Abismos de pasión (1953)

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El espectro del deseo

bunuel-abismos-pasionAbismos de pasión fue la undécima película dirigida por Luis Buñuel en México. Un proyecto largamente acariciado que aunque con un resultado “sumamente discutible”, a juicio del propio cineasta, posee el vigor expresivo, la convulsión emocional y el espíritu desgarrado y corrosivo de la novela que la inspira: Wuthering Heights/Cumbres Borrascosas de Emily Brontë (1).

Filmada en los estudios Tepeyac y en la hacienda San Francisco Cuadra, en el estado de Guerrero cerca de Taxco, en la primavera de 1953 (del 23 de marzo al 23 de abril), fue estrenada al año siguiente en México con un éxito discreto.

Infravalorada por el propio autor en varios aspectos, título incluido (que consideraba propio de un melodrama barato) y sin unanimidad crítica al respecto, posee tal grado de lealtad espiritual al original, que, a pesar de sus defectos, puede ser considerada, aún hoy, la mejor versión de la novela realizada nunca. 

Buñuel en México

Buñuel llegó a México por azar —o por esa “casualidad objetiva” en la que tan firmemente creían los surrealistas—, como escala hacia París, acompañando a Denise Tual (viuda de Pierre Batcheff, protagonista de Un perro andaluz, casada después con Roland Tual) que le había propuesto dirigir una versión de La casa de Bernarda Alba en Francia.

El proyecto no salió y Buñuel se encontraba de nuevo, sin trabajo, sin proyectos y en una ciudad desconocida, pensando que ya nunca volvería a hacer cine cuando Denise le puso en contacto con Oscar Dancigers, el productor de origen ruso, asentado en México, que cambiaría su vida para siempre.

Era 1946, Buñuel venía de Los Angeles, donde había dejado a su mujer y dos hijos pequeños a la espera de que fraguara algún proyecto que permitiera a la familia reunirse de nuevo. Durante su estancia en Estados Unidos había peregrinado por diversos puestos más burocráticos que creativos y aunque estaba tramitando la nacionalidad americana, tuvo que admitir que allí no estaba su sitio.

Dancigers le ofreció la posibilidad de volver a la dirección (llevaba quince años sin rodar) si se quedaba en México, una oportunidad que Buñuel no desaprovechó. A pesar del fracaso de su primera película juntos —Gran Casino (1947)—, la casualidad quiso (el director previsto renunció) que volvieran a intentarlo con El gran calavera (1949), una comedia de encargo que fue un gran éxito comercial, gracias al cual pudieron rodar juntos Los olvidados (1950), considerada la primera película personal de su etapa mexicana. Con ella llegaría la consolidación de su prestigio internacional como director, labor por la que fue premiado en Cannes ese año, obteniendo el aplauso de crítica y público.    

El reconocimiento general obtenido por la película en Europa aplacó el escándalo que había rodeado su filmación y estreno en México, y permitieron que la carrera de Buñuel despegase definitivamente. Asentado en aquel país (consiguió la nacionalidad en 1949), se granjeó la fama de ser un director rápido (rodaba en 18 a 24 días de media y  el montaje no duraba más de tres o cuatro), hábil y económico. En los diez años restantes rodó otras diecisiete películas mexicanas en seis de las cuales volvió a repetir con Dancigers (2).

De las 32 películas que componen su filmografía veinte las realizó en México con presupuestos reducidos, temas y actores impuestos y adaptándose a la idiosincrasia de la industria cinematográfica de aquel país, sin renunciar por ello a su parcela de libertad ética y creativa: “creo no haber rodado nunca una sola escena que fuese contraria a mis convicciones, a mi moral personal” decía, (3) lo que le permitió imprimir a su obra su singular impronta.

Algunas son películas de pura supervivencia (“alimenticias” las llamaba), que aceptó porque tenía que mantener a su familia, pero ninguna le parece indigna aunque comprenda que puedan ser diversamente apreciadas.

Abismos de pasión es considerada una obra menor de la filmografía buñueliana a pesar de no ser una película de encargo, de nacer de la pasión de Buñuel por el texto original, del deseo personal del cineasta por adaptarlo (de las pocas películas que han sido iniciativa suya) o del excelente guión que la sustenta, “uno de los mejores guiones que he tenido entre mis manos”, como reconocía él mismo en sus memorias. Las razones deben ser otras (4).

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La novela y su autora

Emily Jane Brontë (1818-1848) publicó su única novela, Wuthering Heights (Cumbres borrascosas), todavía en vida (1847), bajo seudónimo masculino, con muy poco éxito y duras críticas. La obra fue calificada de oscura, extraña, violenta… e inmoral. Sin duda, era demasiado transgresora para la época por su estructura innovadora, su descarnado lenguaje, su estilo abrupto y su misticismo turbiamente sobrenatural. Habría de pasar el tiempo para que fuese reconocida como una de las novelas más brillantes del siglo XIX, admirada por Virginia Woolf, Bataille o Lovecraft que vio en su misterioso terror más que un eco gótico, “la tensa expresión de la reacción estremecida del hombre ante lo desconocido”. (5)

Una tragedia de amor, rencor y dolor que cuenta la historia de dos familias vecinas en los duros páramos de Yorkshire, los Earnshaw residentes en Cumbres Borrascosas y los Linton en la Granja de los Tordos. Los primeros son educados, austeros y algo rústicos, los segundos refinados, pulcros y exquisitos. Catherine Earnshaw y Heathcliff, un niño recogido por su padre, crecen juntos y cómplices desde la infancia y aprenden a quererse de una forma abrupta, sincera y pasional que les hace inseparables para siempre.

En la adolescencia Cathy se encapricha de la forma de vida elegante y sofisticada de los Linton y se deja cortejar por Edgar el primogénito de la familia a quién termina aceptando como marido a pesar de amar a Heathcliff, porque cree que unirse a él la rebajaría.

El muchacho que ha sido maltratado y vejado por Hindley (hermano de Cathy) desde la infancia es ahora un joven rudo, inculto y zafio lleno de odio cuya única obsesión es el amor de Cathy. Herido por el desplante de ella se marcha y a los tres años vuelve rico, apuesto, educado y con un turbio plan de venganza contra todos, excepto Cathy, irrumpiendo en su vida de casada como si nada hubiera ocurrido. 

Ella que parecía mustia por su ausencia, revive con su presencia y reanudan su relación de amistad obviando a su marido que para complacerla permite sus encuentros. Isabella, la hermana de Edgar, se enamora de Heathcliff, a quien este corteja por puro desprecio hacia los Linton y para herir a Cathy, que exaltada le recrimina su actitud.

Tras una turbia y agresiva conversación entre ellos llena de reproches mutuos, que hace aflorar la intensidad de sus sentimientos, Edgar interviene originando el enfrentamiento y la ruptura definitiva entre ambos hombres.

Cathy culpa a los dos de provocar su infelicidad y enferma de pura rabia primero y de pura melancolía después dejándose consumir hasta la muerte.

La novela original tiene treinta y cuatro capítulos, de los cuales la historia de Cathy y Heathcliff ocupa una tercera parte al comienzo de la obra (catorce, concretamente, del III al XVI), los restantes nos relatan la historia de sus descendientes. En total dieciocho años más de existencia en los que Heathcliff sobrevive a su amada con tal desesperación que de repente, agotado de hacer el mal a sus descendientes, se deja morir para reunirse definitivamente con ella.

Heathcliff es el protagonista absoluto de la historia, ama a Cathy con desesperación profunda y salvaje —“¡No puedo vivir sin mi vida! No puedo vivir sin mi alma” se lamenta golpeándose la cabeza hasta sangrar, contra un árbol, cuando sabe que ella ha muerto— y odia todo lo demás. Su fuerte y atractiva personalidad tiene del protagonista romántico su origen incierto, el toque marginal, irracional y brutal de individuo rechazado y maltratado, junto al carácter altivo, la inteligencia vivaz y el espíritu oscuro profundamente apasionado y atormentado del héroe maldito byroniano (incluso de algunos antihéroes de Sade para los que hacer el mal es el único antídoto para su agonía). Además posee un porte y aspecto físico determinante: alto, apuesto, moreno de pelo corto y ensortijado…  

Cathy tiene un rostro de ángel pero es retorcida y caprichosa, egoísta, díscola e interesada, pero  sincera y nada coqueta; ama profundamente su hogar y los páramos donde se siente libre y feliz junto a Heathcliff. Su identificación con él es absoluta —“Yo soy Heathcliff”, dice—, y su separación la atormenta/consume “…hasta que vengas tú conmigo, no descansaré, ¡nunca descansaré!”.

