Easy viewing
Poco hay que reprocharle en realidad, a esta monumental película de Richard Linklater, rodada a lo largo de doce años, con el compromiso de los protagonistas de estar disponibles siempre que el realizador los reclamase. Es una película que a pesar de su metraje y su escaso gusto por la acción, se deja ver fácilmente gracias a que no abusa de la retórica, la mistificación o la grandilocuencia. Su grandeza deriva de su aparente sencillez, que disfraza algunos elementos paradójicamente profundos, y que se muestran sobre todo en la forma en que el elemento narrativo se ha construido, sobre el verdadero e irrefrenable paso del tiempo.
La habilidad del gurú indie para elaborar un relato coherente con unos personajes que crecen y envejecen realmente a ojos vista, se manifiesta en la continuidad de una historia que podría haber encontrado serias dificultades para seguir adelante si, por ejemplo, alguno de sus protagonistas hubiese sufrido un percance en la vida real; pero el tiempo, fiel aliado de Linklater, no sólo le ha brindado la oportunidad de realizar una obra magna, sino que además ha pedido un papel protagonista en la misma.
Esa mencionada continuidad se sustenta en una idea fuerza, que ha resultado ser la única que el autor parecía tener clara desde el principio: al contrario de lo que sugiere la vieja sentencia latina del carpe diem —un imperativo lúdico que llama a aprovechar activamente nuestros días—, es el momento, y no el individuo, el sujeto de una acción que atrapa y define a la persona a lo largo de la vida, una vida que por lo demás suele ser una inconstante sucesión de hechos anodinos e imprevisibles tanto en magnitud como en número.
Dejar que te atrape el momento
Esa inversión, de carácter estético, que induce a la contemplación pasiva pero que conforma justo por ello personalidades inquisitivas y sensibles, dota de sentido a lo que parece una mera exposición de lugares comunes, pero que devienen sutiles trazos antropológicos una vez comprendida su naturaleza: ¿Qué momentos son los que marcan?¿Qué singular apertura de la personalidad hace que me fije en unas cosas y no en otras? ¿Dónde está la magia, en los duendes y superhéroes o en una ballena o un lago?
Así, será paradójicamente el esteta y no el antropólogo, el que más cerca se halle de la verdad que Linklater nos quiere mostrar: una verdad nada dogmática, entendida como condición de posibilidad, sujeta a la capacidad de mirar y particularmente presente en la infancia y la juventud. Una condición que por necesidad se ha poseído pero que si no se cuida y trabaja, puede perderse.
El resto de piezas argumentales irá encajando de una manera bastante arbitraria, pero eficiente, en un torrente fílmico de casi tres horas que cuenta la historia de una familia estadounidense cualquiera, desde el punto de vista de un muchacho desubicado en esa nebulosa y encantadora edad que abarca el fin de la infancia y la primerísima madurez.
Así, los constantes cambios políticos que se nos muestran en la película, tan ilusionantes y movilizadores como posteriormente decepcionantes, dibujan una evolución social paralela a la personal, que se sustenta en las diversas aventuras y desventuras emocionales y vitales de cada uno de los miembros de la familia. Gracias a esto, la película es capaz de moverse como las ondas estacionarias, que parecen seguir un patrón constante que resulta de la colisión de dos ondas contrapuestas: la ilusión política de los progenitores contrasta con el desinterés infantil; la confianza en el amor de los adultos, con la prudencia de los adolescentes; a medida que unos escalan la cresta los otros se hunden en el valle: los primeros amores juveniles coinciden con la desidia de los mayores y la temeridad de los muchachos avanza en paralelo al celo patriarcal.
Esta temática no resultará ajena a los seguidores del realizador; casi todo aquello que servía de guía a su trilogía de Antes del… puede hallarse aquí de un modo condensado y estructurado sobre las firmes, aunque nada vistosas vigas del nuevo neorrealismo norteamericano, un estilo que huye del Star system y los oropeles de Hollywood, y que sin renunciar a mostrar algunos de los chirriantes engranajes de la sociedad estadounidense, se centra sobre todo en el aspecto humano de unos personajes que son por lo general encarnados por actores casi desconocidos.
