Cumbres borrascosas: tres visiones

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William Wyler, Luis Buñuel y Andrea Arnold 

cumbres-borrascosas-2011-5Cuando en Encadenados pensamos en la necrofilia como tema del presente Rashomon nadie se refería a una desviación en la conducta sexual, o al menos nadie se manifestó en ese sentido. No queríamos aludir por tanto al placer de relacionarse con la carne muerta, a la ventaja que en ese caso ofrecerían los muertos sobre los vivos.

El significado era otro. La necrofilia era más bien la última salida, el grito desesperado, la imposibilidad de retener la vida y aún así la persistencia de la filia. No es la muerte quien subyuga a los necrofílicos que aquí escribimos, sino más bien es ella la que nos horroriza, aunque nos neguemos a que nos venza, a que venza al amor. El amor más allá de la muerte en tanto que negación de la muerte. Cenizas con sentido, polvo enamorado.

La necrofilia deviene así en romanticismo, exacerbado romanticismo, la expresión absoluta del amor, el amor al que ninguna barrera puede detener.

La literatura ha sido prolija en planteamientos de este tipo. De entre ellos uno de los más significativos lo representa Cumbres borrascosas, la única novela que publicó, en 1847 y bajo seudónimo, Emily Brönte. La época, el lugar y el hecho de ser una mujer su autora, una más de las mujeres que por aquel entonces comenzaban a despuntar en el panorama literario, no ha hecho sino acrecentar el aura de una obra que ha alcanzado la categoría de mítica.

Y, como no podía ser de otra manera, el cine se ha ocupado en repetidas ocasiones de ella. Nos centraremos aquí en tres de esas versiones. La primera y la última por el momento, es decir, las firmadas por William Wyler (1939) y Andrea Arnold (2011), y la que es quizá la más sugerente de todas, la que nos ofreció Luis Buñuel con el título de Abismos de pasión (1953).

Lo primero que llama la atención en todas estas versiones es que no estamos ante una adaptación completa de la novela, sino tan sólo de su mitad. En realidad Emily Brönte escribió dos novelas en una, casi con una distribución equitativa del espacio. La primera acaba con la muerte de Catherine y la desesperación de Heathcliff, y es ésta la que el cine ha tomado en consideración. En la segunda parte son los hijos de los protagonistas quienes en cierto modo reproducen la historia de sus padres, y aunque la dependencia de su comportamiento con lo acaecido antes es innegable, la autonomía de ambos relatos es más que notoria.

Con la opción de obviar la segunda parte las adaptaciones cinematográficas aciertan. Se centran en los aspectos más intensos de la novela e ignoran lo que llevado a la pantalla no habría podido escapar a la sensación de estirar una historia que en realidad ya estaba contada. Buñuel va incluso más allá y reduce a un breve diálogo entre Catalina y su esposo toda la primera parte, la que cuenta la llegada de Heathcliff (Alejandro aquí) y el surgimiento de la fascinación entre ambos.

El hecho de que la base literaria sea común, y no sólo como un pretexto narrativo, aproxima las distintas versiones. Sin embargo la cercanía no elimina la peculiaridad de cada una de ellas, los aspectos que las diferencian de las otras. Aspectos que tampoco implican una novedad radical, sino que se inscriben en un continuo sobre el que las posiciones de una u otra película representan puntos de vista que se escoran hacia alguno de sus extremos.

La polaridad final es la que se establece entre la idealización subjetiva, la que descansa en lo mental, y la carnalidad extrema, la que renuncia al espíritu para entregarse a la naturaleza abrupta e indomable, al sexo que no encuentra ni precisa contención. Y es ahí, en ese marco, en el que se inscriben los modos en los que se enfrenta la muerte, el sentido particular de las diferentes necrofilias.

Cumbres borrascosas (Wuthering heights, 1939)

cumbres-borrascosas-1939-1La película de William Wyler transita por los caminos de lo abstracto. Las referencias al amor físico son escasas y muy veladas. La atracción entre Heathcliff y Catherine afecta sobre todo a sus almas, y el anclaje en la realidad es antes un obstáculo que el medio para realizarse.

