Haciendo sietes
Llega septiembre y el mundo se parte por el Medio… por Oriente Medio.
El séptimo mes, transliterado en noveno por obra y gracia del calendario juliano, ha visto cómo se llevan las consecuencias del malhadado séptimo día de octubre hasta su final más indeseado: Líbano vuelve a ser bombardeado por Israel, tras los eventos de 1982 y de 2006, e Irán parece ya comprometido a implicarse directamente en un conflicto que no parece tener fin.
Antes de eso, el Estado hebreo llevó a cabo una acción tan increíble como certera, digna de una película de 007 o más bien de Kingsman: hizo estallar los buscas y teléfonos móviles de los gerifaltes de Hezbolá, llevándose por delante ojos, dedos y testículos, cuando no las vidas de algunos de los susodichos. La sorprendente «limpieza» de tal operación –y entiéndase limpieza en un sentido bélico, si tal cosa es posible, como la práctica ausencia de daños colaterales–, ha dejado paso a la indiscriminada brutalidad de las bombas que masacran poblaciones, y todo apunta a que la lógica del ojo por ojo acabará haciendo el resto.
Al otro extremo del Mediterráneo, en España sigue siendo noticia Venezuela. Por un lado Edmundo González, el candidato que según todos los datos consiguió el 70% de los votos en las truncadas elecciones venezolanas, fue recibido como asilado por nuestro Gobierno, que no dejó sin embargo una buena imagen al permitir que el 7 de septiembre altos cargos del régimen chavista entraran en la embajada española para hacerle firmar unos documentos en los que –cabe pensar que en contra de su voluntad– González reconocía la victoria de Maduro. Doce días después, sin embargo, el Parlamento Europeo reconocía a González como presidente legítimo, aunque con un voto fuertemente segmentado a favor del reconocimiento en la derecha y en el que amplios sectores de la izquierda se negaron de momento a conceder ese título.
Por el otro, dos españoles fueron detenidos en el país caribeño acusados de ser espías del CNI. La acusación no parece tener fundamento alguno, pero ya se sabe que los regímenes tiránicos suelen ver espías por todas partes y los democráticos a veces pecan de inocentes. En este sentido, Venezuela se parece cada vez más al Ministerio de Magia, Diosdado Cabello a Cornelius Fudge y Delcy Rodríguez a Dolores Umbridge.
En España, donde casi nadie fue capaz de reconocer al espía ruso Pablo González Yagüe, nuestra agencia de inteligencia se parece más a la T.I.A y algunos de sus agentes –con todo respeto hacia la mayoría– parecen comportarse como Mortadelo y Filemón.
Algo más que una profe y un cantante
Hablando de la saga de magia y hechicería, hemos tenido que esperar a que acabase septiembre para recibir una noticia, como siempre, muy triste. El día 27 falleció Maggie Smith, la muy famosa y galardonada actriz británica que será bien conocida por los más jóvenes por su papel de Minerva McGonagall en Harry Potter, pero que atesoraba un larguísimo recorrido cinematográfico desde su debut en 1956, ganando dos Oscar y siendo nominada otras cuatro veces a los premios de la Academia de Hollywood, consiguiendo además tres Globos de Oro, cinco BAFTA y cuatro Emmys, sobre todo gracias a su carrera televisiva y fundamentalmente por la serie Downtown Abbey. Smith trabajó prácticamente y como manda el canon dramatúrgico, hasta el final de sus días, pues El club de los milagros, su última película, data de 2023.
Tan solo un día después nos dejó Kris Kristofferson, de quienes muchos ignoran que fue un famosísimo cantante de folk. Y la sombra de esta ignorancia es proyectada por su gran vinculación con el cine. De nuevo quizá los más jóvenes lo identifican con el mentor de Blade, el medio vampiro interpretado por Wesley Snipes, a quien Kristofferson dio vida –y luego no-vida– en las tres entregas de la saga. Pero los que ya tenemos una cierta edad lo recordamos por ser actor fetiche de Sam Peckinpah en algunas películas maravillosas. La más famosa sin duda es Pat Garret y Billy the Kid, en la que Kristofferson compartía pantalla con otro colega en eso del cante –nada menos que Bob Dylan–, y con su némesis interpretada por James Coburn.
Con el director de Grupo salvaje protagonizó también Quiero la cabeza de Alfredo García y Convoy, una película de la que guardo grato recuerdo porque fue una de las que visionamos en el Cineclub de Cheste en mi tierna adolescencia.
En el apartado de galardones cinematográficos –que no musicales– no puede desde luego competir con Maggie Smith, aunque este icono del western ganó un Globo de Oro por su interpretación en el remake de Ha nacido una estrella, junto a Barbra Streisand.
Cantando bajo el fuego
Como ya sabrán, Ha nacido una estrella es una historia que ha sido llevada al cine en cuatro ocasiones: la primera en 1937, dirigida por Victor Fleming y protagonizada por Frederick March y Janet Gaynor. La segunda, icónica, realizada por George Cukor y teniendo como protagonistas a Judy Garland y James Mason; la tercera es la ya mencionada, que protagonizaron Streisand y Kristofferson, y la última, de 2018, es la que dio la alternativa a Lady Gaga como actriz principal, a quien llevaba de la mano Bradley Cooper, tanto en el elenco protagónico como en la dirección.
Pues bien, la señora Gaga, ahí donde la ven, y a pesar de dedicarse fundamentalmente al cante como el bueno de Kristofferson, ha aparecido ya en cerca de una decena de películas y ha protagonizado tres, la última de las cuales se estrena en pocos días. Como pueden imaginar, se trata de la segunda entrega de Joker, en la que Gaga se vuelve gagá y se transforma nada menos que en Harley Quinn, la amante del archienemigo de Batman.
