El desencanto (1974) / Después de tantos años (1994)

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El desencanto, de Jaime ChávarriEn esto del cine y sus fracasos, sean benditos o no, existe una casuística que merece la pena considerar. Por una parte están las películas que para sorpresa de todos fracasan. Se esperaba de ellas un éxito arrollador, bien de crítica bien de público (ambas cosas a la vez no es habitual que ocurran), y no se sabe muy bien por qué no se obtiene el reconocimiento ni de una ni de otro.

Junto a éstas están las películas con riesgo de fracasar. Es algo que se sabe desde el principio y se está a expensas de que ocurra, en una especie de apuesta en la que el azar intenta reconducirse mediante guiños que seduzcan al éxito, alguna clase de éxito, aunque desde una recóndita desconfianza que, si el fracaso acontece, impide expresar sorpresa alguna.

Finalmente están aquellas películas en las cuales, desde su misma gestación, se ve con claridad que están abocadas al fracaso. No me refiero a esas que están hechas deliberadamente para que se estrellen, si es que llegan a estrenarse, en una versión un tanto refinada del toma el dinero (la subvención) y corre, sino a las que, aún queriendo triunfar, ya se ve desde el principio, ya sea por su temática o su planteamiento, que el éxito será más bien difícil. Serían la contrapartida del primer grupo, siendo aquí lo extraño que obtengan un reconocimiento suficiente en taquilla que permita al menos cubrir gastos, lo cual pretenden compensar con el premio de consolación que representan los elogios de la crítica (más aún si es francesa, como diría Woody Allen).

El desencanto pertenecería a este último grupo. Y tampoco. Es cierto que poco podía esperarse de una película que relata en forma documental la desintegración de una familia de rancio abolengo. No está pensada precisamente para provocar largas colas frente a las taquillas. Sin embargo la película suscitó desde el principio la atención de la crítica y de cierto sector de la población que, aunque minoritario, consiguió que las pocas copias exhibidas (por aquello de la desconfianza en sus posibilidades) estuviesen mucho tiempo en cartel en las principales capitales españolas.

Por lo tanto lo del fracaso según se mire. Si se dio fue más el resultado de un prejuicio que cortó alas a la película (alas que hubieran hecho posible cierto vuelo, aunque fuese limitado) que el verdadero despliegue de su potencial.

Después de tantos años, de Ricardo FrancoOtra cosa es Después de tantos años. Si El desencanto lo tenía difícil, una película que gire alrededor de ésta como su razón de ser es prácticamente un suicidio. Más aún si la dirige Ricardo Franco, uno de los malditos del cine español. Y eso a pesar de que los pocos cinéfilos que pudieron dar con ella en algún pase de la filmoteca o en alguna fugaz emisión televisiva no tuvieron más remedio que reconocer sus indudables virtudes.

Pero es que ni la época la acompañaba. Si El desencanto se benefició de la  coyuntura en la que apareció, Después de tantos años es un completo anacronismo histórico e industrial.

El desencanto se rueda en 1974 y se estrena en 1976, una vez muerto Franco. Esto hace que se vea en ella una gran metáfora de la opresión de la dictadura y sus consecuencias, una revisión de una época que concluye y que deja como legado un parte de daños a tener en cuenta. Todo esto, qué duda cabe, está en la película.

La referencia esencial es la de la figura del padre, el poeta Leopoldo Panero, venerado por el franquismo, el cual no aparece más que en forma de estatua envuelta en plásticos o de espaldas, ausente incluso de las fotos familiares tomadas cuando él todavía vivía, lo cual transmite la sensación de desamparo en la que, a pesar de todo, vive su familia.