Su amor no es de este mundo y sólo tiene posibilidad de existir más allá de él. Ese otro lado que Emily tenía idealizado como único lugar posible donde descansar y alcanzar los deseos que la vida parecía negarle/prohibirle.

La vida de la autora es tan trágica como la de sus criaturas, cuya personalidad, sentimientos y vivencias poseen muchos rasgos autobiográficos. Quinta hija de seis hermanos, se quedó huérfana de madre a los dos años y fue criada por una tía materna en la apartada rectoría de Haworth, en los desolados páramos de Yorkshire, donde su padre ejercía de vicario.

Su reservada y apasionada personalidad estuvo marcada por la de su progenitor, un hombre culto, estricto y generoso, que tras la muerte de sus dos hijas mayores por la severidad inhumana del internado donde estudiaban, decidió educar a sus cuatro hijos menores (Charlotte, Patrick, Emily y Anne) en el hogar, despertando en ellos el placer por la lectura, el juego y el conocimiento, sin distinciones sexistas.

La pasión lectora, el enclaustramiento prolongado, el contundente paisaje circundante y el carácter talentoso y aplicado de los niños Brontë fomentaron su creatividad e imaginación desde muy temprana edad y creó un vínculo inquebrantable entre ellos que les mantuvo siempre muy unidos. Por eso, Emily nunca fue feliz lejos de su hogar, su familia y sus queridos páramos, rebosantes de brezo y acebo, por donde le gustaba vagar en soledad. El único lugar donde fue capaz de sentirse total y espiritualmente libre y completa, como Cathy/Heathcliff. 

Languideció después de la muerte de su hermano Patrick Branwell, a quien había cuidado durante su personal bajada a los infiernos y murió de tuberculosis tres meses después que él. Se ha especulado mucho sobre la naturaleza de su relación fraternal y se ha querido ver en el casto amor entre Cathy y Heathcliff una transferencia del suyo por su hermano (que bien pudiera serlo, de ahí la violencia de su tormento) si no fuera porque tampoco sorprende que una mujer de tan intensa y sutil sensibilidad, a la que gustaba vagar por los páramos vestida con ropas masculinas, (6) fuera capaz de sentir como un ser dividido que reparte su alma entre ambos amantes.

Emily tuvo una existencia solitaria, austera y poco convencional para la intransigente sociedad de la época,  a la que se sentía tan ajena —“Tan triste es el mundo de fuera/que el mundo interior doblemente estimo” se lamenta en uno de sus poemas—, marcada por la idealización y familiaridad de la muerte (la fachada de su casa daba al cementerio), una sólida y entusiasta educación, una profunda hermandad y la naturaleza como demiurgo/inspiración. Sólo una vida de tan pasional espiritualidad fue capaz de inspirar una historia tan expresiva y emocionalmente rebosante de autenticidad/sinceridad como ésta. 

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Versiones  cinematográficas de Cumbres borrascosas

La novela de Emily Brontë ha sido adaptada en numerosas ocasiones al cine con desigual fidelidad y fortuna. Casi todas las versiones realizadas han sido adaptaciones parciales del texto original, concretamente de los primeros capítulos, aquellos que se centran en la relación-pasión de sus protagonistas y en la que todas precipitan el desenlace real de la historia para intensificar la apoteosis emocional final.

La primera vez que se adaptó fue en 1920; una versión inglesa muda en blanco y negro, actualmente desaparecida, dirigida por A. V. Bramble (también actor) y protagonizada por el prolífico Milton Rosmer y la debutante Collete Brettel cuya carrera cinematográfica se eclipsó con el sonoro.

La primera adaptación que se conserva y que ha servido como referente a versiones posteriores es Cumbres Borrascosas (1939) de William Wyler con Laurence Olivier, Merle Oberon y David Niven en los papeles estelares. Una melodramática adaptación —guionizada por Ben Hecth y Charles McCarthur, revisada por John Huston— con patina made in Hollywood, poco fiel al espíritu original de la novela, con algunas secuencias notables y el aliado del blanco y negro, que acaba con un espectral happy ending.

En 1953 Luis Buñuel realiza en México Abismos de Pasión, su personal visión de la novela de Brontë, reduciendo el argumento a lo esencial y enfatizando la tragedia de amor y muerte de los protagonistas principales. Una de las mejores adaptaciones de siempre a pesar de la opinión de su autor.

La aportación del color a la versión dirigida por Robert Fuest en 1970, que recupera el nombre original de la novela, Wuthering Heights, no repercute en intensificar la atmósfera dramática de una historia que arranca con el entierro de Catherine. Con guión de Patrick Tilley, que circunscribe la acción a los dieciséis primeros capítulos de la novela, e interpretada por Timothy Dalton y Anna Calder-Marshall en los papeles principales, es una película sin encanto ni emoción, fría y poco empatizante que recupera el flash back de la novela a través de la voz narradora de Ellen Dean y cuyo final, sin imaginación, es una mezcla de las dos películas precedentes.

En 1985, Jacques Rivette dirige y escribe, junto a Pascal Bonitzer y Suzanne Schiffman, Hurlevent, una versión más contemporánea que acerca la historia en el tiempo y la extrapola a la campiña francesa, situando la acción alrededor de los años treinta del siglo XX.  La película es una interpretación personal, de inspiración balthusiana (7), que no respeta fisonomías buscando disociaciones significativas entre los distintos elementos (música, espacio, entorno…), con una puesta en escena que contrapone al realismo de los escenarios una discreta teatralidad interpretativa a cargo de actores muy jóvenes, casi noveles.

Existe una versión japonesa muy valorada (Wuthering Heights es una novela de culto en Japón) por la crítica, presentada en la sección oficial de Cannes 1988, Onimaru (Arashi ga oka), dirigida por Kiju Yoshida (perteneciente como Oshima y Shinoda a la nueva ola —naburu bagu— del cine nipón, equivalente local de la nouvelle vague), inspirada en la más pura tradición japonesa, que ambienta la novela en el Japón medieval y recrudece la historia con una patina de violencia, necrofilia e incesto explícito.

Cumbres Borrascosas de Emily Brontë (1992) de Peter Kosminsky con un debutante Ralph Fiennes y Juliette Binoche como Heathcliff y Cathy es la primera adaptación occidental que respeta el argumento íntegro de la novela original recorriendo la historia de las tres generaciones y donde el paisaje tenebroso y desabrido adquiere la belleza dramática de la pasión. Incluye el nombre de la autora en el título (para darle una patina de fidelidad respecto a su referente literario) y en la ficción le otorga el privilegio de la narración de su propio relato en detrimento de los narradores de la novela. Bien ambientada e interpretada aunque convencional.

La última versión cinematográfica es la realizada por Andrea Arnold en 2011 con un enfoque ultranaturalista de la historia (técnico, estético e interpretativo), un Heathcliff negro y una presencia impetuosa de la naturaleza con el paisaje y los fenómenos atmosféricos como metáfora de las pasiones que azotan a sus protagonistas. Una impresión que logra con el sonido directo en vez de música y una fotografía espectacular que le valió sendos premios en los festivales de Venecia y Valladolid 2011. Una adaptación muy subjetiva, radical, cruda y tan descarnada que amarga.

La versión de Buñuel

Luis Buñuel siempre había sentido una gran atracción por Cumbres borrascosas, la novela que también “entusiasmaba a los surrealistas por su clima de pasión, de amor loco que arrasa con todo”  (8) y era conocido su interés por la novela gótica inglesa, especialmente por las obras de Ann Radcliffe, el Melmoth de Maturin o El monje de Lewis del cual escribió un guión en los años sesenta que nunca filmó (9).

La novela gótica y el Romanticismo están en los cimientos del movimiento surrealista, especialmente en esa forma violenta y descarnada de expresar los sentimientos,  de abordar el misterio, de contravenir la razón, de liberar la imaginación y los instintos, de provocar, o de experimentar la pasión… que todo devora.

A comienzos de los años treinta, después de acallados los ecos del escándalo producido por La edad de oro, Buñuel había escrito junto a Pierre Unik, con intención de rodar en Francia, una adaptación de la novela de Brontë, que nunca llegó a filmar. En realidad no fue un guión sino “una línea narrativa de unas veinte páginas, que no entraba mucho en detalles”, confesó años después (10).