El prototipo de esa concepción lo representan las rocas/castillo en las que los enamorados se refugian con frecuencia, el lugar que han establecido como ámbito privado y exclusivo en el que puede cristalizar su historia de amor. La separación con el mundo real, el que queda abajo, marca su carácter idealizado, aunque sea este carácter el que se pretenda dotar de realidad, de la realidad plena y perfecta de la que carece el otro. En cierto modo se reproduce la dicotomía platónica en la que lo material resulta siempre subsidiario  respecto a lo ideal.

El propio planteamiento de la película sugiere una constante búsqueda del interior de los personajes. El recurso reiterado a la mirada exterior sobre lo que ocurre, plasmada en las ventanas que se abren y cierran, en la observación entre deslumbrada y resentida de los acontecimientos, desvela ese afán por ir más allá de lo superficial, de lo inmediato.

Ello no quiere decir que el componente animal esté del todo ausente. Catherine se mueve en la contradicción generada por su atracción por el lujo que ve en la familia Linton y el salvajismo indomable de su amigo de juventud. El que repudie a Heathcliff en un momento dado no apaga las brasas que la consumen.

El juego de sus vestidos marca su contradicción, y también su decisión. El traje de gala del que se despoja para correr a su santuario en la montaña con Heathcliff es el reconocimiento de un amor inexplicable y más fuerte que cualquier otra convicción o deseo. La suavidad y la pulcritud de ese mundo otrora añorado acaban tornándose odiosas. Porque, aunque se pueda desprender de un vestido, no se puede desprender de él. Eso es lo que le lleva a proclamar, en la que es quizá la frase más reconocida del libro, “Yo soy Heathcliff”, y nadie puede renunciar a lo que es sin dejar de ser.

La muerte de Catherine está vista desde esta misma óptica. La indisolubilidad de los amantes se plasma en la permanente búsqueda de él y en las apariciones de ella. La obsesión por reencontrarse sin que nada lo impida. Pero no hay ningún componente sexual en su deseo. Son sus almas, desmaterializadas, las que se persiguen. Heathcliff acecha a un fantasma, ya que le basta tal aparición para lograr su plenitud. De hecho cuando muere es cuando de verdad comienza a vivir. Su muerte no es el final sino el verdadero comienzo.

Cumbres borrascosas (Wuthering heights, 2011)

cumbres-borrascosas-2011-1La versión de Andrea Arnold representa la otra cara de la moneda. Frente a cualquier atisbo de idealización la naturaleza adquiere aquí un protagonismo absoluto. Desde el primer momento, con la llegada de Heathcliff a Cumbres borrascosas bajo la lluvia, con el ladrido de los perros, con las marcas sobre su espalda que reflejan el sufrimiento vivido, se observa que el planteamiento es completamente diferente.

Los planos de la naturaleza amenazante son constantes. Tan sólo con la vuelta de Heathcliff tras su fuga parece que el orden se ha restablecido, y la tormenta deja paso a una visión más serena, con parajes soleados, árboles frutales, flores… Sin embargo cuando la pasión reaparece lo hacen también el viento, la lluvia, las tempestades…

Heathcliff representa esa misma naturaleza, se integra perfectamente en ella. Tanto es así que cuando le bautizan y le ponen nombre huye, como si no pudiera soportar semejante carga, como si se sintiese constreñido hasta lo intolerable.

Desde esta perspectiva la relación con Catherine no puede construirse sobre ninguna idealización. Lo que en el caso anterior comenzaba siendo una amistad guiada por la curiosidad, aquí manifiesta ya, desde el principio, su carácter sexual. La misma actriz elegida para dar cuerpo a Catherine acentúa esa carnalidad a la que el muchacho ni puede ni quiere sustraerse.

Pero además se incide en las miradas cargadas de pecado, en los roces, en el contacto con la piel del caballo, en las insinuaciones… El erotismo es físico, real, palpable. Ya no hay un castillo que los aleje de la realidad, pues es esa realidad misma, con todas sus imperfecciones, la que los subyuga.