Ese anonimato no es casual, y aporta un halo de autenticidad cuando se trata de hablar sobre elementos cuasi trascendentales o de profunda carga emotiva, que podrían resultar impostados con estrellas de gran calibre. En el caso que nos ocupa, sólo Ethan Hawke y Patricia Arquette cumplen con la definición de intérpretes consagrados, pero su importancia en la película es tangencial, y la relación de Hawke con Linklater es casi tan espiritual como profesional, así que no sabemos hasta qué punto pueda atribuírsele también alguna implicación en el guión.
Ese guión, uno de los artefactos fundamentales de toda película que se precie de serlo, ha sido construido de un modo peculiar, haciendo seguimiento de los acontecimientos históricos de los últimos doce años, e integrando las vivencias reales de alguno de los protagonistas en el mismo.
Pero además de su voluntad de crónica, ha querido seguir los hitos epocales de la vida de al menos dos generaciones unidas y contrapuestas de modo que se vea su evolución o degradación, física y personal, en la medida en que cada una de ellas o bien renunciaba a sus señas de identidad o las perseguía hasta alcanzarlas para luego dejarlas correr, como símbolo de la desorientación en la que muchas veces nos vemos sumidos ante la cantidad de estímulos de la vida contemporánea.
Boyhood se torna por ello una obra monumental por lo extensa, pero quizá no tanto por lo intensa. Su escasa ambición dinámica hace que algunos hayan querido ver en ella pura narración, sin estratos ni contenido. Contribuye a ello su historia vital, tan llamativa y poco corriente que hace sospechosa de frivolidad una película construida a retazos; sin embargo, tal y como sugerimos, el tiempo ha sido un aliado de Linklater en la formación del sentido, y sería absurdo no percibir en lo fragmentario de su elaboración un recurso tan novedoso como prometedor, quizá muy arriesgado, pero que siempre estuvo presente para aquellos que se atreviesen a ser pioneros.
Hay sin embargo algo que, abundando en la falta de intensidad, no suele perdonársele a una película, por muy elaborada, fácil de ver y agradable que resulte, y es que no invite a un segundo visionado. Casi toda la crítica parece estar de acuerdo en las virtudes de Boyhood: Su ternura, sencillez y capacidad para retratar la vida de varias generaciones que conviven y envejecen. Los ocasionales momentos de magia y belleza que consiguen que el momento te atrape. Pero todos esos parabienes no hacen justicia al hecho de que una vida es irrepetible. Bien pensado, pareciera que uno de los hallazgos de Linklater fuera éste: el haber hecho una película que, como la vida misma, no suele ofrecer la oportunidad de revisión o enmienda. Su final, tan abierto y encantador, tan fresco y sereno, muestra la inutilidad de reconocerse en el pasado frente a la oportunidad de proyectarse en el futuro. Es una lección que como sugerimos antes Mason, el protagonista, le enseña a su madre, una antropóloga y psicóloga que apenas sabe nada del ser humano: ¿No te estás adelantando cuarenta años?, le dice cuando prevé su propio funeral, porque planifica de un modo inconsciente su vida según etapas preestablecidas socialmente.
Algo parecido puede pasarle al crítico: está esperando sentirse seguro en los recursos narrativos habituales; le parece una ligereza la falta de metáfora, el abuso crónico —e impuesto por el formato— de la elipsis, la inconclusión de ciertas líneas argumentales o la chatura emocional de algunos personajes.
Pero a veces hay que reparar en que la vida también es olvido, y que seguir unos caminos necesariamente implica dejar a un lado otros. Si Boyhood es un retrato vital, también debe lidiar con el olvido: el cruel desenlace de una de las etapas de convivencia familiar de los protagonistas condena a la irrelevancia el destino de alguno de sus miembros, y eso no es una falla de guión, sino una cesura vivencial, por desgracia, demasiado cotidiana.
Nada de eso es categóricamente reprochable, pero sí se echa de menos un poco de alegría en una historia que a fuerza de realista peca de depresiva. El humor es consustancial a toda biografía, de la misma manera que lo son la ligereza y la intrascendencia, y no deberían sacrificarse, en aras de la autenticidad, en el altar de lo intelectualmente rentable.
A pesar de esas pequeñas faltas, Boyhood está llamada a marcar un hito, quizá como simple advertencia: nadie se atreva a reproducir la hazaña; el momento es irrepetible, y violar casi todas las reglas cinematográficas sólo le está permitido a alguien como Linklater, una sola vez.
Aunque bien pensado, nada hubiera sido del cine si éste no hubiera violado constantemente sus propias imposiciones.
Bienvenida sea pues, la nueva escuela.
Escribe Ángel Vallejo