Lo cierto es que desistió del proyecto (la productora recomendada por Noailles no le convenció) porque temió que se convirtiera en una película comercial, cosa que detestaba porque por entonces se consideraba ya “un surrealista de cuerpo y alma”.

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El guión

A partir de aquel intento, veinte años después, escribió junto a Julio Alejandro y Dino Maiuri, un nuevo guión ambientado en el entorno rural mexicano de principios de siglo XX que se centra en el desenlace de la pasión amorosa de sus protagonistas. El texto revela un conocimiento amplio y minucioso de la novela. Nada es circunstancial, cada frase es significativa, cada elemento trascendente, cada situación decisiva.

El guión de la película rescata un fragmento concreto de la novela, algo más de cien páginas (el equivalente al comprendido entre los capítulos X y XVI, desde la vuelta de Heathcliff hasta la muerte de Cathy), una cuarta parte escasa de la historia completa, al que dota de entidad propia al extraerlo del conjunto, añadiendo un final acorde con la intensidad dramática del relato.

Cuando Buñuel acometió su proyecto sólo existía la académica versión de Wyler, que él había visto años atrás, pero no existe entre ambas ningún parentesco sustancial más allá de su referente literario, un estético y acertado B/N y que en ninguna de ellas Heathcliff/Alejandro sobrevive a Cathy/Catalina.

Muchos fueron los cambios que realizó Buñuel sobre el texto original, procurando respetar el espíritu de la novela (como advierte en los créditos iniciales) sin perder su perturbadora esencia. El fundamental, ya indicado, que redujo el argumento al desenlace de la pasión trágica entre los protagonistas, eliminando los antecedentes de su relación (a los que se hace referencia en varios diálogos que aluden a episodios del pasado y una breve secuencia en la que desentierran unos recuerdos compartidos) y la dilatada agonía de Heathcliff tras la muerte de Cathy, despojando al relato del halo sobrenatural que atraviesa la historia original, optando por un final más inmediato y un planteamiento, agresivo y terrenal, menos idealizado pero igualmente siniestro. 

También suprimió los narradores, Ellen Dean  La suya no es una historia que se cuenta (telling), sucede (showing). Suprime así la estructura narrativa de flash-back habitual en casi todas las versiones cinematográficas realizadas por una lineal cronológica que se desarrolla en presente continuo, acentuando su carácter real.

En cuanto a sus protagonistas, Catalina y Alejandro, no son tan jóvenes como en la novela, ya que sitúa la acción en el rencuentro de ambos, tras diez años sin verse, cuando ya son adultos. También extrapoló la ambientación de la historia de los fríos, húmedos y lóbregos páramos ingleses al “mundo desecado, asfixiante y sureño de la sociedad mexicana” (11).

Abismos de pasión, a la que apenas dedica Buñuel página y media en sus memorias, fue para él una película fallida, principalmente, porque tuvo que trabajar con un equipo artístico impuesto, desajustado en sus papeles, con escasa empatía con sus propios personajes y entre ellos y con poco tiempo para encajarlos entre sí.

Tampoco le agradaba la adaptación musical ya que el productor, en un exceso de celo, utilizó la música de Tristán e Isolda que él le había recomendado (antes de marcharse a Europa) a discreción “Dancigers me hizo demasiado caso acerca de Wagner y metió la música por todas partes, hasta cuando sólo se mostraba a un personaje tomando una taza de café” (12). Le hubiera gustado repetir la película con otra ambientación (Inglaterra o, en su defecto Francia), con un buen reparto (Claudia Cardinale como Cathy) y con mayor presupuesto, pero nunca lo hizo.

Sin embargo, a pesar de sus defectos, la atmósfera de la película tiene una acritud muy sincera y auténtica y su esencia se mantiene. Porque cuando se consigue obviar esa llamada por algunos “textura” y por otros “torpeza” tan mexicana (amén de la entonación, acento de los personajes y cierto histrionismo interpretativo), el guión es tan absorbente, desgarrado e intenso que la historia fluye con agilidad desbordante a través de una estructura narrativa y dramática perfecta con diálogos densos, contundentes, agudos, secos…  En definitiva, tan convulsos —expresando de una forma tan abrupta, directa y sórdida como en el la novela los sentimientos de los personajes— que es imposible sustraerse a su fascinación.  

Buñuel supo desde el principio que las condiciones para realizar la película no eran las adecuadas, pero le pudieron las ganas de hacer esta historia que le gustaba tanto.

Argumento

Tras diez años de ausencia, Alejandro regresa enriquecido a la granja donde vivió de niño adoptado por los padres de Catalina y Ricardo. Ella, ahora, está casada con Eduardo, el acomodado terrateniente de la hacienda vecina, del que espera un hijo, mientras Ricardo, convertido en un borracho y un jugador, sigue habitando en la granja familiar.

Profundamente enamorados, desde siempre, ambos se reprochan su separación y deciden recuperar el tiempo perdido volviendo a su relación de antaño, algo que contraría a Eduardo que pide recato a su mujer. Alejandro no se conforma con esta situación y propone a Catalina huir juntos, pero ella lo rechaza aunque desea mantenerlo a su lado.

Disgustado, Alejandro se dedica a cortejar a Isabel para herir a Catalina que advierte a su cuñada de sus intenciones. Tras un enfrentamiento entre Alejandro y Eduardo, este obliga a su mujer a elegir entre ambos y ella enferma de melancolía. 

Atormentado por la pasión y los celos Alejandro se casa con Isabel por despecho y la hace muy desgraciada. Su hermano reniega de ella y en la granja todos la tratan tan mal como su marido.

Catalina empeora y cuando Alejandro se entera acude a su lado para estrecharla entre sus brazos. Entre reproches y besos se atormentan mutuamente. Esa misma noche ella muere en el parto y él desconsolado la busca para reunirse con ella. 

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Personajes

Cumbres Borrascosas/Abismos de pasión es un drama endogámico y familiar donde nada de lo que ocurre fuera de su ámbito interno tiene importancia en la historia, es ahí en el seno de las relaciones entre sus miembros donde radica lo siniestro de unos personajes crispados por la pasión, el dolor, la violencia, el deseo… y la muerte.

Buñuel respeta los papeles de los personajes fundamentales de la historia y les otorga sentimientos corrosivos (deseo, odio, venganza…) similares a los de la novela. 

Conocer el texto original proporciona ciertos anclajes que ayudan al espectador a comprender el origen de ese trasfondo rugoso y amargo que poseen los personajes y a “justificar” ciertos comportamientos y actitudes. El guión, no obstante proporciona los elementos necesarios para entender que las motivaciones que los impulsan son puramente irracionales.

Algunos son aparentemente inofensivos pero con un reverso cruel, que esconden un insatisfecho y anodino mundo interior. Otros son manifiestamente perversos, hipócritas o miserables. Todos, individuos deseantes, egoístas y moralmente imperfectos.  

Alejandro es el intruso, el advenedizo, el otro que llega para desestabilizar el orden establecido. Rechazado por amos y criados, nadie le acepta, excepto, Catalina, su otra mitad y el elemento a domar del sistema. Todos le identifican con el diablo, tanto que él mismo se cree ese papel, aunque Buñuel deja bien claro, con el paradigma de la caza, que la presa es él. Su muerte será el castigo por aspirar a lo que no está a su alcance (en sentido afectivo y social).

Orgulloso, resentido y vengativo, su comportamiento brusco y cruel es reflejo del odio, desprecio y humillaciones que le han infligido desde la infancia esos personajes que tanto le estigmatizan, temen y reprueban. Su violencia es más rabiosa que real y su amor más intenso que la venganza: “Me importas mucho más tú que el odio que les tengo” —dice a Catalina.

Mucho más apuesto y viril que Eduardo es un pelele en manos de Catalina que lo maneja a su antojo. Solo vive por y para ella, (“Si no te importara sería capaz de degollarme ahora mismo”), tanto que la magnitud de su amor-odio emociona. 

Sus sentimientos están ligados a los fenómenos atmosféricos violentos y a la oscuridad. Su primera aparición durante una noche de tormenta, bajo un intenso aguacero, es un correlato simbólico de su ser oscuro, misterioso y amenazante, una presencia infernal cuya irrupción va a desestabilizar la entumecida, anodina e insatisfecha vida del resto de los personajes.