Y así la muerte cobra un nuevo sentido. No es un tránsito hacia algo mejor sino una barrera que detiene el deseo, un obstáculo insalvable. Heathcliff no quiere alcanzar un estado más puro, y Catherine no lo espera en ningún lado. Lo que el enamorado quiere es seguir apropiándose de ella como si la muerte no hubiera acontecido, devolverla a la vida. Y de ahí que bese a la muerta, la abrace, la acaricie. En ese momento el deseo se mezcla con el dolor. Ambos se tornan indiscernibles.

La necrofilia de Heathcliff es literal. Ama a una muerta, le hace el amor, alcanza un orgasmo con ella y, en su delirio, la ve deambulando por el campo. Pero eso no es un consuelo ni una promesa de futuro, sino la constatación de su fracaso.

Abismos de pasión (1953)

abismos-de-pasion-1Abismos de pasión, como ocurre con frecuencia en el cine de Buñuel, es una bofetada a las convenciones sociales. Hay que tener en cuenta que la película data de 1953, época en la que no era fácil digerir alguna de las cosas que el de Calanda pone en la pantalla, por mucho que ahora puedan parecer triviales.

Dos aspectos distinguen la mirada de Buñuel de las que hasta ahora hemos comentado: la violencia y la maldad (en ambos aspectos se recoge con mucha más fidelidad lo que la novela expone). Violencia del medio en el que se desarrolla la historia y maldad de los personajes, si bien sin las exhortaciones de la censura moral. Maldad casi como estado natural e ineludible.

La película se abre con unos disparos, con una mariposa traspasada por un alfiler, con un pájaro preso por el mero hecho de satisfacer a una voluntad caprichosa. Y a medida que avance el metraje se irán reproduciendo tales escenas violentas, como la que nos muestra la matanza del cerdo o la vileza de Alejandro (Heathcliff). En ese contexto suena ridícula la homilía de Isabel, quien cree haber encontrado la causa del mal carácter de Alejandro en la falta de ternura con la que le ha tocado vivir.

El amor que aquí se plantea es un amor infernal. La variación en el título no es en ese sentido gratuita. Constantemente se repite el carácter diabólico de Alejandro, y Catalina no duda en proclamar que quiere a Alejandro más que a la salvación de su alma. Su amor, de hecho, no es de este mundo, y por lo tanto no acabará con la muerte. Y desde la conciencia de tal naturaleza, desde la seguridad de que no se puede luchar contra tal condición, se construye la arrogancia de Catalina, el desprecio de Alejandro y la miseria en la que se reconoce a quienes los rodean.

Más allá de las normas sociales, escritas o no, Catalina se regodea en el sufrimiento y en la ruindad de su amado. Cuando sabe que es el nuevo dueño de su antigua casa ríe sin reparo. Cuando intuye sus amoríos pasados se regocija y apiada a la vez de su inutilidad. Cuando observa a su cuñada enamorada la delata con despreció y sin temor, segura de que el amor de Alejandro nunca le será negado. Si algo no siente Catalina es ansiedad ante su posible pérdida.

El amor que aquí se nos plantea es un amor salvaje, no meramente entre seres salvajes. No tiene nada que ver con lo convencional, y arrastra a la maldad a quienes lo experimentan, o se nutre de ella, lo que en el fondo viene a ser lo mismo. Y no es un amor más, entre otros, sino que es el auténtico amor, su esencia. Lógico pues que no se marchite con la muerte, que la conciba como un pequeño inconveniente que no puede apagarlo. Catalina sabe que su muerte no hará desaparecer la desesperación que ahora siente, la misma que sentirá su amado aún vivo. Y Alejandro sabe que esa vida sin su amada será absurda, y de ahí su deseo de morir con ella.

La profanación de la tumba de Catalina, con ese símbolo fálico que resume toda la carga sexual de la historia, y que eleva a su máxima expresión la necrofilia en ella contenida, es un descenso a lo más primario del ser humano, una bajada a los abismos infernales de su existencia, una existencia para la cual la vida no es sino una anécdota secundaria.

Qué lejos de aquel castillo en las rocas por el que Laurence Olivier perseguía a Merle Oberon.

Escribe Marcial Moreno

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