Amor, muerte y… arte
Una adolescente, Tessa (Joan Fontaine) muere de un ataque al corazón mientras escucha la música que para ella y sus hermanas compuso Lewis (Charles Boyer), un amigo de su padre que había amado desde niña. Ella no ha podido ir al concierto donde se interpreta la obra de su amigo, una sinfonía especial dentro de la totalidad de una obra carente de emoción, excesivamente mecánica, tal como al principio del filme expresan algunos críticos o como la misma Tessa le echará en cara cuando escucha una de sus composiciones.
La sinfonía que ahora interpreta, llamada sugerentemente Mañana, la escucha Tessa a través de la radio. No ha ido al concierto porque ha decidido abandonar la casa en la que vive con su tío y su prima, al ser ésta, Florence (Alexis Smith), la mujer de Lewis. Tessa se siente incapaz de traicionar a su familia, a pesar del gran amor que siente, y expresa a un Lewis que dice reconocerlo y, sin ningún problema, decide corresponderlo. Una especie de títere, no excesivamente construido, que actúa dejándose conducir por los acontecimientos. Sin pausa coge una u otra cosa, pasa de un lado al contrario. Sin tener, siquiera, muy claro lo que desea realmente.
Lewis, en la última escena de la película, y antes de que termine la sinfonía, sale del teatro para llevar con él a Tessa y abandonar a Florence. Cuando llega la encuentra, bella, serena, muerta sobre un sofá en el que la ha colocado Roberto, el criado que siempre ha tenido a su lado. Lógicamente la muerte de Tessa tiene lugar en el momento en que la sinfonía, su sinfonía, llega a su fin.
Momentos antes Tessa, mientras escucha la música, ha pensado, alterándolo en pequeña medida, el momento vivido con anterioridad y donde pidió a Lewis que le prometiera que nunca se casaría. Un momento en el que se junta ese reconocimiento por parte de ella de un gran amor, sin que Lewis lo entienda más que como una especie del juego de una adolescente, con la presencia de la muerte.
La melodía de Lewis que acaba de escuchar hace un momento y que ha cantado se titula Mañana y habla de la muerte. Para que tal idea se mantenga, se destruye el hechizo del momento (en un claro estudio de la época, años cuarenta, que intenta simular una Suiza distendida y libre) con la llamada angustiosa de la hermana de Tessa que anuncia la muerte de su padre.
Es una especie de adelanto del final, en el que se aúna muerte y vida.
Si a Lewis se le acusa de ser un músico mecánico, simplemente un artesano de la música, es porque carece de sentimientos. Un sentimiento que, se dice, sólo se puede alcanzar a partir del amor y del sufrimiento. Uno está incluido en el otro. Sin esos elementos, sin vivir el sufrimiento de la muerte de un amor inmortal, que supere a la muerte, no hay creación, tan sólo, como máximo, esplendida vulgaridad: una obra de valor muy limitado.
El Mañana sinfónico es premonición, metáfora y realidad, donde el pasado se vuelve hacia un futuro con su verdadero significado. Aquél, ecléctico, moviéndose entre el adiós al padre y el adiós a un todo, que a su vez significa la eternidad del arte y del amor. Desde el ayer ya se encauza el hoy, el momento preciso de una desaparición, pero también de un renacimiento.
Tessa, más allá de la muerte, seguirá viviendo en el recuerdo y el arte de Lewis. El plano es elocuente. La cámara muestra una chimenea donde, misteriosamente, se produce una llama, que se enciende y encadena con la luz de un cielo premonitorio de una continuidad, en ese sol que multiplica sus rayos mostrando ese más allá donde la muerte no es más que el punto de inflexión de una historia de amor (y un arte) imposible, que ahora, desde el misterio, se hará vida.
La sinfonía asciende, mientras el reconocido The end, se superpone sobre un cielo que sabe a gloria. La letra de la cantata no deja lugar a dudas ya que entre otras cosas dice: “Cuando hayas muerto, los pájaros dejaran de cantar. Cuando ya no vivas, el sol dejará de salir. Cuanto estés en tu tumba, las flores brotaran formando guirnalda. Aunque deba morir, la belleza seguirá existiendo, bajo tus pies”.
Amor, belleza, sufrimiento, vida de la obra del artista, amor que va más allá de la propia vida.
Adaptaciones, actores, personajes
La ninfa constante es la tercera versión cinematográfica de la escritora inglesa Margaret Kennedy.
La primera se realizó en 1928 por Adrian Brunell y en el guión, además de la escritora, intervino nada menos que Alma Revilla, la esposa de Alfred Hitchcock. La segunda, de 1933, la dirigió Basil Dean, quien a su vez en 1926 había adaptado la obra al teatro.
Si las dos versiones cinematográficas citadas son inglesas, la de 1943, que es a la que nos estamos refiriendo, fue realizada en Hollywood por el director Edmund Goulding, quien trabajaría tanto para la Metro, como la Warner (como en esta película) y la 20th. Century Fox. Gustó de trabajar con buenos actores y desplegando unas grandes dotes melodramáticas a lo largo de su obra, que cuenta con títulos tan destacados como Gran Hotel, No estamos solos, La gran mentira, El filo de la navaja, El callejón de las almas perdidas, El caso 880, No estamos casados…
El filme, realizado en 1943, y desconociendo las versiones anteriores, sorprende por su tema y su intento de atemporalidad. Resulta difícil comprender que se hubiera estrenado, como lo hizo, en una España dominada por la censura, ya que el filme planteaba no sólo un claro triángulo amoroso sino la descripción dominante de la sexualidad de una adolescente.