En la novela Ellen se refiere a él como si fuera un vampiro (en dos ocasiones), primero por su maldad y después porque deambula por ahí sin comer, beber, ni dormir, cualidad que no pasa desapercibida a Buñuel que lo presenta de forma similar en su trato con Isabel, para diferenciar sus verdaderos sentimientos de los fingidos. A Catalina la besa ardientemente en los labios, a Isabel siempre la muerde en el cuello. 

El galán español, Jorge Mistral tenía un buen físico que encaja con el del borrascoso Heathcliff, atractivo, moreno, atlético… pero resulta algo hierático e inexpresivo para representar un personaje tan atormentado.

Catalina es una mujer de acción, impulsiva y sincera pero también controladora, práctica, egoísta (quiere todo, pasión y seguridad) y caprichosa. Es la mitad de Alejandro. Cree que nadie los entiende. Actúa de forma instintiva e impulsiva, como él, aunque como mujer casada sabe contenerse.

Tiene una fuerte personalidad y un talante más decidido y resolutivo que los hombres, a quienes manipula y utiliza en beneficio propio. Menosprecia a su marido: “No serás capaz de quererme la mitad de lo que me quiere Alejandro”; además de advertirle que no intente separarla de él porque ya conocía sus verdaderos sentimientos. A Alejandro también le hace sufrir: “Catalina siempre me has tratado mal, pero no te guardo rencor” —se lamenta éste.

Ya en la primera secuencia de la película se aprecia su carácter activo. Está matando zopilotes a tiros, mientras su cuñada huye despavorida reclamando la protección de su hermano (un ejemplo del modelo de mujer tan diferente de ambas) y poco después en otra escena está limpiando la escopeta mientras su marido escribe.

Es contundente, vehemente, irónica y fatalista, como cuando Isabel la acusa de disfrutar martirizándola y no tener miedo a nada, ella se defiende irónicamente: 

—Cata: Como sé que voy a vivir poco tengo que gozar hasta de las cosas que asustan a los demás.

Eduardo: Eres incorregible.

Cata: ¿Porque digo lo que siento? ¿Es que aún no te has dado cuenta de que esos presentimientos explican muchas cosas de mi vida?

En este diálogo además de constatar que Cata y su marido no se entienden y que no es una mujer sumisa y banal, Buñuel deja claro su nivel de compromiso y fidelidad al original (no hay ningún diálogo gratuito) ¿Por qué sabe Cata que va a vivir poco? ¿Por qué tiene ese presentimiento? ¿Qué cosas de su vida explican?

Por el propio guión sabemos que la ausencia de Alejandro la ha consumido interiormente   (muerte por inanición amorosa), pero los lectores de la novela saben además que esos presentimientos expresan su delicado estado de salud. Cathy enfermó gravemente a consecuencia de la marcha de Heathcliff porque cogió unas fiebres (mientras lo esperaba a la intemperie bajo una fuerte tormenta) de las que estuvo a punto de morir (22). 

Eduardo (Edgar Linton en la novela) es un hombre culto y refinado, preocupado por las apariencias, pusilánime e insustancial. Es aficionado a la entomología (Buñuel no pierde ocasión de atribuir a sus personajes pasiones que le son tan queridas). Su presentación en la película lo muestra ensimismado en su tarea de clasificar y disecar insectos, con un ritual que Catalina juzga cruel: clavar un alfiler en una mariposa para dejarla morir lentamente sin que pierda su belleza. 

Odia a Alejandro y siente unos celos rabiosos porque Catalina no oculta sus preferencias hacia él: “Cuando te casaste conmigo sabías que no dejaría de quererlo nunca”.

Isabel la hermana de Eduardo (Isabella en el original) es una joven insípida, sensible y de carácter sumiso y débil. Crítica con Catalina por como trata a su hermano, la envidia porque Alejandro la ama. Puerilmente sentimental.

Ricardo (Hindley en la novela) es otro personaje carcomido por su propia maldad interior. Borracho, jugador y desequilibrado, desprecia a todo el mundo (José, Isabel, Eduardo… incluida su hermana) y maltrata a su propio hijo. Pero a quien odia profundamente, desde niño, es a Alejandro. Desea matarlo aunque le teme. Es cruel, necio, cobarde e irresponsable. Un individuo despreciable, incapaz de gestionar su vida, que culpa a los demás de su ineptitud.

María es el ama de llaves de Catalina. Su referente en la novela es Ellen Dean (una de las narradoras principales), una mujer maternal y conciliadora, el vínculo emocional que une a los personajes de ambas haciendas. En la película ha perdido esa autoridad moral y el espíritu condescendiente con Alejandro, a quien condena pero comprende. En cambio, mantiene el espíritu crítico con su señora, a quien no obstante se mantiene fiel.

José es el viejo criado de la granja; un tipo siniestro y malicioso que representa la cara más negativa y supersticiosa del catolicismo más tradicional. Mantiene además del nombre original  de la novela, su carácter refunfuñón y su rancia beatería. Según la Sra. Dean es un “intolerante y riguroso fariseo”.  

Jorge es el hijo de Ricardo y sobrino de Catalina. Hareton en la novela. Un niño asilvestrado del que nadie se ocupa excepto el viejo criado. Su personaje es un trasunto del propio Alejandro durante su infancia. De hecho, en la novela es el único personaje que siente la muerte de Heathcliff. 

Los personajes desbordan a los actores que los encarnan. Desajustados en su piel y faltos de naturalidad dramática, consiguen, no obstante, en algunos pasajes cierta intensidad emocional gracias al magnífico guión.

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El amour fou

El amour fou (amor loco) es uno de los conceptos clave del surrealismo. Concebido como “producto del azar, encuentro a la vez fausto e infausto que une el vértigo y el estrago” y que como añade Breton “adora tu sombra venenosa, tu sombra mortal”,

La película La edad de oro (1930) realizada por Buñuel en pleno apogeo del movimiento surrealista es considerada por Breton el paradigma perfecto de este sentimiento, la única exaltación del amor absoluto, tal y como él lo concebía, manifestado de manera tan libre y con tan sosegada audacia. En ella, el amor loco como símbolo de la liberación absoluta, sujeto solo a sus propias normas, arrasa con todo y todos los que lo impiden: sociedad, religión, familia… 

Breton exaltaba el deseo amoroso como “un deseo que busca siempre transformar la dimensión destructiva, la dimensión tanática en erotismo, en afirmación del ser”, porque tenía la convicción, siguiendo la tradición freudiana y a Fourier, de que el deseo amoroso siempre vencería en la oposición Eros-Tánatos (13).

Para Buñuel amor y muerte son inseparables, tanto si el deseo/instinto amoroso implica sexo como si no, por las resonancias negativas que le suscitan. En el primer caso porque la férrea y represora educación religiosa sufrida durante su infancia y adolescencia le provocaron una repugnancia permanente por el acto sexual (14) en el que veía connotaciones trágicas, diabólicas y pecaminosas, de las que nunca logró desprenderse del todo a pesar de su ateismo posterior.

En segundo lugar, porque la concepción del amor sublime, que para Buñuel va asociado a la pureza (de ahí su obsesión con la mujer vestida de novia), no es compatible con la vida. En ambos casos, sea por muerte simbólica o real, la obsesiva aleación entre amor, erotismo/sexo, muerte, castidad/virginidad, deseo, violencia… y crueldad en su obra es causa del “catolicismo emasculador” —como él lo llama— padecido durante su despertar sexual. Esta contención le provocó una confusión moral y psicológica traumática que hizo de la necesidad, transgresión, de la culpa, placer (“el goce secreto del pecado”), de la virtud, vicio (onanista) y de la prohibición, deseo; un deseo sexual feroz de secretas asociaciones que se ha manifestado en su cine de forma insistente.  

Buñuel definió el amor loco, a propósito de La edad de oro, como “un impulso irresistible que, en cualesquiera circunstancias, empuja el uno hacia el otro a un hombre y una mujer que nunca pueden unirse” (15).

Esta afirmación afecta también a Alejandro/Heathcliff y Catalina/Cathy. El amor entre ellos es un impulso irresistible que empuja a uno hacia el otro, a pesar de las circunstancias, sin que nunca puedan unirse, en vida, más allá de en el sufrimiento. Una pasión que se adentra en la búsqueda de un imposible con una intensidad loca. Lo que Bataille definiría como dos seres discontinuos, afectados por una pasión tan violenta que buscan suturar el profundo abismo de su separación en la continuidad de la muerte (16).

