Hachazos navideños
Una angelical voz infantil entona un dulce villancico en el que Santa Claus es el protagonista. Mientras tanto, una diminuta corona de acebo, acompañada de las palabras “Silent Night” en una fuente blanca, medieval y exquisitamente hortera, se va haciendo progresivamente mayor hasta inundar la pantalla. Cuando el niño termina su tétrica canción, un estruendoso órgano, al que han tocado unas notas más bien disonantes, intenta hacer estallar nuestros tímpanos mientras una mancha de sangre impregna la corona de acebo dejando un rastro que dice “Deadly Night”. Solo con estos veinte segundos, prácticamente todo aquel que busque en Noche de paz, noche de muerte una macabra, recargada, vulgar y un producto de terror puramente ochentero, se le hará la boca agua al saber que está ante la película idónea.
1984. Diez años después de la llegada a las carteleras del slasher Navidades negras (Black Christmas, 1974) se estrena esta película que retoma el concepto de transformar el espíritu navideño en una aventura, que si no puramente aterradora, es lo suficientemente tétrica. Un giro de tuerca a las adorables y acogedoras películas estrenadas en fiestas navideñas.
Por entonces ya tuvo Noche de paz, noche de muerte (Silent night, deadly night) que enfrentarse a un reto complicado: competir contra Pesadilla en Elm Street. En salas contiguas. Dos películas del género de terror con un target principalmente juvenil que se estrenaban simultáneamente. Mientras que Pesadilla en Elm Street contaba con la garantía de éxito al ser dirigida por uno de los realizadores de terror más exitosos del momento, Wes Craven, Noche de paz noche muerte tentaba a la suerte al poner a un director prácticamente novel a cargo de la película, Charles E. Sellier Jr.
Las críticas a la película de Craven fueron excepcionales e inusuales en una película de terror mientras que Sellier se tuvo que conformar con reseñas más bien pobres. Las que seguían la estela del cine de fábrica de serie B de entonces. Esta preferencia por la nueva película del entonces director de La última casa a la izquierda (The last house on the left, 1972), Las colinas tienen ojos (The hills have eyes, 1977), Bendición mortal (Deadly blessing, 1981) y La cosa del pantano (Swamp thing, 1982) frente a la oferta firmada por Sellier también se hizo patente en el público.
El riesgo fue alto y el resultado bastante claro: uno de ellos se convirtió en un icono del terror contemporáneo mientras que el otro fue destinado al olvido en cuestión a la realización de películas. A pesar de que las dos películas juegan en ligas diferentes, ambas iniciaron dos fructíferas sagas. Además, el pasado 4 de diciembre, se estrenó en DVD y Blu-Ray en los Estados Unidos y en Canadá el remake de la película con título Silent night, dirigida por Steven C. Miller.
Y es que a pesar del segundo o incluso tercer plano en el que ha pertenecido esta película, hay conceptos interesantes que ayudan a entender mejor el slasher y la fascinación que existe hacia algunos de sus irónicos y mordaces esquemas de actuación, convirtiéndose en uno de los filmes de referencia del género de esta alocada década en cuanto al cine de terror.
La infeliz navidad que presenta Noche de paz, noche de muerte juega con los mismos elementos que pueden crear continuas experiencias traumáticas en un niño. En este caso, los ojos infantiles a través de los cuales mira el espectador son los de Billy, un personaje con una capacidad para acaparar experiencias traumáticas bastante amplia —y para nada envidiable—. A veces hasta inevitablemente risible. Y es que todo el horror, extremo, que ha vivido no tiene más remedio que explotar. ¿Y cómo lo hace? Pues matando a tantas personas como le es posible vestido de Santa Claus al llegar a la mayoría de edad en la noche de Navidad. Ridículo y genial. Sellier era completamente consciente de que si la película desprendía de algún modo un halo cómico, éste habría que abrazarlo por completo. Una sangrienta válvula de escape que los aficionados al slasher agradecerán.
La película comienza con una adorable estampa familiar americana. Es la velada de Navidad de 1971. Un sonriente padre al volante. Una sonriente madre de copiloto sosteniendo a su adorable bebé Ricky. Y en el asiento trasero se encuentra el pequeño Billy leyendo un cuento sobre Santa Claus. Los cuatro miembros de esta perfecta familia se dirigen a reencontrarse con el abuelo puesto que la ocasión y el espíritu de la reunión con los parientes es la esencia de esta fiesta.
