La muerte más allá de la muerte
Ya hemos visto a lo largo de este Rashomon cómo el dolor de la pérdida y los intentos por superar esta, son dos de los temas más recurrentes que utiliza Hollywood a la hora de crear dramas (o tragicomedias) que llenen salas y vendan en taquilla.
Teniendo las cintas más o menos acierto artístico, lo que está claro es que las historias que apelan a la sensibilidad y las lágrimas que se escapan sin quererlo el espectador venden, sobre todo cuando éste no está muy acostumbrado a sufrir con el séptimo arte (prueba de ello es la consideración de muchos del final tan agridulce de Titanic como lo más trágico del universo cinematográfico).
En ese contexto, encontrándonos con multitud de historias diferentes, lo que es cierto es que la base siempre es idéntica: un protagonista, sea este hombre o mujer, ha perdido al amor de su vida, y le está costando sangre, sudor y lágrimas sobreponerse al dolor. Una historia muy humana y mundana donde lo único que cambia es la forma de narrarla.
Ahí es donde entra el triunfo de una historia tan excesivamente sensiblera y pastelosa como es este Posdata: te quiero. Sí, es cierto que es una cinta muy, pero que muy (quizá demasiado) ñoña, y que a cada instante pretende partirte el corazón con la sencillez de los pequeños detalles en las escenas, pero que precisamente por ello, así como por la originalidad con la que se narra todo, es de una belleza inconmensurable.
Quizás influya también la apuesta segura de enmarcar parte de la narración en la Isla Esmeralda, algo que le funcionó a John Carney, algo que le funcionó al tándem John Ford y John Wayne, y algo que funciona aquí, aunque el director no sea tocayo de los anteriores y responda al nombre de Richard.
La historia, en este caso, es la de Holly (Hilary Swank), una mujer estadounidense felizmente casada con el irlandés Gerry (Gerard Butler), a pesar de que esa relación no hace gracia a los padres de ninguno de ellos. Cuando Gerry muere por culpa de un tumor cerebral, Holly se hunde en la miseria, hasta que empieza a recibir cartas de Gerry que la animan a continuar con su vida y a no derrumbarse. El bueno de Gerry, a quien Holly acusaba de no planear las cosas, dejó todo preparado más allá de la tumba.
El drama, claro está, en que Holly no puede dejar de amar a Gerry, aunque en su fuero interno sepa que él no va a volver, y las cartas que recibe no hacen nada por ayudarla a superar esa adicción a su difunto marido. Es ese dilema en el que Gerry le dice a Holly que lo supere, pero esta tiene que superarlo sin necesidad de que se lo diga Gerry, o seguirá viviendo siempre bajo su sombra. Sin embargo, hasta que él no se lo diga no se obligará a superarlo… Y entra así en un círculo vicioso del que no logrará salir.
La elección de los intérpretes, aunque acertada, no deja de ser curiosa. Y digo esto porque el amor que trasciende a la muerte es un tema que había aparecido ya en dos de las películas más importantes que habían realizado Hilary Swank y Gerard Butler, estrenadas ambas en 2004; por parte de ella, la fabulosa Million Dollar Baby, y por parte de él la adaptación a la pantalla del musical El fantasma de la ópera. En ambos casos, eso sí, el amor supra-mortal aparecía de pasada al final de la cinta, y de forma muy diferente a como nos lo presentan aquí.
Como fuera, tanto Butler como Swank parecen querer hacer un paréntesis en sus papeles de personajes duros y luchadores (llámense estos Drácula, Teena Brandon, Atila, Maggie Fitzgerald o Leónidas), para enfrentarse aquí a personajes más sencillos y humanos, en una historia cotidiana que no chirría pero en la que tampoco parecen lucirse, a pesar de la comodidad de su registro. Cada uno cumple con su parte (la de ella más difícil, hay que decirlo) sin florituras ni robarse el protagonismo, pero tampoco sin la maestría de la que podrían dar fe en otros papeles.
Volviendo a la forma de tratar la temática necrofílica en la cinta, es esa alegría con la que pretenden los personajes tomarse lo que ocurre. Ese “ha muerto, pero no pasa nada, la vida sigue” que se empeñan en recordar una y otra vez. Prueba clara de ello es el funeral de Gerry, donde todo el mundo canta, bebe y ríe como si no hubiera mañana, en una escena que recuerda a otra bastante similar de Camino a la perdición.