El amor convencional, sensato, busca perpetuarse en una nueva vida, el amour fou, “en lo que puede tener de aislado para dos seres limitados a ellos mismos del resto del mundo” —como decía Breton— no. Empieza y acaba en los propios amantes. Nada aparte de ellos existe. Su amor no necesita perpetuarse en la procreación. De ahí la poca importancia que se concede en la novela y en la película al hijo que ella espera de su marido. Alejandro lo obvia (“¡Qué me importa a mí ese hijo!”) y Catalina se deja morir anteponiendo, en un arrebato contra natura, su pasión amorosa a su deber de madre. Tan ajena a ella es, que lo alumbra, sin recobrar el conocimiento, tras desmayarse en brazos de Alejandro.

No hay sentimentalismo en la forma de amarse de Catalina y Alejandro, a pesar de la profundidad de sus sentimientos. El suyo es un amor-odio (conflicto eterno), salvaje, egoísta (“Yo te quiero solo para mí”, dice él) y blasfemo (“Quiero a Alejandro más que a la salvación de mi alma”, confiesa ella); hiriente, irracional, obsesivo, agónico y devorador. Un amor infinito y sobrenatural (“Tu amor y el mío acabarán con la muerte. El que siento por Alejandro no es de este mundo”, dice Catalina a su marido),  ferozmente romántico y destructivo.  

Su amor incondicional se manifiesta en los distintos diálogos que mantienen. Es extraño y turbadoramente poético el de su reencuentro donde se cuentan como se han presentido en la distancia el uno al otro durante su separación:

—“Hubo días que sentía como un plomo en el corazón. Era cuando estabas tan lejos que ya no te podía alcanzar” —dice Catalina.

—“Yo he tenido momentos de fatiga en medio del trabajo. Eran esos días en que tú te tiendes al sol sin querer hacer nada” —responde Alejandro.

 —“Yo he tiritado de pronto en medio del verano: es que estabas en un país de nieve”, ella.

 —Yo te he llevado siempre aquí —él se golpea el  pecho.

 —“Un momento después de irte estabas conmigo otra vez y no me has dejado nunca”…

Otro diálogo ferozmente intenso se produce en el último encuentro entre ellos. Catalina agoniza prácticamente en brazos de Alejandro mientras se reprochan el daño mutuo que se han hecho. En él, ambos repiten continuamente el nombre del otro como si al hacerlo aprehendieran también su alma.  

La obsesión por el nombre se repite en la escena siguiente cuando Alejandro pide a María, el ama de llaves, que le cuente como ha muerto Catalina –“Quiero saber si pronunció mi nombre antes de morir”-, confirmando la creencia mágica de que al pronunciar el nombre de una persona (o divinidad) se actúa sobre ella, viva o muerta.     

A continuación en un monólogo desgarrado y lúgubre Alejandro invoca al espectro de ella con un dolor salvaje, volviendo a repetir su nombre como en una letanía: “Catalina, ojalá no tengas paz mientras yo viva. Dijiste que te había matado yo, y los muertos persiguen a sus asesinos. Persígueme, vuélveme loco, pero no me dejes solo, no me dejes en este abismo. Catalina, aparécete aunque sea para maldecirme. Catalina…”. Una plegaria desesperada que en la novela concluye con un lamento agónico: ¡Oh Dios mío, es inconcebible! ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!

Esta concepción del amor puro, absoluto, que supone una renuncia a vivir, conmovía a Buñuel porque “…un amor apasionado, sublime, que alcanza el nivel más elevado de la llama, es incompatible con la vida. Es demasiado grande, demasiado fuerte para ella. Solo la muerte puede acogerlo” (17). (Reflexión de Buñuel a propósito del caso de “los amantes de Amaniel”, una pareja de jóvenes que se suicidaron, en los años veinte en Madrid, por un amor correspondido no contrariado ni consumado).

Será porque —como dice Bataille— los amores apasionados, aún los más castos, comparten el desfallecimiento y la angustia de la muerte. Será lo que la belleza para Breton, convulsiva o no será. Será muerte o no será. Será amor más allá de la muerte. 

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La muerte

Desde la primera secuencia, toda la película es un presagio fatalista, de muerte.  El primer plano es un árbol sin hojas cubierto de zopilotes (inspirador para Hitchcock, sin duda) que huyen despavoridos al sonar dos disparos de Catalina (la película empieza y termina con otros dos). Amenazador augurio de la desgracia que se cierne sobre sus personajes.  

Antes aún, sobre la imagen fija de las ramas retorcidas de un tronco seco, caído, tras los títulos de crédito, un texto sobreimpresionado advierte al espectador de la trágica historia que va a presenciar: “Sus personajes se encuentran a merced de sus propios instintos y pasiones. Son seres únicos para los que no existen las llamadas conveniencias sociales. El amor de Alejandro por Catalina es un sentimiento feroz e inhumano que solo podrá realizarse con la muerte”.

Eros y Thanatos se reversibilizan e imbrican permanentemente en esta película en la que la pulsión del deseo es también pulsión de muerte y sólo en su consumación será posible la unión absoluta a la que la pasión aboca. La muerte adquiere así una connotación liberadora del sufrimiento impuesto por la pasión contenida e impedida por los condicionamientos sociales y familiares que encadenan al individuo sin el consenso del alma. 

Catalina y Alejandro son como el andrógino primordial platónico y surrealista, un ser doble cuyas dos mitades se buscan desesperadamente, incapaces de sobrevivir separadas consumiéndose de inanición, hasta que se encuentran y mueren felizmente abrazadas.  

Sin cabida para la esperanza, su amor es tan profundo como desesperado; está condenado. Las diferencias de clase, origen y la partida de él (para mejorar su status y poder optar socialmente a ella) deciden a Catalina a aceptar un matrimonio convencional que la está consumiendo. “¿Cómo has podido dejarme morir estos años, sin saber de tí? —le reprocha a Alejandro cuando regresa tras su larga ausencia. Para ella la vida sin él ya era muerte. Su vuelta la convulsiona y juntos reanudan su relación, ajenos a todo cuanto les rodea, incluido Eduardo que no puede soportar la situación y fantasea con matarle, aunque Catalina le advierte que de nada le servirá porque “seguiría queriéndolo lo mismo después de muerto”.

Catalina rechaza la proposición de Alejandro de huir juntos, pero no quiere renunciar a su presencia ignorando las consecuencias destructivas de su empeño. A partir de ese momento  emprenden un camino hacia el abismo que finalmente los engullirá a ambos. Ninguno tiene miedo a la muerte si está con el otro, lo que les atormenta es separarse. Por eso cuando llega ese fatal momento, Catalina, no lamenta morir pero sí no llevárselo consigo. 

Mi vida, mi vida ¿por qué has vuelto tan tarde?  

—Catalina, he vuelto para no separarme más de ti.

Poco nos queda Alejandro.

—Quisiera tenerte así hasta morir los dos.

—¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me haya ido? ¿Cuántos tardarás en olvidarte de mí?

—No me atormentes Catalina.

Tú eres el culpable de mi muerte. Por eso no te compadezco aunque te quedes solo.

—Ya se que te alegra pensar que me retorceré en un infierno horrible mientras tú estás descansando en paz.

—No podré descansar en paz, Alejandro. Debajo de la tierra sufriré la misma desesperación que tú.

—Me has hecho mucho daño, Catalina. No te lo perdonaré jamás.

—Me lo hice a mí por quererte tanto. ¿Así es el amor que me tienes? Pero no me importa, porque el Alejandro que yo quiero me lo llevaré conmigo…

Más adelante cuando su marido los sorprende juntos Catalina lo abraza fuertemente y le suplica después de besarle en los labios: “No te vayas mi vida. No se separes más de mí”.

Finalmente Catalina conseguirá arrastrarlo con ella. Su poder sobre él continúa después de muerta. Alejandro será incapaz de sobrevivirla, apenas unos días, porque aunque no sea él mismo quien se la cause, su búsqueda desesperada de la muerte, hará que la encuentre.

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La mujer muerta

Buñuel nunca ha ocultado su impresión ante el espectáculo de la muerte y de los muertos, cuya contemplación le sobrecoge y atrae. En la España profunda de principios del siglo XX, el niño Buñuel aprendió a convivir con la muerte y sus rituales de una forma lúgubre y natural a la vez.

