poco más puede decirse de tanto que hay que decir. Quizá fuese el crítico cinematográfico más popular de los últimos decenios.
Tuve el privilegio de cenar con él en Donostia, durante el Festival de cine Fantástico y de Terror, y allí averigüé que era físico de formación, y colegí por ello que el nombre del programa que condujo desde 1980 quiso ser una especie de homenaje a esta vocación inicial.
Alguien debería estudiar cómo fue posible que un programa que se iniciaba tras los espacios deportivos de madrugada tuviera tanto éxito, manteniendo a la gente despierta durante tres horas solo para preguntar y aprender sobre cine, y a veces solo para ser regañados por un viejo y severísimo maestro. Creo que no me equivoco si afirmo que Pumares fue uno de los más agrestes pioneros de la radio para insomnes, que programas como Hablar por hablar de la SER llevaron, serenando el abrupto estilo del cinéfilo, a su máxima expresión, aunque siempre siguiendo una estela que Pumares había inaugurado nueve años antes que la muy dulce Gemma Nierga.
Poca gente sabe que Carlos Pumares intervino como actor en la película FBI: Frikis Buscan Incordiar (Javier Cárdenas, 2004), quizá porque la película fue un simple subproducto de tiempos muy lejanos, pero llama muchísimo la atención cómo un crítico tan acerado pudo rebajarse a figurar en semejante bodrio cinematográfico. También tuvo un papel en Torrente 3: El protector, aunque cabe suponer que su aparición allí era un simple favor personal a su buen amigo Santiago Segura, el realizador de la saga.
Pumares también escribió más de una docena de libros, generalmente en coautoría con monstruos de la cinematografía patria como José Luis Garci, Adolfo Castaño o Juanjo Daza.
Pero don Carlos también se atrevió a firmar guiones de películas como La casa de las chivas (León Klimovsky, 1972), Separación matrimonial (Angelino Fons, 1973), Una mujer prohibida (José Luis Ruiz Marcos, 1974) o El extraño amor de los vampiros (León Klimovsky, 1977), películas justamente olvidadas que, de no llevar su propia firma, jamás hubieran gozado de la piedad del insigne crítico.
Sea como sea, lo cierto es que nos ha dejado uno de los grandes, y en su homenaje quizá lo mejor sea improvisar un breve epitafio cinematográfico, directamente extraído del epílogo de Gattaca, una película que como casi todo aquello que se había rodado más allá de los años ochenta, probablemente despreciaba: Dicen que cada átomo de nuestro cuerpo alguna vez formó parte de una estrella. Quizá no me esté marchando, quizá esté volviendo a casa.

Friends forever
Otra estrella que vuelve a casa ha sido Matthew Perry. El inolvidable Chandler de Friends falleció hace pocos días a causa de lo que parece un accidente doméstico. Tras haber saludado a la parca en más de una ocasión debido a sus abusos con las drogas, el hado parece haber querido llevárselo en un momento tranquilo de su vida y del modo más absurdo posible.
Perry llevaba retirado de la pequeña pantalla desde 2017, tras haber pasado toda una serie de altibajos profesionales que lo convirtieron casi en un personaje maldito. Sin embargo, nunca perdió el cariño del público, y su desaparición ha generado gran consternación y duelo entre los fans de Friends, que soñaban con una reedición de la serie tras el famoso reencuentro de sus personajes en 2021.
Por mi parte, me despido hasta el mes que viene de este doloroso editorial, para centrarme en el análisis, en esta misma revista, de lo que ha sido una gran sorpresa y una gran decepción: el maravilloso testamento cinematográfico y vital de Hayao Miyazaki con su definitiva El chico y la garza, y la descorazonadora evidencia de que la última película sobre Inteligencia Artificial, The creator, parece haber sido escrita por la versión gratuita y cutre de ChatGPT.
Malos tiempos para la Ciencia Ficción, que ya no se deja inspirar por el polvo de estrellas ni guiar por la inteligencia que parece otorgar el Monolito.
Si Carlos Pumares ha renacido en un útero sideral como último exponente de una inteligencia suprema, bien haría en dedicarse a escribir buenos guiones para recuperar el género.
Escribe Ángel Vallejo
