Un americano con elegancia europea
Poseyó la condición afortunada de haber hecho del oficio la más fiel herramienta de viaje en una lúcida travesía por su tiempo. Un tiempo de cine. Los obituarios lo han reconocido y han despedido a Sidney Lumet con el dolor de ver otra capa de cemento sobre una época que hemos visto y que perece con los últimos clásicos.
La virtud que siempre brilló en Lumet fue la audacia. Una conciencia viva y lúcida que lo convirtió en un joven director de buen juicio y ambición, y lo acompañó hasta que fue un anciano que hacía buen cine.
Su obra empezó en 1957 y terminó en 2007, los 50 años que separan Doce hombres sin piedad de Antes de que el diablo sepa que has muerto. El The End le ha llegado en Nueva York a los 86 años, tras una enfermedad que atacó sus órganos, pero no sus ideas ni su mirada sobre el mundo.
En su más de medio siglo de carrera invirtió todas sus aptitudes en mejorar el espectáculo de su tiempo. Tocó tantas cuerdas como la industria permitía: cine, teatro y televisión. Fue buen hijo de su tiempo pero también un difidente contemporáneo. Adoró a Shakespeare pero contestó al Actor’s Studio, enrolándose en el Off Broadway. Veneró a los clásicos, pero construyó algunas de las más grandes dramaturgias sociales del cine de los 70, de afilado contacto con lo real. Ahí quedan títulos como Tarde de perros o Serpico, entre una larga lista de hitos contra la corrupción y la hipocresía social. Creía en la industria, pero no en el nepotismo de su sistema. Probablemente creyera más en Stanislavski que en el modo en que Kazan o Strasberg querían utilizarlo para operar la metamorfosis de las estrellas cuando el clasicismo caducó.
Dicen que su verdadera pasión, al menos la primera que tuvo, fue el teatro. Lumet fue actor antes que director. Concretamente un precoz debutante de 4 años, hijo de actor y bailarina. Admiró las tablas antes de marcarlas con posiciones de cámara. Quizás por eso su prestigio sin megalomanías destilaba esa elegancia europea que poseyeron los fundadores de los géneros, los primeros clásicos emigrados de las llamas de
Antes de convertirse en cineasta, vivió su primera juventud en el mundo de la farándula, y llegó a sustituir a Marlon Brando en un escenario a su regreso de
Ampliando vocación, se inició en el incipiente mundo televisivo y fue director en
El cine llegó a finales de los 50, con una ópera prima desafiante y fresca como Doce hombres sin piedad, con la que ganó el Oso de Oro en Berlín, en
Mimaba sus películas, creía en sus personajes, se esforzaba por hacerlos merecedores de conflictos humanos y reales. Usó las luces y las sombras de su tiempo para moldear un mundo de ficción atravesado por un firme testamento clásico, vivo, propio, y ubicado la mayoría de las veces en un Manhattan amado y bastardo, sobre el que la noche caía.
Celebró la imperfección humana con piedad, pero juzgó sin miedo la hipocresía de América como sociedad ejemplar. Punzó llagas y tabúes. Corrupción policial y pena de muerte conviven en su filmografía con la guerra de Vietnam, la guerra fría, la caza de brujas y el luto silencioso por mártires de América, como Martin Luther King.
Sobre este último, co-dirigió un documental junto Joseph Leo Manckiewicz (King: A Filmed Record… Montgomery to Memphis, 1970) que sólo por lo que prometía se tendría que haber llevado el Oscar por el que lo nominaron. Pero
Uno de los grandes, pero también un medio proscrito que se ha marchado sin el halo de inmortalidad de una estrella como Liz Taylor, y sólo con la estatuilla de consolación: la honorífica. Fue en 2005 cuando Hollywood hizo gala de esa generosidad que en ocasiones como ésta tuvo un retrogusto de mea culpa.
Empiecen a pensar por qué le recordaremos. Quizá por lo que han dicho otros antes que nosotros: porque era uno de los grandes. O porque simplemente, en todas sus películas, incluso en las menos logradas, se nota que amó el cine.
Escribe Marga Carnicé