En sus memorias cuenta algunas de sus primeras experiencias al respecto, como colarse en la autopsia de un pastor, visitar de noche los cementerios (una fascinación morbosa que compartió posteriormente con sus compañeros de la Residencia de Estudiantes) o presenciar la exhibición pública del difunto en la iglesia del pueblo durante las exequias. Aquellas impresiones infantiles, incrustadas en su subconsciente, influyeron en su posterior percepción de la muerte aflorando insistentemente en sus películas bajo distintas máscaras, de las cuales la más morbosamente inquietante es la de la mujer muerta. 

La representación del cuerpo femenino muerto (a diferencia del masculino) ha sido respetado en el arte occidental hasta la Edad Media en que su presencia empezó a emerger tímidamente en la pintura y en la escultura funeraria. A la sobria representación de la efigie sobre la tumba durante el medievo de damas nobles y reinas, siguieron la solemnidad no exenta de sensualidad de la estatuaria yacente de algunas tumbas reales femeninas durante el Renacimiento, para dar paso a la atracción barroca no exenta de erotismo por las mujeres muertas (santas, reinas o mártires) que desembocó en la atracción necrófila del Romanticismo, iniciada por sus predecesores (poetas de cementerio ingleses, escritores góticos) y continuada por corrientes  posteriores (prerrafaelistas, simbolistas…) que mitificaron el cuerpo femenino muerto, convertido en objeto poético, estético o de deseo, haciéndolo aún más deseable.

La mujer muerta es asociada por el psicoanálisis con la madre muerta (no la de cada uno sino  la del sujeto), que todos, hombre o mujer, debemos dejar atrás para conseguir la individualización  que nos permita alcanzar la autonomía personal. Esta separación/muerte simbólica de la madre debe ocurrir de “modo óptimo y ser erotizado, es decir, el objeto perdido tiene que ser reencontrado como objeto erótico o bien ‘sublimado’, es decir reconvertido en la producción de cultura” para que el sujeto no sufra depresión o melancolía (18).

El surrealismo, heredero del Romanticismo, coloca a la mujer en el centro de su creación poética y artística totalmente objetualizada, enmascarada baja una pátina ambigua que algunas lecturas recientes han sentenciado claramente misógina y restrictiva. Buñuel —que no se considera misógino pero confiesa que entiende poco a las mujeres, por lo que rara vez en sus películas toma su punto de vista— nunca ha ocultado su atracción por el cuerpo femenino como oscuro objeto de deseo heterosexual.

Esta obsesión por la mujer asociada a su fascinación por lo misterioso y espectral, aparte de fijaciones edípicas, fantasías románticas u obsesiones reprimidas (que de todo hay), se manifiesta en Buñuel ligada a influencias culturales autóctonas (Cadalso, Goya, Valle-Inclán, Zorrilla o Bécquer) o adquiridas del exterior (novela gótica inglesa, decadentistas franceses) que pasadas por el tamiz de la cuestión surrealista del deseo desencadena una iconografía femenina asociada a la muerte. De ella, una de las imágenes más seductoras e inquietantes es la de Catalina, radiante como una novia, en la frialdad de la tumba.

Tan dulce, bella y “pura” parece preparada para su boda en el más allá, esperando a su amado y tendiéndole los brazos para unirse definitivamente a él. Posiblemente en el infierno, quizás en el cielo… o simplemente bajo la tierra (que cada cual piense lo que quiera).

Buñuel precipita el final de su historia de amor loco, despojándola del halo sobrenatural del original, en una secuencia final memorable, tan poética como misteriosamente romántica y (para él nada) necrófila (“no es necrofilia, sino amor puro y más allá de la muerte”) (19) provocada por la desesperación de Alejandro que no puede vivir sin su amada —como la propia Emily se lamenta en uno de sus poemas “Toda mi felicidad vino de tu vida/Toda mi felicidad yace en la tumba contigo”—, y está decidido a ponerle remedio.

En la novela Heathcliff desentierra el cuerpo de Cathy y sigue viendo en él los rasgos de su amada muerta dieciocho años atrás. “Es su cara todavía” —dice conmovido a Ellen. Hay amor profundo y mucho sufrimiento en esta acción necrófila y en su perturbada mirada de atormentado enamorado. Pero también reposo, tranquilidad, sosiego. Cuando ella murió él acudió de noche a desenterrarla con sus propias manos, preso de la desesperación, para abrazarla de nuevo, como si estuviera dormida. Pero a punto de abrir el ataúd desistió, trastornado como estada, creyendo sentirla suspirar a su lado/junto a su oído.

Desde entonces, su espíritu le ha perseguido y su amor ha sobrevivido anhelando y suplicando con angustia ver su fantasma materializarse ante sus ojos. Un largo período, sin olvido ni descanso en el que siente que ella ha jugado con él (“portándose conmigo como un demonio”), como lo hacía en vida, pero al que la contemplación de su cadáver ha devuelto la calma: “Pero ahora, desde que la he visto, estoy tranquilo. Ha venido siendo una peculiar manera de matarme… defraudándome a lo largo de dieciocho años con el aspecto de una esperanza” (capítulo XXIX). Sólo después de verla y reconocerse en ella Heathcliff decide descansar eternamente a su lado. Ha sobornado al sepulturero —le confiesa a Ellen— para que cuando le entierren junto a la tumba de ella desprenda los lados de sus respectivos ataúdes y sus cuerpos se fundan sin que pueda saberse “quién es quien”.

Brontë hace de este desenlace demorado en el tiempo un canto desgarrado a la pasión romántica pura, al amor absoluto e infinito, más allá de la vida, de la muerte y del sexo. Un amour fou, salvaje y arrasador insensible a cualquier sentimiento ajeno a su propia pasión, que nadie mejor que Buñuel supo entender y que muchos años después, según confesó, seguía conmoviéndole aunque por su edad de una manera teórica.

El director español opta por un desenlace inmediato y precipita la muerte de Alejandro en un final más acorde con el carácter apremiante de su desconsuelo, concentrando toda su desesperación en los tres días posteriores al entierro de Catalina. Nadie sabe donde ésta desde entonces, aunque Ricardo lo presiente “se habrá ido a echar sobre su tumba como un buen perro”. Tiempo que aprovecha para insultar a Isabel y animarla a matarlo “Eres una piltrafa, tu marido te engaña con una muerta” —le dice.

Es de noche, la música de Tristán e Isolda suena más dramática que nunca, y Alejandro está en el cementerio abriendo la tumba de Catalina cuando un tiro le alcanza. Herido baja a la cripta/infierno donde está enterrada para volver a verla. Abre el ataúd donde ella reposa como una novia, purificada por la muerte, para él. Coge un puñado de tierra (un ritual que se hacía en los entierros de Calanda para recordarnos qué somos y en qué nos convertiremos), toca sus manos, retira el velo que cubre su cara (como se retira el de una novia ante el altar) y la besa en los labios. Después oye su nombre, se vuelve para mirar y en su delirio ve a Catalina, joven y bella, vestida de novia, de pie, tendiéndole los brazos, que en realidad son los de Ricardo empuñando una escopeta. Otro tiro le remata y su cuerpo cae muerto sobre el cadáver de Catalina (se ha consumado el enlace). Ricardo sale de la cripta y la cierra dejando a ambos enterrados juntos. Al fin, las dos mitades del andrógino primordial reunidas en el abrazo final de la muerte.

Cuando el inconsolable enamorado contempla emocionado el cuerpo de su amada, tanto en la novela como en la película vemos a la muerta a través de los ojos (las palabras de Heathcliff a Ellen en la novela o la aparición virginal en la película) de su imaginación. Aunque el enfoque fantástico de Brontë desaparece en la visión de Buñuel, en la cual el espectador es consciente de que el espectro de Catalina es una alucinación que solo ve el protagonista en su desvarío, mientras que en la novela el fantasma de Cathy, además de presentido por Heathcliff, es visto por otros personajes.

La opción buñueliana es más convulsa porque dota al cuerpo de la muerta-aparecida de juventud, ternura, belleza y “pureza” (vestido de novia) atributos que desactivan su virulencia emocional aunque, como apunta Pilar Pedraza, también incrementan en el contemplador el deseo de la destrucción sádica o de la fusión erótica.

