Blue Moon y If I Had Legs I’d Kick You

Sin ninguna razón aparente, continúo mi cuarta crónica comentando otro dúo de películas estadounidenses que me cautivaron, unidas simplemente por su notable calidad.
La primera película es Blue Moon, de Richard Linklater, a quien ya tuvimos la oportunidad de disfrutar en Berlín durante el estreno de Boyhood, película no menos fascinante que esta. Mientras que Boyhood seguía a su personaje a lo largo de años, incluso décadas, en Blue Moon todo se concentra en una sola noche y un único espacio, evocando el más puro teatro de cámara.
La historia se desarrolla la noche del 31 de marzo de 1943 en el bar de Sardi, con Lorenz Hart como protagonista. Él es el famoso letrista detrás de muchas melodías exitosas, pero no atraviesa su mejor momento. Mientras tanto, su antiguo colaborador Rodgers (interpretado por Andrew Scott) celebra el estreno de ¡Oklahoma!, una obra de la cual decidió excluir a Hart en favor de otro letrista.
Esa noche también es el cumpleaños de Elisabeth (Margaret Qualley), una joven estudiante de quien Hart está profundamente enamorado y para quien tiene un regalo especial. Aunque todo sucede en unas pocas horas, parece abarcar toda una vida, con deseos, revelaciones y desencuentros que fluyen de manera natural a través de conversaciones pasajeras y a veces interrumpidas.
Lo que realmente me atrae de Blue Moon es cómo esas interrupciones aparentemente banales en la vida, de la que Lorenz ya no se siente parte, se reflejan de manera tan profunda y dramática en su personaje.
Sé que a muchos les sorprenderá ver a Ethan Hawke en el papel protagonista y quizás no lo consideren adecuado para el rol al inicio. Sin embargo, creo que esa impresión se debe a que resulta extraño ver a Hawke interpretando a un personaje que parece disminuirse, no solo en su presencia física, sino también en su pertenencia a un mundo que ya no le incluye, o peor aún, que lo ha olvidado.
Sin embargo, yo logré ver más allá de Hawke y me encontré con Lorenz Hart, observando cómo sus sueños se le escapaban.
Tampoco me convencen los elogios extremos que escuché de algunos colegas durante la rueda de prensa, calificando la película como una obra maestra. Curiosamente, este tipo de halagos encaja con la temática de la película, ya que en ese momento, pensé en Lorenz y reflexioné sobre lo fácil que es lanzar palabras de alabanza para complacer a los autores en la noche de estreno, sin saber realmente cuán sinceras son. Es sencillo pronunciarlas en busca de titulares o atención pasajera, para que luego quienes las emiten probablemente ni siquiera las recuerden en futuras ediciones o las repitan con otros autores, otras obras u otras películas.
En esa noche de estreno, en ese bar, y con esa muchacha, se condensa la autoconciencia de un viejo letrista casi olvidado y su pasión por el lirismo.
La segunda película que quiero comentar es If I Had Legs I’d Kick You, dirigida por Mary Bronstein. Este es su segundo largometraje, y a pesar de ello, muestra una gran madurez, especialmente en una época en la que es difícil encontrar autenticidad en el propio discurso sin concesiones externas. Bronstein ha asumido un riesgo que le ha resultado bien, gracias a la fluidez y sinceridad que solo se logra cuando las cosas nacen del interior.
Rose Byrne se transforma camaleónicamente en Linda, una mujer cuyo mundo está a punto de desplomarse como un castillo de naipes, abrumada por la extraña enfermedad de su hija. Esa caída, narrada con gran efectividad cinematográfica, es resaltada por la elección narrativa de elusión y alusión respecto al personaje de la hija, lo cual me pareció maravilloso (cuando vean la película me entenderán).

La ausencia de su marido, su relación con su terapeuta y con sus propios pacientes conmueven profundamente y conectan al espectador con Linda, quien no se siente capaz de encarar lo que sucede a su alrededor. A veces, incluso los consejos externos pueden subrayar las carencias, haciendo más grandes las heridas.
Rose Byrne brilla en su interpretación, mostrando la fragilidad que se convierte en su fortaleza; y, a lo largo de la historia, queremos saber más sobre ella y la vida en la que se siente atrapada, revelada de manera intrigante en cada escena. Es curioso que esta Berlinale presente varias películas que fijan su atención en el enigma de sus personajes.
Mary Bronstein comentó en la rueda de prensa que escribió el guion «de manera completamente libre y fluida, queriendo que la historia funcionara como un círculo. La idea principal de la estructura y la tensión era que los personajes transmitieran algo a otros, pero que al final esto no ayudaba a nadie. Este es el tema central: ‘no es tu culpa’ o ‘mi culpa’, lo cual es repetido por la médica a la protagonista y luego por ella a sus propios pacientes, sin brindar consuelo real. La película recuerda a las matrioskas, o muñecas rusas en tanto que son personas que intentan ayudar a otras, pero al final no logran ayudar a nadie, incluso teniendo recursos que no funcionan efectivamente».
Bronstein añadió que no estaba interesada, ni en el realismo ni en la escritura expresionista: «todo en la película es performativo y sobredimensionado, no es el mundo real».
Sin revelar demasiado, discrepo con la clasificación de esas escenas como ajenas al «mundo real». A mi parecer, forman parte de él, por extraño que parezca. Lo que ella llama «mundo real» también debe estar necesariamente atravesado por momentos de fantasía, ensoñación o lirismo, que pueden sentirse como una apertura o como una caída en ese temido agujero negro que ocupa la mente de la protagonista.
¿No es eso también la esencia de la experiencia cinematográfica? Un espacio donde estos caminos se encuentran e interceptan. Este entrelazado es precisamente lo que más me atrae.
Escribe: Laura Bondía | Fotos Berlinale 2025
