Un largo adiós que no se acaba
Los títulos que conforman la trilogía de Richard Linklater protagonizada por Ethan Hawke (Jesse) y Julie Delpy (Celine) evidencian el lugar central que la reflexión cronológica ocupa en la filmografía del director, tal como corrobora su última obra (Boyhood, Momentos de una vida), en la que retrata la vida de un personaje al que se le ha hecho un seguimiento durante doce años (con treinta y nueve días de rodaje), desde su niñez hasta la adolescencia, y por la que le fue concedido en el último Festival de Berlín el premio al mejor director.
En realidad, la trilogía responde al núcleo adverbial del título, con su explícito carácter temporal: antes, cuyo significado deíctico ha de ser precisado y rellenado por el contexto aportado por los complementos de dicho núcleo adverbial: del amanecer, atardecer y anochecer, es decir, tres segmentos temporales, tres marcas divisorias con las que el discurrir del día es compartimentado; tres complementos alegóricos mediante los que las etapas de una relación amorosa se comparan con las segmentaciones temporales de la naturaleza, del paso del tiempo y de la vida.
Pues lo que Linklater pergeña en su trilogía es la radiografía de la historia de una pareja a través de tres décadas vitales: su conocimiento y enamoramiento cuando eran unos veinteañeros (Antes del amanecer, 1995); su reencuentro nueve años después, siendo unos treintañeros (Antes del atardecer, 2004); su consunción como pareja cuando devienen cuarentones (Antes del anochecer, 2013).
Esas marcas temporales que dividen los trabajos y sus días responden, a su vez, a peliagudos momentos de peligro conyugal, a la agazapada asechanza de la separación, del alejamiento, de la partida o del abandono: al peligro implícito, tan intangible como real, de la ruptura, del acabamiento, del fin del amor. En este sentido, dos son los vectores dramáticos que constituyen la trama de los guiones de Linklater: la epifanía del encuentro amoroso, el milagro glorioso de la conjunción de dos soledades para convertirse en una unidad cimentada por el cariño, el suspense que se genera por los obstáculos azarosos que pueden impedir dicho conyugio; la erosión que el paso del tiempo provoca en dicha relación, los embates que una pareja debe soportar para no ser roída, limada por la voracidad de la propia vida, para que dicha unión no sea revocada.
En Antes del atardecer (2004) el director y guionista ofrece la mejor y más acabada visión de la relación de pareja de la trilogía, tanto en su aspecto argumental, anecdótico, como en la propia reflexión discursiva que el guión exhibe sobre la historia de sus protagonistas y su configuración.
Dos clásicos indiscutibles, dos obras maestras sostienen la historia de Jesse y Celine: por un lado, el inicio de la película se nutre de la decepción que ambos protagonistas han arrastrado durante nueve años por no haber acudido a la cita en Viena, seis meses después de su explosivo primer encuentro, en un guiño a Tú y yo, de Leo McCarey, en sus versiones de 1939 y de 1957. El calibre de su casual enamoramiento es digno del estallido sexual de los protagonistas de La guerra de los Rose (1989, Danny DeVito), pero Linklater apuesta por convertir la casualidad en causalidad mediante la inoculación del amor: tal grado de adecuación, de compenetración, de identidad compartida no se puede perder, no se puede volatilizar.
Los protagonistas —Jesse y Celine— se emplazan dentro de seis meses para certificar y consolidar el milagro que les ha sobrevenido y al que no están dispuestos a renunciar. Obviamente, el azar (ahora en su contra) les jugará una mala pasada. Celine no acudirá por la defunción de su abuela. Jesse, sí. Y la esperará y le dejará pistas para que se reencuentren y se desesperará y se defraudará. Y un dolor interior, disfrazado de indiferencia, maquillado de cotidiana normalidad, los irá royendo por los recovecos de sus corazones, impidiendo que puedan amar y ser amados por otras personas, que puedan alcanzar la felicidad de nuevo, pues el espectro de la dicha compartida en un parque de Viena se ha adueñado de su ser y sólo desaparecerá cuando se vuelva a materializar, cuando se reencuentren y sean capaces de decirse, a pesar del pudor, del miedo a ser heridos, de lo vulnerable de las emociones, que se quieren y se aman y no se han olvidado y que la vida no es nada sin el uno ni la otra. Y se lo dirán con medias palabras, con miradas, con gestos.
Al fondo de la película, se erige otro gran clásico: Desayuno con diamantes (1961), de Blake Edwards, tanto con la presencia del gato de Celine, bautizado como Che, el cual da la bienvenida a la pareja al llegar al patio interior donde se ubica el apartamento de Celine, mientras ambos personajes apuran en un suspense emocional los últimos minutos antes de la partida de Jesse, que debe tomar el vuelo de regreso a New York; así como con la interpretación, acompañada de una guitarra, de una canción, un vals, que Celine ha compuesto por y para Jesse, momento en el cual percibimos que los protagonistas, ahora sí, sellarán su alianza después de su odisea de nueve años de separación. La vida les ha otorgado una segunda oportunidad y ahora están preparados para aprovecharla y no dejarla escapar.