Seguramente el estricto y puritano código Hays (vigente de 1934 a 1967 en el cine americano)  hubiera considerado censurable dar ese aire seductor al espectro de una mujer muerta, para impedir cualquier tipo de pensamientos libidinosos y asociaciones perversas al respecto.

La imagen de Catalina muerta aparece en dos ocasiones. La primera durante su velatorio. En un plano fugaz y luctuoso, la noche oscura con nubes se funde en un encadenado con su cuerpo yacente, sobre un catafalco, cubierto por un velo negro y cuatro cirios encendidos. Esta imagen lúgubre contrasta con el velatorio de Cathy donde su cuerpo es exhibido “cubierto  de hojas y flores esparcidas que llenaban la estancia de perfume”.

La segunda vez que aparece muerta está descansando en su ataúd incorrupta y turbiamente virginal, con su atuendo nupcial (otra de las fijaciones de Buñuel). El vestido blanco es asociado al concepto de pureza-virginidad, aunque primitivamente era asociado a la muerte y al duelo, principalmente en la corte francesa. En el mundo anglosajón durante el siglo XIX era frecuente enterrar a las jóvenes que morían vírgenes, vestidas como novias, para resaltar su virtud (e inmortalizarlas después en macabros retratos post-morten). Cromáticamente, según Kandinsky, el blanco actúa sobre muestra alma como el silencio absoluto; y de la lectura de la naturaleza se desprende que las blancuras de los extremos este y oeste están vacías, como suspendidas entre ausencia y presencia.

En la novela no se da importancia al atuendo mortuorio de Cathy. En la película, al margen de otras referencias simbólicas, la mortaja nupcial de Catalina es un elemento complejo y contradictorio por cuanto que asocia espiritualidad, deseo y muerte en una evidente combinación de morbosa sensualidad.  

Buñuel ha transformado a la amada muerta de despojo romántico idealizado (Brontë) en puro objeto de deseo surrealista. Una alteración necrófila no exenta de erotismo que años después desarrollaría en variantes obsesivas desprovistas de espíritu gótico, que hacen de la mujer muerta un “juguete de fetichista”, como la novicia narcotizada vestida de novia de Viridana, la hija falsamente muerta que Séverine interpreta para un cliente en Belle de Jour, la dama noble (doña Elvira) desenterrada en El fantasma de la libertad o la madre muerta que aparece en los relatos de los militares en El discreto encanto de la burguesía

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Bestiario

Es insistente en el cine de Buñuel la inclusión de escenas de animales en el discurso narrativo con una finalidad simbólica, metafórica o relacional. En el prólogo (los escorpiones en La edad de oro), en el final (la mirada del avestruz en El fantasma de la libertad) o en medio de la narración como el tejón en el gallinero en La joven, la liebre y el jabalí en El diario de una camarera, los gatos en Así es la aurora, los corderos en Subida al cielo y El ángel exterminador… o las gallinas y gallos en tantas otras. Son elementos que pueden o no formar parte de la diégesis, pensados o improvisados por el director, pero que sirven para crear en la mente del espectador asociaciones de una forma contundente e inmediata. 

Cuenta el cineasta que tanto él como sus hermanos sentían, desde la infancia, un gran amor y respeto por todo tipo de animales, excepto por las arañas, a las que profesaban admiración y repulsión a partes iguales. Sobre ellas les gustaba charlar y fabular en familia y a ellas otorga el director un protagonismo significativo en su filmografía.

Su personal admiración por las obras de Fabre (Recuerdos entomológicos, La vida de los insectos, Los auxiliares…), en las que veía contenido “todo Shakespeare y Sade”, hizo que depositara en los animales un imaginario que utilizó para describir todo tipo de comportamientos humanos, “liberados de inhibiciones y entregados a sus instintos, a sus deseos, con la misma inocencia desculpabilizada con la que actúan los insectos”, sin tratar de humanizarlos como hacían los fabulistas (20).

Los animales son seres muy vitales, me dan alegría. Pero, en un momento dado y fuera de contexto pueden ser muy inquietantes” (21), decía Buñuel, que los utiliza con profusión en su cine.

En la primera secuencia (incluso en el primer plano) de la película se sirve de ellos con fines psicológicos, expresivos y narrativos. En ella, los animales van a representar los avatares a que están destinados los personajes. La caza de zopilotes, la disecación de mariposas o el pájaro enjaulado que acaparan el diálogo de la primera escena son una icónica representación de la psicología de los personajes, además de un magnífico prólogo que sintetiza narrativamente su situación y posición en la historia.

La ingenua y pueril Isabel (con su perrito blanco) será la presa fácil a cazar, Eduardo está tan interiormente disecado como sus insectos y Catalina, amenazante cazadora, es tan prisionera de su propia y fatal elección (prefirió a Eduardo sobre Alejandro) como el pájaro que retiene. Una decisión con la que también condena a Alejandro que no puede acceder a ella.

La violencia simbólica de los sentimientos que la novela deposita en la naturaleza, Buñuel la expresa de una forma mucho más carnal y directa a través del sacrificio animal (solo a la araña, le otorga el rol de verdugo). Hay dos escenas, totalmente documentales, en las cuales este sacrificio, de connotaciones siniestras, adquiere un valor tanto referencial como metafórico. La primera es la matanza del cerdo que Isabel presencia horrorizada en la granja. Un corto fragmento que denota la brutalidad de este ritual cotidiano de la vida rural sin escatimar su crueldad natural y contundencia expresiva; una feroz advertencia de la suerte que se cierne sobre ella.

La otra escena documental se produce cuando Ricardo arroja una mosca en la red de una araña que ésta atrapa vorazmente. Una metáfora múltiple del comportamiento devorador de unos personajes sobre otros y por extensión de la pasión feroz de Alejandro-Catalina que a todos afecta.  

Otro de los animales sacrificados es el sapo que el viejo criado José echa al fuego para hacer un sortilegio que ahuyente el mal de la granja que ha traído consigo Alejandro. El pobre sapo es uno de los animales peor tratados por la tradición fabulista que Fabre reivindicaba en uno de los tratados que admiraba Buñuel.

El ladrido inquieto de los perros que se escuchan en la primera secuencia, sin motivo aparente, anuncian una presencia extraña que descubriremos cuando anochezca.

Los pájaros, los zopilotes, los gallos… son, como el resto de las aves, animales inquietantes y amenazadores para el cineasta que utiliza con esta connotación negativa en momentos concretos. Por ejemplo, en una escena posterior al rechazo de Catalina, cuando Alejandro se enfada y la amenaza con hacer algo que la hiera de verdad, se escucha de fondo el cacareo de un gallo. 

Alejandro representa al animal por antonomasia, ese que no está en los libros de naturaleza. Todos le identifican con el diablo y él mismo se arroga el papel de bestia satánica (“Dirás que tengo instintos de bestia”- le dice a Isabel, mordiéndola en el cuello) por su crueldad y su comportamiento salvaje, agresivo y amoral, implorando al demonio (“Que el diablo nos lleve a todos”) o apelando al infierno. 

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La naturaleza 

Brontë utiliza la naturaleza y sus fenómenos como correlato objetivo para narrar la pasión que devora a sus protagonistas. La apasionada y tormentosa relación entre Heathcliff y Cathy es un trasunto de la naturaleza inhóspita, cruda y hostil que les rodea (páramos anegados, peñascos rocosos, tierras estériles, arbustos silvestres…) con las violentas fuerzas que la agitan (vientos, borrascas, tormentas, heladas, nieblas…) y que como ella se desborda, enfanga, arrasa y destruye.

Buñuel sustituye la rotunda sordidez del paisaje frío y oscuro de los páramos ingleses y la violencia de los fenómenos atmosféricos que los azotan por otros elementos autóctonos no menos simbólicamente siniestros y visualmente agresivos relacionados con la vida animal (ya mencionados) y la aridez del secarral mexicano (troncos secos y retorcidos, caminos polvorientos, montículos de tierra…) sin despreciar el efectismo de ciertos elementos naturales   de los que también se servirá en momentos dramáticos concretos.   

La presencia de elementos atmosféricos (lluvia, truenos, el cierzo…) adversos y violentos delatan la presencia de conflictos y tensiones entre los personajes (como la separación de Alejandro y Catalina, la visita de Ricardo a su cuñado, una noche de lluvia, para pedirle dinero, la irrupción de Alejandro, una noche tormentosa, en el cuarto de Isabel…), presentimientos,  acontecimientos luctuosos o momentos de dolor extremo como la noche que muere Catalina. En esta escena la naturaleza se alía con el dolor de Alejandro (mientras un travelling de seguimiento lo acompaña en la oscuridad) que implora su presencia, desatándose, de repente, un viento muy intenso.