Como fuera, esa alegría parece (y el recuerdo de la cinta de Sam Mendes no hace sino dar fe de ello) algo puramente irlandés que se contrapone a la mentalidad americana de Holly y alguna de sus amigas, más afectadas por la muerte de Gerry. Sin embargo, tanto los padres como los amigos de este son mucho más positivos desde un primer momento, lo que lleva a que el viaje a Irlanda que se realiza en la película suponga para la protagonista un viaje no sólo de recuerdos empañados en lágrimas, sino también de autodescubrimiento para encontrar la alegría de vivir. No es casualidad, de hecho, que a su vuelta a Nueva York esté a punto de hundirse de nuevo, y le cueste salir adelante.
Parece verse, por otra parte, una cierta insensibilidad de los personajes, en la que Holly naufraga al encontrarse sola tras la pérdida. No hay ningún personaje que la apoye por completo, y que intente comprenderla; sus amigas solo quieren encontrarle otro hombre, y los hombres que la rodean solo quieren ganarse su amor, sin apenas darle el pésame por la muerte de Gerry. Cierto es que muchos quieren ayudarla, pero ninguno (ni tan siquiera su madre… o quizás ella la que menos) se detienen a escucharla, lo que lleva a ésta a un ensimismamiento en sí misma que perpetúa ese amor hacia el difunto Gerry, que parece entenderla incluso más allá de la tumba.
Lo curioso es que a pesar del juego que puede dar una historia como esta, bien contada, es algo que ha sonado más en nuestros oídos de lo que lo han visto nuestros ojos. Hay una infinidad de canciones en las que un protagonista, ya muerto, habla a sus seres queridos desde el más allá para animarles a seguir adelante, o ve la muerte de una forma más amable: desde el The Show Must Go On de Queen o Cancer de My Chemical Romance, a las serenatas Bye, Bye Life y Always Look On The Bright Side Of Life, que nos dejaron en el cine los personajes casi difuntos de Roy Scheider y los Monty Python (sin olvidar tampoco la nota española de temas como Réquiem o Desde mi cielo, de los folk-metaleros Mägo de Oz, o el Historia de un sueño de La Oreja de Van Gogh).
Quizás sea eso lo que explique que la mayor carga sentimental de la película la lleven las canciones, en un recorrido por la música irlandesa que nos deja temas tan melancólicos como Galway Girl (cantado primero por Jeffrey Dean Morgan, y más tarde por Gerard Butler), Love You ‘Till The End (cantado también por Butler y por Swank) o la emotiva If I Ever Leave This World Alive de Flogging Molly, que resume todo el mensaje de la historia en unos cuantos versos mientras suenan los créditos.
Apoyada por ese trasfondo musical, Holly va evolucionando desde una necrofilia casi literal, donde el amor es algo palpable, pues Gerry no sólo le habla desde sus cartas, sino que también se le aparece constantemente (lo cual explica que Butler esté presente toda la película, a pesar de morir en los primeros minutos), a un amor más metafísico, donde la figura del difunto se va desdibujando, hasta permanecer sólo en el recuerdo.
Esa evolución necesaria la permite el desarrollo de las cartas y el plan de Gerry, que progresivamente va preparando a Holly para cuando él no esté. Es curioso que la elección de una muerte tan dura por su anticipación (no es una muerte en un accidente, o una desaparición repentina: es alguien con un tumor cerebral, que te obliga a vivir con el convencimiento de que la persona a la que más quieres va a desaparecer de tu vida) sea lo que permite hacer los días tras esa muerte menos duros.
De hecho, a medida que avanzan las cartas la insistencia de Gerry por lograr la felicidad de Holly es cada vez mayor, hasta llegar a una última carta que le da el empujón final para superar la pérdida. Es esa muerte de Gerry después de su muerte la que permite que Holly continúe con su vida.
La melancolía que desprende toda la cinta (y con la que, por cierto, ya había coqueteado de forma similar LaGravenese en Los puentes de Madison, cuyo guión le valió una nominación a los Oscar) la pone paradójicamente la alegría de los detalles irlandeses, algo que se explica si tenemos en cuenta que la cinta está basada en la novela homónima de la irlandesa Cecelia Ahern.
Al final, lo que se nos presenta es una historia sencilla y cotidiana, que pretende hacer hincapié en la belleza de los pequeños gestos y apelar al dolor del espectador, y que no es, en el fondo, sino una historia de superación del dolor, y de búsqueda del hedonismo filosófico más puro y noble.
Una historia, en fin, que pretende hacer ver la belleza de ese amor eterno más allá de la muerte.
Escribe Jorge Lázaro