La película sería una comedia dramática-romántica más por la anécdota argumental, bien trabada y diseñada, pero será la reflexión discursiva sobre el concepto tiempo y su plasmación fílmica lo que la realza y la eleva entre sus iguales. Linklater lleva a cabo un agudo trabajo sobre la relación entre la historia y el discurso a través del juego con la categoría temporal. El director no sólo quiere decirnos la infalibilidad del amor, su fugacidad, su extrema vulnerabilidad y fragilidad, sino mostrárnoslo. En cierto modo, se trata de ofrecernos un fragmento de vida, de retratar algo que no se detiene pero que al mismo tiempo no se percibe en su fluir temporal.
Si fue Lope de Vega el primero que se atrevió en su Arte nuevo de hacer comedias a cuestionar la consagrada poética aristotélica de las tres unidades, permitiendo una mayor fluidez dramática al despojarse de un corsé preceptivo que asfixiaba el desarrollo artístico, andando el tiempo el siglo XX recuperará cierto aristotelismo para precisamente regresar a cierto realismo del estagirita a fin de remozar los mecanismos de representación artística. La condensación argumentativa, temporal y espacial será exhibida por los novelistas más vanguardistas, convirtiéndose el Ulises (1922) de James Joyce en el epítome de esta nueva forma de narrar. Precisamente, Linklater reúne a sus dos protagonistas en la librería Shakespeare and Cia, en París. Allí Jesse acaba de presentar su novela significativamente titulada This time, en la que detrás de un ropaje más o menos autobiográfico (así se lo confiesa a la periodista cuando lo interroga) cuenta su aventura amorosa en Viena nueve años atrás. Una novela que tardó cuatro años en escribir y cuyo argumento transcurre en una sola noche.
Del mismo modo, el director pretende llevar a cabo un relato (fingidamente) isocrónico, en el que el tiempo interno de la historia se acomode al tiempo de la narración; en el que el orden cronológico de los acontecimientos se equipare a su narración. No estamos ante el experimento hitchcockiano de La soga, ni mucho menos ante el alarde de El arca rusa (2002), de Sokurov (un plano secuencia dentro del museo del Hermitage para ofrecernos la historia de Rusia en los dos últimos siglos), sino ante un remedo de tiempo real, de tiempo fiel.
Linklater persigue suturar el paso del tiempo cronológico mediante los mecanismos de representación cinematográficos: quiere retratar, fotografiar, detener el paso del tiempo imitando la fluidez de ese paso del tiempo, ese continuum imperceptible al que llamamos vida. Para ello articula su película sobre una pretendida diégesis pura, cuyo orden sólo se ve trastocado por la alteración de una serie de breve saltos temporales retrospectivos al encuentro de Viena, incardinados en el relato que está haciendo a los periodistas sobre el argumento de su novela, indicio para el espectador del carácter biográfico de la misma; mientras que la velocidad del relato responde a la mímesis aristotélica, a la escena, que es el intento más aproximado de imitación, en el discurso, de la duración de la historia.
De ahí la importancia de la reproducción del discurso de los personajes, de ese diálogo constante que se establece entre Jesse y Celine una vez se han reencontrado. De ahí esa prevalencia del showing frente al telling. Mediante esa conversación, ese diálogo incesante, se nos caracterizará a los personajes y se nos informará de cuál ha sido el derrotero de sus vidas durante estos nueve años de ausencia.
La información que nos trasmiten será graduada magistralmente por el guionista-director en un crescendo emocional que hará desvestirse a los personajes de las máscaras con las que han ido afrontando el dolor insoportable que les causó su separación, máscaras para con los demás (el matrimonio frustrante de Jesse, su ausencia de relaciones sexuales, su incapacidad para obligarse a amar a su mujer, sus sueños en los que se entromete el recuerdo imperecedero de Celine, el amor por su hijo pequeño de cuatro años, único dique que controla su relación conyugal; la incapacidad de Celine para amar a nadie más, mientras ella recubre a los hombres con los que se cruza con un amor que en el fondo se dirige a Jesse y que sus amantes ocasionales succionan para amar a otras mujeres con las que acaban casándose; su actual relación con un fotógrafo-reportero de guerra, cuyas ausencias constantes permiten a Celine esconder su frustración) y, sobre todo, máscaras para con el otro, para ocultar el miedo que les provoca su amor, el terror a que lo que cada uno de ellos siente por el otro no sea mutuo, recíproco y correspondido, en un duelo verbal que al mismo tiempo que muestra las heridas intenta restarles trascendencia, hasta que se produce una catarsis emocional, una confesión absoluta que muestra su desamparo mutuo, su amor compartido, lo cerca que están de retomar una dicha que también les provoca temor por lo incierto de su desarrollo, pero a la que se aferrarán sin salvavidas ni asideros, aunque el director funda en negro dicha resolución para el próximo capítulo de su historia, nueve años después, claro, en la decepcionante Antes del anochecer (2013), donde muestra la decepción que se ha apoderado de los personajes.
