Fat City, ciudad dorada (Fat City, 1972)

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Sueños ahogados en alcohol

fat city-1John Huston forma parte de esa ilustre nómina de grandes narradores de lo cotidiano entre los que se encuentran William Faulkner, John Steinbeck, Joseph Conrad o Raoul Walsh. Hombres que exprimieron cada una de las experiencias vitales que la providencia les deparó y que fueron capaces de convertir en testimonios cargados de belleza, verdad y energía. De modo que, en todos estos casos, su obra se encuentra tan impregnada de vida que se convierte en un trasunto de la misma.

Dentro del maravilloso legado que nos regaló John Huston surge Fat City, ciudad dorada (Fat City, 1972), un doloroso viaje a esa América profunda plagada de sueños rotos empapados en alcohol. Ese lugar donde la ebriedad es menos insoportable que la vida, y donde no se puede distinguir si los desheredados que la pueblan beben porque la diosa Fortuna les ha dado la espalda o si les ha privado de su favor por sus devaneos etílicos. Pero lo cierto es que poco importa porque están condenados.

Fat City se convierte así en un tributo a todos esos hombres y mujeres que viven amarrados a un puñado de recuerdos, mientras el tiempo pasa delante de sus ojos alejándoles cada vez más de su efímera felicidad. Decía John Huston que Fat Cityhabla de gente que empieza a recibir tortas antes de empezar, pero que nunca deja de soñar”.

Huston construye un discurso cinematográfico con un valor antropológico incuestionable, erigido sobre la sinceridad y la verosimilitud de los rostros, los gestos y los ambientes que aparecen en pantalla. No hay nada impostado, no hay ninguna concesión estética o poética; serán los personajes y sus historias los que demanden, potencien y sublimen las distintas apuestas técnicas y dramáticas del director.

Pasen y vean

El comienzo de Fat City es prodigioso, rápidamente nos damos cuenta de que vamos a asistir a un espectáculo que trasciende lo artístico: la vida en toda su crudeza. Mientras paseamos nuestra mirada de turista por un microcosmos llamado Stockton, la melancolía nos ha atrapado sin remisión al son de la maravillosa Help Me Make It Through the Night. Es imposible escapar al embrujo.

Huston sólo necesita un plano secuencia para describir al personaje protagonista, Tully (Stacy Keach). Tully está en su cuarto tendido en la cama, por la ventana entra una luz mortecina, y una botella de whisky preside la mesilla. La maravillosa fotografía del genial Conrad Hall obra el milagro de convertir algo prosaico en un momento de una belleza extrema. Tully se incorpora y se sienta en el borde de la cama y dirige su mirada perdida hacia la ventana, se puede sentir el influjo de Edward Hopper, su capacidad de trascendencia de lo particular a lo general. Tully no es un boxeador fracasado, es el boxeador fracasado.

Tully vive aferrado a sus recuerdos del ring, a esos momentos en los que era alguien para el resto de la gente, porque ahora es prácticamente invisible excepto para los de su condición. Decide acudir a su “santuario” (el gimnasio) pensando que quizás allí conseguirá acallar esas voces internas que le gritan: “perdedor, borracho”. Allí encuentra entrenando a Ernie (Jeff Bridges), un joven aficionado al boxeo, y le convence para intercambiar unos golpes. Inmediatamente, Tully se ve reflejado en este joven y le propone que vaya a ver a su antiguo entrenador. A partir de este momento, Huston utiliza de manera magistral la figura de Ernie como posible alter ego de Tully pero demostrando que la historia no tiene necesariamente por qué repetirse, y que de algún modo la fatalidad arraiga en aquellas personas más débiles de espíritu.

Teniendo la vida como referencia irrenunciable, Huston alterna momentos dramáticos y cómicos a partes iguales, siendo estos últimos los protagonizados por el entrenador, Ruben (Nicholas Colasanto), y sus ayudantes hablando de batallitas boxísticas. Conversaciones aparentemente intrascendentes pero cargadas de hechos y boxeadores reales como Fermín Soto o Félix Castillo.

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Con la sutileza que le caracteriza, el director aprovecha la voz del entrenador para poner de manifiesto un problema enquistado en la sociedad estadounidense que afecta, como no podía ser de otro modo, al mundo del boxeo: la discriminación racial. Huston juega con el ritmo dramático de la obra pero no hay tiempos muertos ni concesiones a lo accesorio, todo tiene una función.

Fat City es una película de actores y como tal se construye sobre un casting magistral. En un primer momento se pensó en Marlon Brando para el papel de Tully, pero afortunadamente fue Stacy Keach quien lo encarnó. Además de realizar una interpretación impecable, su fisicidad, su tosquedad y su rostro lo convierten en el auténtico e inolvidable Tully. Estupendo Jeff Bridges como Ernie, un chaval cargado de nobleza, inocencia y carente de lastre vital. Y qué decir de Susan Tyrrell como Oma, simplemente magnífica.

Pero cuando pensamos que ya no puede ocurrir nada que nos sorprenda aparece el personaje de Arcadio Lucero (Sixto Rodríguez) y nos embarga la emoción con tan solo unos planos. A través de la figura de Lucero, Huston nos transmite que la idea del boxeador devastado que representa Tully no es patrimonio de los EEUU, sino que pertenece al mundo del boxeo y, por lo tanto, no conoce nacionalidad. Bellísima la escena en la que Lucero abandona el estadio de boxeo, la soledad del perdedor.

Con Fat City, John Huston te sumerge en uno de los tantos submundos que componen la realidad, y al hacerlo nos hace participes de su latido, quedando atrapados en su ritmo vital, hecho que propicia que hacia el final de la película no sintamos el vértigo de formar parte de un entorno anestesiado. Quizás por esta circunstancia el director se permite la licencia de acompasar la imagen de la película al pálpito vital de Tully, para devolvernos de nuevo a nuestra perspectiva, y notar así el final de nuestro viaje.

Escribe Jose Antonio Férez

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