Sin embargo su figura impregna y da sentido a todo lo que se nos cuenta. Su influencia en el resto de actores de la trama, la opresión (en ocasiones en forma de palizas) que ejerce sobre ellos, el odio soterrado que se manifiesta al evocar sus recuerdos, todo ello corre paralelo a la situación política del momento. Cuando se dice en la película que antes de la muerte del poeta su mujer, Felicidad Blanch, no existía, sino que estaba sojuzgada por los Panero, padre e hijo, es inevitable trasladar la escena al ámbito más general de la sociedad española y constatar (o generar) cierta identificación con tales hechos.

Con la muerte del padre el mundo que sobre él descansaba se viene abajo. El paradigma de ese hundimiento nos lo ofrece la casa de Astorga y, sobre todo, la finca de Castrillo de las Piedras, donde la familia se solazaba en sus épocas de asueto y donde el poeta murió. La exploración que la cámara hace de la vieja casona familiar, en el centro de la vieja y en otro tiempo gloriosa ciudad castellana, nos va descubriendo sus blasones, sus vidrieras, su anquilosado mobiliario. Es como entrar en otra época, trasladarnos a un tiempo que sólo pervive en los libros olvidados y enmohecidos que dormitan en recónditos anaqueles.

Cuando el cabeza de familia muere se procede, se nos dice, a vender lo que esa casa contenía, a liquidarla, a desarticular, en definitiva, el ámbito en el que Leopoldo Panero ejerció su poder. Algo parecido ocurre con la casa de campo. Las imágenes que de ella se nos ofrecen nos la presenta en ruinas, abandonada, mudo testigo de una época perdida para siempre.

La referencia esencial es la de la figura del padre, el poeta Leopoldo Panero, venerado por el franquismo

De todos modos las formas de poder y crueldad no son exclusivas del padre. Con su desaparición descubrimos que la influencia de Felicidad Blanch sobre sus hijos, aunque ejercida de manera más sutil, resulta tan opresiva o más que la de su marido. Es cierto que para reconocerla hace falta la distancia que el paso del tiempo proporciona, y es por eso que en El desencanto está sólo sugerida, insinuada, y es en Después de tantos años donde se declara sin ningún tipo de disimulo. El papel dominante del padre es asumido con su fallecimiento por la madre, o más bien habría que plantearlo a la inversa: la sumisión busca una nueva referencia para desplegarse, y la encuentra en la figura bondadosa y discreta de Felicidad Blanch.

En cierto modo pues, el terror se perpetúa. Asume nuevas formas, se torna más difuso, menos confrontable, pero justo por eso más eficaz. El devenir de los Panero debe tanto a la crueldad paterna como a la materna, expresada en la escena en la que, se nos cuenta, obliga a su hijo Michi a contemplar el sacrificio de los cachorros de perro, o en los reproches que Leopoldo María le hace por haberlo ingresado en el manicomio.

Esta metáfora del poder y la opresión en una España que acaba de salir de la dictadura y se adentra en una época que resulta aún desconocida (como aduce Felicidad Blanch para defenderse de los reproches de su hijo), permite que El desencanto obtenga una aceptación por parte de cierto público que excede lo que en un principio cabría esperar. Sin embargo, más allá de las referencias políticas, el tema central de la película es otro. A saber: la relación entre la verdad y la ficción.

El comienzo delata el planteamiento y el sentido global de la totalidad del relato. Tras la muerte del poeta asistimos a las loas que los estamentos oficiales dedican, estatua incluida, a tan insigne figura. El resto de la película se ocupará de desmenuzar la auténtica realidad sobre la que se erige tanto honor. Justo el mismo esquema empleado en Ciudadano Kane. En ambos casos asistimos al desenmascaramiento de una ficción, a la exposición de la sordidez que se agazapa tras los grandes titulares, tal como Michi proclama lleno de  furia al comienzo de El desencanto. La muerte de quien detenta el poder es el desencadenante del ajuste de cuentas que pretende restablecer la verdad en el imperio de la fábula.