A pesar de todo, el horror no reside en la nula preocupación por la seguridad vial de sus hijos, sino que el terror en este primer capítulo se encuentra en el destino al que se dirigen. Porque el abuelo no es un sonriente y agradable señor, sino que está internado en el psiquiátrico de Utah. Y se encuentra sentado en una silla, demasiado tieso. Cuando el padre de la familia vislumbra con horror el aspecto del abuelo, de su padre, llega a la conclusión de que ha empeorado desde la última vez que lo visitaron. Aparentemente. En el momento en el que el doctor pide a los familiares que le acompañen para firmar unos papeles y consecuentemente Billy se queda solo con su abuelo, la situación cambia. Nada importa el aviso de mamá: “Grandpa is not gonna hurt you”. La voz y la frase perfecta para saber que algo sí va a ocurrir.
Los padres desaparecen y la actitud ida del abuelo se torna en una completamente distinta, provocadora y aterradora para Billy. La inexpresividad se convierte en furia y en risas nerviosas y el abuelo advierte a su nieto. “Estás asustado. Deberías estarlo. La noche de Navidad es la más aterradora del año. ¿Sabes quién es Santa Claus? Trae regalos. Pero solo trae regalos a los niños que han sido buenos. A los traviesos los castiga”. El órgano como acompañamiento musical se acentúa.
Billy, completamente perturbado, es testigo del cambio de actitud del abuelo cuando los padres vuelven a entrar en la sala. Ahora vuelve a estar con aspecto inocente, enfermo e inofensivo. La palabra travieso (naughty) es posiblemente la más repetida de la película y quizá la más importante para entender cuál es la motivación asesina de nuestro protagonista, Billy. El patrón de la muerte de los personajes no es otro que el haber sido traviesos. El haber sido malvados. El ir pregonando por la vida su naughty style.
Cuando Billy vuelve al coche con sus padres y les avisa de las palabras que ha dicho el abuelo, la madre transforma su sonrisa y revienta: “El abuelo no es más que un viejo loco”. Billy abre su boca con indignación y miedo y avisa a su madre de que ha sido traviesa y que Santa Claus la va a castigar. Naughty. Se acerca la noche y un criminal vestido de Santa Claus sale de atracar una gasolinera. En el coche, sin embargo, la familia divisa a lo lejos en la carretera a un señor disfrazado del personaje cuyos renos parecen haberse quebrado durante su viaje. El mismo que veinte segundos después matará al padre de un tiro en la cabeza y rajará el cuello de la madre no sin antes abrirle la camisa y darle unas cuantas bofetadas. Todo esto ocurre con la banda sonora de un bebé llorando y ante la atenta y perturbada mirada del pequeño Billy. La adorable festividad navideña se ha convertido ya en pesadilla y en el inicio de un proceso de un inevitable trauma que afectará a Billy en la segunda mitad de la película y alentará sus impulsos asesinos.
Diciembre de 1974. Tres años después de la tragedia familiar, la película nos sitúa en el orfanato de Saint Mary donde Billy está interno junto a su hermano Ricky. Habrá un momento de duda. ¿Será este niño que dibuja a gente asesinada por Santa Claus el Billy de la última escena? ¿No lo será? Cuando el espectador llegue a la conclusión de que ha sido simplemente un fallo de casting el hecho de que el nuevo Billy no tenga ni un solo rasgo físico en común con el que era testigo de cómo asesinaban a sus padres, se dará cuenta de que la duda está resuelta.
En este capítulo no sólo es interesante que se mantenga el trauma que un personaje como Santa Claus puede crear en un niño, sino que se añade el factor de la religiosidad extrema y la categorización tan disyuntiva de qué está bien y qué está mal. La madre superiora del orfanato es estricta sin límites. Asqueada por el sexo premarital y por la fobia a Santa Claus que nuestro protagonista tiene, esta regenta tan severa e inflexible lo arregla todo con fuertes palos en el culo. Convencida de que este método ayudará a Billy, los síntomas del niño empiezan a desaparecer, cuando en realidad tan sólo se estaban acumulando.
Noche de paz, noche de muerte sigue el patrón que tantas películas han seguido para decidir quién será el siguiente en morir. Múltiples incógnitas —que en la mayoría de ocasiones sus respuestas son algo previsibles— que se mantienen en cada slasher. En cada película de terror. Pero todo se trata de una previsibilidad consciente, buscada y al fin y al cabo, lograda. Lo interesante de Noche de paz, noche de muerte es que además de seguir este patrón, le da un motivo, una razón para hacerlo.