Nadie sabe cómo puede transformarse una película oscura como Joker en un musical tétrico como Fòlie à deux, que así se llama la peli, pero tengan a buen seguro que un servidor se lo contará en pocos días. De momento solo puedo decir que los paralelismos con Ha nacido una estrella pueden ser sorprendentes: ¿Puede el exitoso y revolucionario sociópata Arthur Fleck verse eclipsado en su talento destructivo por una estrella femenina emergente? ¿Le llevará esto a nuevos horizontes de locura? ¿Verán ambos el mundo arder mientras cantan abrazados?
Algo más que una peli de toros
Y hablando de tomar la alternativa y de danzas con la muerte, tenemos que hablar de Albert Serra y Tardes de soledad, la película que ha ganado la Concha de Oro de San Sebastián. Vaya por delante que a un servidor no le hace tilín la tauromaquia, y que quizá nuestro Míster Kaplan sea el más adecuado para hablar de un tema cuyos aspectos estéticos parecen despertar menos pasiones que los éticos.
Yo me confieso, por pura voluntad, absolutamente ignorante sobre el tema, pero quiero entender que una película premiada debe haber sido juzgada por su calidad cinematográfica. El jurado de Donostia y la crítica parecen estar de acuerdo en que Serra ha entregado una obra notable, y yo, que apenas he visto el tráiler, no puedo dejar de sentirme morbosamente fascinado por algunas de sus imágenes.
Quiero pensar, vista la unanimidad del jurado y el general aplauso de la crítica, que Serra quiere mostrar algo, y no solo venderme un panfleto, y en la medida en que decida ver la película –cosa que no sé si haré, dada mi falta de entusiasmo ante tal espectáculo– debería entregarme a la tarea de saber qué es eso que quiere mostrar.
De Serra se dice que le agrada La Fiesta Nacional, y algunos sugieren que eso invalidaría su objetividad e inclinaría más bien el veredicto sobre la película hacia su consideración como panfleto propagandístico. Sin embargo yo me resisto a creer que un filme que muestra con toda crudeza lo que sucede en el ruedo –y fuera de él– pueda considerarse pura propaganda: mal servicio se haría a la tauromaquia si no se disimulasen algunas escenas sobre la agonía y la muerte entre sangre y arena.
Consideremos lo siguiente con un ejemplo –ya lo sé– vasto, manido y con toda probabilidad inadecuado.
Estéticamente hay una distancia sideral entre Noche y niebla y El triunfo de la voluntad; éticamente también. Y es que la película de Riefenstahl disimula y aun embellece la carga siniestra del nazismo, mientras que la de Resnais la denuncia con toda crudeza. Quizá sean la una ejemplo paradigmático del cine propagandístico y la otra del documental de denuncia, aunque estaremos de acuerdo en que una película no debe ser juzgada solo por lo que quiere decir, sino también por cómo lo dice… y en este sentido ambas son obras maestras.
No parece, sin embargo, que Serra haya optado por ninguno de los dos extremos: ni propaganda ni denuncia. Dicen que su película muestra el horror y la belleza, la angustia, el dolor y la gloria. Si tales elementos valen para condenar o ensalzar la tauromaquia, mucho me temo que serán empleados por cada cual según su propio criterio. Si la película genera opiniones éticas encontradas, pero a la vez unanimidad estética… entonces quizá el cine ha cumplido su función primordial y el premio puede ser justo.
Esperemos a ver qué dicen nuestros especialistas.
Por otro lado, el resto del palmarés del Zinemaldia muestra cómo las mujeres cada vez tienen más éxito en la cosecha de galardones. La Concha de Plata a la mejor dirección fue para Laura Carrera por On Falling y la mejor interpretación principal –Zinemaldia no hace distinción por sexos– para Patricia López por Los destellos, dirigida por cierto por Pilar Palomero. François Ozon, que dirige y escribe Cuando cae el otoño, se llevó el premio al mejor guion.
El premio especial del jurado ha sido para Gia Coppola, nieta del abuelo Francis Ford, por una historia sobre una bailarina retirada encarnada por Pamela Anderson. The last showgirl parece, salvando las distancias, tener ecos biográficos de la que fuera sex-symbol de finales de los 90 y principios de los 2000.
Algo menos de lo esperado
Y ya que estamos con la famiglia, tenemos primeras impresiones críticas de Megalópolis, y la verdad es que por lo general no son buenas. La mayoría se mueve entre la condescendencia hacia lo que consideran la obra de un abuelete cinematográficamente senil, y una incomprensión absoluta que a veces roza el escarnio.
Los más templados hablan de derroche de inventiva mal canalizada, o de película adelantada a su tiempo… pero nadie supera en optimismo al propio Coppola: dice de sí mismo y de su trayectoria que nadie dio un duro por películas que luego fueron consideradas obras maestras o de culto, como Apocalypse Now, y que solo cabe esperar a que la película sea digerida por ese estómago de digestión lenta que es la sociedad de masas. La duda es si el propio Coppola podrá llegar a decir «os lo dije», vista la lentitud con que se procesan hoy día este tipo de películas.
Sea como sea, poco precio merece pagar por sus fracasos, pues lo compensa con el hecho de haber legado a la historia del cine alguna de sus obras fundamentales.
Y es que me parece que nadie puede considerar que la saga de El padrino sea una hagiografía de los hampones o un embellecimiento propagandístico de la Mafia, ni tampoco una denuncia inmisericorde de su justicierismo y sus crímenes.
Es, simplemente, una obra maestra en tres actos, tres.
Escribe Ángel Vallejo