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Ese juego entre lo ficticio y lo real es el que impregna todo el metraje tanto de El desencanto como de Después de tantos años. Lo refleja Felicidad Blanch al evocar llena de nostalgia los paseos con su marido o la espera a que llegase a casa para abrirle la puerta, sin mencionar las veces que esa llegada estuvo mediatizada por el alcohol, como desvela, de pasada, su hijo. O lo testimonia la repetida frase que Michi no se cansa de repetir cuando su padre muere (“éramos tan felices”), y que, sobre todo en Después de tantos años, se convierte en el referente insuperable que hace patente la miseria escondida tras el aparente esplendor.

Ficción, mentira, que para Michi tiene un nombre: Literatura. La literatura que impregna la vida, que se constituye en el marco a través del cual apresar y suavizar lo que nada tiene de literario. La imagen de Leopoldo María intentando resucitar a su madre besándola en la boca es la máxima expresión del propósito de construir un mundo irreal que los acoja y que al mismo tiempo los libere de la desagradable realidad que los circunda.

Pero igualmente literario y falso resulta el relato de Juan Luis del descenso del cadáver de su padre con la mano golpeando la escalera, o esa rebeldía de la que presume y que se traduce en llevar el pelo largo y utilizar cierto tipo de jerseys, o la rectificación que Felicidad Blanch obliga a hacer a Michi cuando dice que la perra parió, para matizar que “dio a luz”, en un acto de dulcificación del lenguaje, como ella dice, asumiendo que de este modo es la misma realidad la que se dulcifica.

Todos ellos viven, o pretenden vivir, en un mundo inventado. Juan Luis dedicando poemas a los suicidas para esconder el pavor que le produce la muerte, o declarándose cercano al exilio republicano, él, el hijo mayor del poeta más querido por el franquismo. Leopoldo envuelto en la locura que le lleva a maquinar rocambolescas tramas y sospechas. Pero es Felicidad quien mejor lo expresa al relatar su vida durante los años de la República. En la tensión que ese momento histórico representó, para ella todo era primavera, amor… El mismo amor que sigue sintiendo por su marido desaparecido, la inmensa bondad que reconoce en él a pesar de la destrucción implacable que sus hijos realizan de su figura.

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Pero a pesar de todo hay un momento en el que la niña bien de Madrid enamorada de su marido debe abandonar la mentira en la que se recrea para afrontar la verdadera realidad. Es el momento clave de la película, cuando Leopoldo María plantea, con toda la crudeza que sólo los locos extremadamente lúcidos como él pueden manifestar, la insalvable dicotomía entre la leyenda épica de la familia y la verdad. Toda la representación que han desarrollado los distintos personajes durante la película se viene abajo en un momento. Felicidad titubea. Por primera y única vez pierde el dominio de la situación y de sí misma. Leopoldo ha conseguido enfrentarla a la realidad. La verdad se cuela en la película. El cine se hace verdad.

Y aún así existe una verdad más profunda que la degradación familiar que El desencanto ha mostrado. Se encargará de presentarla de una manera poética (de nuevo la literatura, el arte, pero ahora no como instrumento de ficción, sino como camino a la verdad) Ricardo Franco en el final de su película.

Tras haber dejado que los tres hermanos Panero se explayasen en remover los escombros del desencanto, tras permitir que destruyesen el más mínimo vestigio de reconocimiento mutuo, de confianza o identificación con lo que fueron, el director muestra el último reverso de la trama. Se hace a un lado y permite el encuentro entre Michi y Leopoldo María. Y al mordaz Michi le desborda la sonrisa. Y al cáustico Leopoldo le vence la alegría. Y ambos, reviviendo la infancia en la que compartieron juegos, avanzan renqueantes como cadáveres en un cementerio infinito. Y Michi pasa su brazo por la espaldad de Leopoldo. Y la conversación se va perdiendo a lo lejos…

Ya lo dijo Quevedo. Ricardo Franco lo filma. No hay verdad más insondable.

Escribe Marcial Moreno

Después de tantos años, de Ricardo Franco