Otras veces es la alternancia de elementos contrarios o la propia iluminación (la lluvia y el sol, el día y la noche, la luz y la oscuridad, el interior y el exterior…) la utilizada para expresar los bruscos sentimientos que azotan a los personajes y sus oscuras intenciones.

Una naturaleza en blanco y negro, en definitiva, que resulta especialmente oportuna para narrar una historia tenebrosa de tantos contrastes.

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La religión

Todos los personajes de la película han caído como consecuencia de su degradación física, moral y espiritual en una impiedad que les mantiene ajenos a cualquier sentimiento o comportamiento religioso. No rezan, solo maldicen, blasfeman e imprecan. Parecen haber perdido la fe, casi la humanidad y no respetan las más mínimas normas de compostura cristiana.

Practican una religiosidad de conveniencia social en la que imperan las apariencias, donde están presentes los símbolos usuales (la cruz, la medalla, la Biblia…) y rituales ordinarios del catolicismo tradicional (boda de Alejandro con Isabel,  velatorio de Catalina) para representar a un Dios que ha sido sustituido por una omnipresencia de lo infernal. 

Es conocida la aversión de Buñuel a la idea del infierno que tanto daño le hizo a su fe cristiana. Esta película es un pretexto perfecto para incidir en esa idea de un mundo sin Dios donde todos los personajes sobreviven —de espaldas a él pronunciando su nombre en vano— de una manera instintiva y pasional, despreocupados por su condena futura.

La religiosidad pagana de Alejandro sólo reconoce a Catalina como única divinidad, su fe es su amor por ella, él único dios a quien reza, después de muerta, con devoción mística una oración desesperada implorando consuelo. Esta actitud impía se aprecia en la novela cuando en la víspera de la muerte de Heathcliff, Ellen le recomienda reconciliarse con Dios. Él la responde sin acritud pero con convicción: “En cuanto a arrepentirme de mis injusticias, ni he cometido ninguna ni me arrepiento de nada…” y más adelante “No hace falta que venga ningún sacerdote, ni que se diga ninguna palabra ante mi tumba. Ya te digo que estoy a punto de alcanzar mi cielo. El de los demás ni vale nada para mí, ni lo envidio” (capítulo XXXIV).

La sensatez y coherencia religiosa que representa Ellen en la novela se traduce en la película en la actitud de María, que intenta ser imparcial en sus juicios (“Hasta que llegó él había paz en esta casa. Pero todos se han vuelto malos, todos van a lo suyo como él”) y mantener una  actitud cristiana aunque no siempre lo consiga. Otros como el viejo José representan a ese catolicismo intolerante y fariseo que proclama la muerte para los aliados del diablo —a quien todos identifican con Alejandro—, en cuya destrucción se afanan, para ocultar su degradación personal, sus vicios y su maldad intrínseca. 

Buñuel pone en boca, precisamente, de este viejo beato un pasaje del Libro de la Sabiduría (2:1-9), el más bello, a su juicio, de la Biblia por su regusto sadiano, que es una auténtica profesión de ateísmo. Una exaltación impía de la vida terrenal frente a la celestial en la que se invita al hombre a disfrutar de la existencia y de sus placeres mientras viva porque una vez muerto y enterrado nada quedará de él que lo sobreviva más allá de los rastros de sus liviandades. 

Será como decía Alberti, Welles y hasta el propio Buñuel terminó reconociendo, que sólo el que cree de verdad, blasfema, profana e incluso odia a Dios. 

Inconclusión

Abismos de pasión no es una película abstracta ni intelectual como otras del cineasta, tampoco una de sus películas alimenticias, es, en todo caso, un melodrama literal (que no convencional) pero con subtexto, como dice Pérez Turrent, en el que “la poesía cinematográfica pugna por salir a la superficie y manifestarse” (23).

Nunca más profundizará Buñuel con este espíritu gótico-romántico-surrealista en la esencia de la pasión amorosa, asociada a la pureza y a la muerte, de forma tan seria, sincera y comprometida con la emoción, la convicción y el misterio.

Escribe Milagros López Morales


 

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Notas

(1) La edición que se ha utilizado como referencia es Emily Bronte (2008). Cumbres borrascosas. Traducción: Carmen Martín Gaite. Madrid. RBA Coleccionables, S.A.

(2) Oscar Dancigers nació en Rusia en 1902, pero tras la primera guerra mundial se estableció en París junto a su hermano. En 1940 huyendo de la ocupación alemana emigró a México donde reanudó su labor como productor. Falleció en México en 1976. Luis Buñuel realizó con él un total de nueve películas de las veinte de su etapa mexicana: Gran casino (1947), El gran calavera (1949), Los olvidados (1950), La hija del engaño /Don Quintín el amargao (1951), Robinson Crusoe (1952), Él (1953), Abismos de pasión (1953), La muerte en este jardín (1956) y Los ambiciosos (1959).

(3) Luis Buñuel (1992). Mi último suspiro. Barcelona, Plaza y Janés, pág. 240.

(4) Opus cit, pág. 249

(5) H. P. Lovecraft  (1984) El horror en la literatura. Madrid. Alianza Editorial, S.A. pág. 42

(6) En la película de André Techiné, Las hermanas Bronte (1975), una versión muy emotiva, de espíritu puramente romántico, Emily (Isabelle Adjani), se viste con ropas masculinas para salir a los páramos porque dice que así puede correr más deprisa.

(7) Balthus realizó 15 ilustraciones, a plumilla, de los primeros capítulos de Cumbres Borrascosas, a plumilla y con su personal estilo en las que Rivette se inspiró. Todas ellas recogen episodios de la relación entre Cathy y Heathcliff.  

(8) Tomás Pérez Turrent y José de la Colina (1993). Buñuel por Buñuel. Madrid. Plot Ediciones, S.A.  pág.85

(9) En 1965 Buñuel escribió junto a Jean-Claude Carrière un guión de El monje que cedió a su amigo Ado Kyrou para que lo utilizara. Este lo alteró cuanto quiso y realizó una versión poco afortunada en 1972, Le moine. En 2011 Dominik Moll realizó con un guión propio su personal adaptación, interpretada por Vincent Cassel. Véase crítica en Encadenados  http://www.encadenados.org/rdc/sin-perdon/2686-el-monje-2

(10) Pérez Turrent y De la Colina, op. cit, pág. 85.

(11) Peter William Evans (1995) Las películas de Luís Buñuel. Barcelona. Ediciones Paidós. pág. 82.

(12) Pérez Turrent y De la Colina, Ibidem.

(13) Juan Malpartida en Cuadernos del Ateneo, nº 10, págs.78-84. Entrevista de José Armida a propósito de su introducción a El amor loco (2000) de André Breton.  

(14) “Para mí la fornicación tiene algo de terrible. La cópula considerada objetivamente, me parece risible y a la vez trágica. Es lo más parecido a la muerte: los ojos en blanco, los espasmos, la baba. Y la fornicación es diabólica: siempre veo al diablo en ella”. “El acto sexual es como una forma de muerte” (Pérez Turrent y De la Colina, op. cit. pág.115)

(15) Mi último suspiro, pág. 139

(16) Georges Bataille (1988). El erotismo. Barcelona. Editorial Tusquets.

(17) Mi último suspiro, pág. 175.

(18) Pilar Pedraza. (2009) “El regreso de la mujer muerta”. Dossiers Feministes, nº 13,  págs 45-50.

(19) Pérez Turrent y De la Colina, op. cit. pág. 86.

(20) Francisco Javier Plaza en Obsesiones Buñuel (2001) Edición Antonio Castro, Madrid, pág. 244.

(21) Pérez Turrent y De la Colina, op. cit. pág. 171.

(22) En el capítulo IX la novela recoge este pasaje dramático. Cuando Heathcliff se marcha, Cathy le espera desconsolada bajo la lluvia, aguardando empapada, toda la noche, su regreso. La virulencia de la tormenta troncha un árbol que cae sobre la casa, un correlato objetivo del desgarro que sufre su alma en ese momento.

(23) Extraído de la Conferencia “El cine instrumento de poesía” impartida por Buñuel en la Universidad de México en 1954. Recogida en Obsesiones Buñuel, pág. 39.

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