Tessa, enamorada por encima de la vida y de la muerte, es atraída por una persona mayor, Lewis, a la que desde el principio le expresa su amor. Y Tessa es poco más que una niña. Lo curioso es que ese personaje sea interpretado por Joan Fontaine, que, todo hay que decirlo, lo hace muy bien. Consiguió su tercera nominación a los Oscar por este papel.
Joan Fontaine, ya con veinticinco años, y habiendo trabajado, entre otras, en Rebeca y Sospecha, no resultaba muy creíble. Poco más tarde, en la primera parte de la extraordinaria Carta de una desconocida de Ophüls seguiría interpretando a una adolescente. Por momentos el engaño se mantiene muy bien y Joan Fontaine, nacida en Tokio y hermana de Olivia de Havilland, con la que no mantenía relaciones amigables, está formidable, no así Chales Boyer, demasiado encorsetado en un papel sin matices. No sé si sería idea de Goulding en un intento de mostrar al artista que se deja llevar por unos y por otros, que acepta lo más fácil para poder triunfar en un mundo adinerado con una música rutinaria. Si Tessa representa la vida en todo, desde Joan Fontaine, Lewis presenta, desde Boyer, el parón, la inmovilidad.
Dos mundos contrapuestos, y expuestos, a través de ambientes y ciudades. Suiza y sus paisajes (insistimos: falsos, de estudio), que, junto a la vida de los personajes de la familia de Tessa, indican la libertad, mientras que Londres con sus grandes salones, sus recepciones encorsetadas, muestra otro mundo muy distinto, dominado por lo tradicional y cerrado. En fin, una especie de prisión consentida donde domina el dinero frente a la libertad creadora.
Florence (Alexis Smith), la mujer con la que se casa Lewis, frente a Tessa, anquilosamiento frente a creación. El acá y el allá. Los espacios abiertos frente a los salones cerrados. El clima de libertad que representa Tessa y que se ha querido encerrar entre las paredes de un internado.
Quizá el error sea partir o centrarse en personajes que viven más como idea que como realidad, y en los que el tópico, o la brevedad del trazo, se pierde en el conjunto. Es el caso del padre libertario de Tessa, con tres hijas de dos mujeres diferentes, y con las que no se casó, y una tercera joven (rusa) que aparece, curiosamente, como un auténtico demonio.
O el padre de Florence (Charles Coburn), más cerca de la farsa que de otra cosa. Poco concreto como tampoco lo es la aristocrática, crítica y mordaz, asistente a los saraos musicales o la mayor de las hermanas de Tessa y su marido, interpretado por Peter Lorre, que suponen personajes de interés sobre el papel pero que no son más que esbozos que salen y entran en escena de acuerdo a su rol secundario. Caso mucho más claro sería Roberto, el criado, que sigue en su función pasando de Suiza a Inglaterra después de la muerte de su amo.
Realización eficaz
Con Tessa la película, además, vive, entra en movimiento. Frente a una planificación quieta, demasiado academicista y estática, las irrupciones de la adolescente se plantean desde la vivacidad del montaje, el movimiento de cámara de acuerdo a los movimientos de la joven o desde elaborados planos de gran belleza, como puede el primer plano de Tessa, en la segunda parte del filme, donde proclama su amor de ayer y de hoy a Lewis. Un curioso plano, además, en su confesión directa a la cámara por la que el espectador pasa a convertirse en el propio Lewis al que da cuenta de su amor.
Estructurada la película desde un guión preciso, tan sabios como lo eran en aquellos años cuarenta los guiones de Hollywood, desde unos planteamientos intemporales, va encerrando y cerrando convenientemente lo que desea narrar haciendo, por ejemplo, que el concepto de muerte vaya punteando convenientemente la narración. Los problemas de corazón de Tessa quedan patentes al comienzo, en el momento que se anuncia la llegada de Lewis, y después de su breve carrera para recibir al esperado y celebrado recién llegado. Como ocurrirá en momentos posteriores, claves.
La rapidez en la narración evita parones. Es como si se tuvieran en cuenta detalles sabidos o adelantados. La elipsis en su estado pleno, evitando explicaciones como ocurre con la rapidez de la declaración de Lewis a Florence, pero de forma muy distinta a como se había planificado, aunque el lugar sea el mismo donde tuvo lugar la promesa que Lewis hiciera a Tessa de que nunca se casaría.
Filme de una época y por tanto de un cine ya desaparecido, muestra perfecta, incluso en su atemperada grandilocuencia, de lo que eran los grandes melodramas que servían para llenar las salas de cine. Y en los que entre capa y capa se adivinaban otras historias diferentes. Cine, además, que curiosamente nacía en un momento donde los seres humanos en distintos sitios del mundo morían en una guerra atroz tanto en el frente como en las ciudades (mientras que curiosamente Suiza, lugar de libertad en el filme, seguía manteniendo su neutralidad).
Detrás de esas muertes, quizá, como en el final de la película, se encendería una llama que aclararía —o no— el futuro. Aquellas personas muertas, quizá luchadoras por la libertad, o por otros intereses, vivirán siempre en la memoria —o no— de las gentes. Como Tessa, pero de otra manera, habrán mostrado el camino a seguir para construir otro —imposible— mundo. El de Tessa, al fin y al cabo, se centra en la libertad del arte, en abrir el camino para que el conocimiento del sufrimiento lleve la creación hasta el más allá. Pero eso, lo anterior, es otra historia, que probablemente poco o nada tiene que ver con unas ninfas-musas que, en el recuerdo, ayuden a vivir el presente.
Escribe Adolfo Bellido López