Los personajes inician un periplo andariego que nos retrotrae a los mejores paseos del mejor Woddy Allen, con unos diálogos magistrales, como los del director judío, en los que desfilan bajo una pátina de intranscendencia todos los temas trascendentes de la vida: el amor, el dolor, la religión, Dios, la muerte… Ese periplo puede ser calificado de peripatético (Aristóteles, en su vertiente popular, otra vez) y si Allen lo inscribía en su amada Nueva York, Linklater opta por el culmen espacial del amor: París, una de las vías de escape del imaginario norteamericano (la otra sería el sur: México, donde se puede dar rienda suelta a las más bajas pasiones, a la lujuria, el deseo incontrolado, el alcohol y las drogas…).
París-Europa es la cuna de la cultura, de la elegancia, de la sofisticación y es la patria de la pizpireta, de la cuasi histérica-neurótica Celine, una heroína moderna, activa, aparentemente fuerte y autosuficiente, independiente; como buena europea-francesa, comprometida, un tanto de izquierdas, pero no comunistilla, por supuesto. Una chica con dotes artísticas innatas: ella compone canciones, es una especie de canta-autora, siendo su musa Jesse.
El apartamento en que vive acaba de ratificar el enamoramiento que Jesse siente por ella: sus libros, sus discos, su cama, sus fotografías y sus posters; un apartamento sin tabiques, donde el dormitorio, la cocina, el estudio configuran un todo, como un todo único es Celine para él. Para más inri, esos dos lemas en castellano que hacen referencia a Hemingway y a su presencia en tierras cubanas. Pues al fin y al cabo el modelo y molde Hemingway es el escritor que subyace en el imaginario norteamericano y en el del propio Jesse: un escritor cuya vida ha de refrendar su escritura o cuya escritura es un reflejo de su vida, en una relación inextricable que busca ahuyentar la falsedad, la retórica, mediante la retórica invisible de una especie de realismo total y vital, que persigue aprehender con las palabras la fugacidad de la vida, esos momentos mágicos y maravillosos de los que el universo está conformado, según Einstein —citado textualmente en la película—, momento maravilloso, conjunción astral que fue el flechazo de Jesse y Celine.
Jesse presenta su libro en la librería fundada por Silvia Beach, editora de la primera edición del libro citado de James Joyce. Jesse sigue persiguiendo ese ideal hemingwayiano y lo ha encontrado con Celine. La vida y su relato han de ser lo mismo, han de ser coherentes. Se homenajea a la Lost Generation, a aquella época dorada en que París era un fiesta, a la que recientemente Woddy Allen ha rendido su particular homenaje en Midnight in Paris. De ahí el esfuerzo de Linklater por perseguir a los personajes durante su pequeña odisea por París, en una especie de viaje interior, pues las únicas aventuras posibles ahora son las íntimas; la única duración temporal no fungible es la psicológica, la subjetiva, la que atesora el recuerdo o la que inventa la memoria.
La película responde a una estructura boomerang, de ida y vuelta, en una especie de guiño del director por mostrar el artificio y la retórica que presiden su filme, en un gesto posmoderno por socavar su propia discurso fingidamente isocrónico. La narración comienza en el interior del patio donde se encuentra el apartamento de Celine. La cámara está allí dentro, enfocando el túnel de salida a la calle. El único personaje que hace acto de presencia es el gato Che. A continuación, la cámara inicia el recorrido inverso al que realizarán los personajes cuando inicien su paseo-periplo parisino: la entrada al edificio donde vive Celine; el bateaux mouche, el barco con el que recorrerán el Sena; Le Pure Café, un bistrot-brasserie que rezuma todo el encanto del más tópico París; su paseo por el parque del Promenede Planteé. El Pont Neuf, hasta llegar a la citada librería. En cierto modo, este resumen sirve para contrastar la larga escena en que se convertirá la película; nos ofrece los dos mecanismos de representación de la realidad, del tiempo fugaz: su dilatación y su contracción; su imitación y su narración.
Finalmente, la canción que Celine le interpreta a Jesse en su apartamento (A waltz for a night) es un subrayado enfático y diegético más: en ella le confiesa su amor; de igual modo, la respuesta de Jesse viene a través de la voz de Nina Simone (Just in Time), mientras él contempla extasiado, arrobado, enamorado los rítmicos movimientos de ella al compás de la música de Simone, en un diálogo sin palabras o con las palabras prestadas de otros que se amaron antes.
Así pues, acertadamente Linklater ha conseguido rellenar ese vacío de la categoría temporal presente: un tiempo verbal que carece de morfema, de marca gramatical, que sólo afecta al pasado y al futuro. Pues el presente es lo que es: es lo que se vive, lo que fluye. El director ha logrado ofrecernos una muestra de él; convertirnos en testigos privilegiados de un momento vacío de acción que, como decía José Hierro: puede poblarse solamente/de nostalgia o de vino/Hay quien lo llena de palabras vivas,/de poesía…
Linklater lo ha poblado de sombras cinematográficas, de palabras inmortales.
Escribe Juan Ramón Gabriel