Comparemos con un ejemplo de otro tipo de películas de terror que también dan motivos y que además también tienen un profundo vínculo con los niños, las películas de terror en la que los muñecos son los asesinos. La saga iniciada por Muñeco diabólico (Child’s play, 1988) o la película Dolls, dirigida por Stuart Gordon, tienen clara la estrategia para decidir quién será la siguiente víctima. Todo aquel que se meta con el protagonista, ya sea el propio Chucky en Muñeco diabólico o con la adorable niña de Dolls, será el próximo fiambre. En este ejemplo con muñecos es doblemente interesante porque la mayor parte de las víctimas son adultos que reniegan de su pasado infantil, que visionan a los muñecos como trapos en los que una vez depositaron su inocente confianza. Su castigo de olvidar quiénes una vez fueron es ser el próximo en morir en este género. Noche de paz, noche de muerte hace algo similar. Con la diferencia de que el primer acto de la película y la inmersión tan grande del espectador con el protagonista hace que entienda perfectamente cuáles serán sus patrones de asesinato una vez le dé al botón homicida de su cerebro.
Esta construcción de dar un motivo o un porqué al siguiente en morir persigue varias metas. La primera: divertir al espectador. Cuando una adolescente rubia se desnuda y tiene sexo encima de una mesa de billar y al abrir la puerta principal sigue enseñando sus tetas en pleno invierno, ya sabemos que no ha seguido el patrón de comportamiento adecuado establecido en la mente de Billy.
La segunda meta es la de quitarle drama al asunto. No interesa que en una comedia de terror que persigue el puro divertimento del espectador haya unas conexiones sentimentales demasiado grandes hacia los personajes —al menos no en las películas convencionales del género—, puesto que pronto serán pasto de carnicería.
Y la tercera: mantener un croquis mental de qué personajes han recibido el castigo merecido por su mal comportamiento. Por su actitud tan naughty.
El tabú de la religión hacia el sexo o el tema de la violencia sexual son recursos habituales en las películas de terror. Apelan a los instintos y los impulsos emocionales como creadores de violencia. Si la madre superiora ha creado en Billy la idea de que las tentaciones sexuales son pecaminosas y además antes fue testigo de cómo su madre sufrió una agresión de este tipo antes de ser asesinada, el código de Billy parece claro.
Es interesante la primera aparición de Billy una vez ha cumplido los dieciocho años. Otra de las monjas del convento, que verdaderamente creía que los palos no eran la solución para curar el trauma de Billy —la antítesis de la madre superiora—, intenta que nuestro protagonista consiga un trabajo. Para ser más exactos, en un almacén de juguetes. El encargado, Mr. Sims se niega a ofrecer trabajo a nadie. Sin embargo, la insistencia de Sor Margaret de que espere a verle en persona predice que a Mr. Sims la apariencia física de Billy le va a agradar. Y así es.
La primera aparición del Billy que posteriormente se embutirá en un traje de Santa Claus para llevar a cabo sus asesinatos es un plano subjetivo desde la mirada de Mr. Sims. Y no cualquier mirada, sino un paneo de abajo a arriba a un chico con pantalones apretados, camisa de cuadros y facciones atractivas. La implícita homosexualidad de Mr. Sims se hace patente con su cambio radical de idea en cuestión a contratarle y a sus constantes halagos al trabajo de nuestro protagonista en el almacén de juguetes. Esto ya da una pista de que las extremas ideas religiosas que rigen la mentalidad de Billy incluyen todas las variedades de la tentación sexual.
Esto se confirma cuando efectivamente Mr. Sims es la tercera víctima a manos de Billy de la película. Las dos primeras víctimas son las que crean el giro argumental de la película. Es la noche de Navidad de 1984, y en el almacén de juguetes Billy ha tenido que vestirse de Santa Claus para acoger a los niños en su regazo. Tras un largo día, Billy es testigo de cómo la compañera de trabajo con la que anteriormente ha tenido fantasías se va con otro compañero. Cuando Billy les sigue entre las estanterías del almacén y ve cómo el compañero abusa sexualmente de la chica, la conexión con el trauma de la muerte de su madre es directa. Billy mata al pervertido y ante la mirada horrorizada de la chica que echa en cara de Billy haber matado a su agresor, su primera fijación sexual se convierte en la segunda víctima.
Tras estas motivaciones principales, Billy comienza una montaña rusa de asesinatos sin ton ni son que se intercalan con primeros planos de juguetes, muñecas y arlequines que a la vez se yuxtaponen en alegres coros de Navidad y pizpiretos villancicos.
En definitiva, Noche de paz, noche de muerte acoge los miedos más comunes que acechan la infancia y los junta en este cóctel explosivo: la pérdida de los padres, la educación en reglas extremas, el cambio de actitud de los seres queridos —el abuelo— y la transformación de iconos inofensivos de la infancia en los más horrendos. Y no hay mejor período para hacerlo que en Navidad. Cuando los niños esperan con ansias a que un hombre desconocido venga a dejarles bonitos regalos debajo del árbol.
Un concepto alegre pero bastante perturbador del que Charles E. Sellier Jr. ha sabido crear una auténtica locura.
Escribe Juan Bernardo Rodríguez